La obra Erosis y, al fondo de la sala, Nofondos
En una de las hojas de su Calendario de fiestas laborables, leemos: "Hay una relación etimológica entre ‘laberinto' y ‘laboros'. Como si la incertidumbre y el esfuerzo remitiesen a una misma emoción. El taller de un artista es una especie de ‘elaberinto', mezcla de elaboración y de enredo". La primera exposición de Juan Luis Moraza (Vitoria, 1960) tras su apabullante retrospectiva en el Museo Reina Sofía versa sobre el Trabajo absoluto. Un título que adapta el concepto de "guerra absoluta" acuñado por Clausewitz y puesto en práctica por Hitler, y que critica la exigencia de productividad que sufre la sociedad actual, con efectos nefastos sobre la vida personal.Moraza se refiere al trabajo a nivel global pero también al trabajo del artista. Y, ¿en qué consiste este? Desde que en el Renacimiento los artistas empezaron a luchar por una consideración social diferente a la del artesano, defendiendo que la pintura era cosa mentale, se ha debatido sobre ello, y en especial desde los años 60, cuando las tendencias conceptuales y activistas llevaron a algunos a abominar de la palabra "artista", prefiriendo los términos "trabajador cultural" o incluso "trabajador social". Tampoco hay acuerdo sobre lo que debería ser su "obra", existiendo posturas que sostienen la conveniencia del "no hacer" artístico.
No es el caso de Moraza, quien cree que lo físico es un componente irrenunciable para el arte y que, como demuestra su abundante producción, es un diligente trabajador. Pero, para él, el trabajo artístico es un acto de libertad. Que en su calendario todos los días sean el 1 de mayo lo explica a través de 365 aforismos, propios, reales y apócrifos, que escuchamos también en el piso inferior de la galería, como parte de la instalación La fiesta como oficio, que igualmente trasgrede las convenciones sobre la medida del tiempo y alerta sobre la conversión del ocio en "zona de obras".
Más densidad significativa e histórico-artística tiene la instalación por la que recordaremos esta muestra, integrada por Erosis, un conjunto de tizas gigantes, y Nofondos, pizarras saturadas de grafismos ilegibles de tiza que aluden a la acumulación de la expresión. Podríamos entender el conjunto como un careo entre el formalismo y el informalismo. La tiza es una herramienta para el artista, por lo que estas "estatuas" enlazan con series anteriores en las que monumentalizaba los útiles del trabajador, pero con ésta entramos más de pleno en faena artística. La pizarra es un espacio para la expansión del intelecto y para la docencia, a la vez que un soporte pictórico inusual aunque no marginal; pensemos en las muy diferentes pizarras de Joseph Beuys, Cy Twombly, Tacita Dean, Rudolf Steiner o Priscilla Monge...
Y la tiza, que interesa a Moraza como elemento que se erosiona a través de un uso a la vez laboral y gozoso, es la misma sustancia, el yeso, con la que los escultores hacen prototipos, así como vaciados académicos. Al esculpir las tizas, altos paralelepípedos, el artista abunda en su reelaboración del pedestal, uno de esos dispositivos, para él tan significativos, que acotan y extienden el espacio del arte. Pero no olvida rendir homenaje a Oteiza, cuyo Laboratorio de tizas fue un ámbito de investigación plástica fundamental para la escuela de escultura vasca en la que Moraza se formó.
Esa intensidad en el trabajo artístico, ese esfuerzo que ambos comparten, invita a mirar estas pizarras como paráfrasis de aquella Obra maestra desconocida que se imaginó Balzac, el caótico cuadro del viejo Frenhofer que, enfebrecido de amor por el trabajo pictórico, en su "elaberinto", desdibuja las formas y cree superar la representación.
@ElenaVozmediano