Así sucede en su primera exposición individual en Heinrich Ehrhard de Madrid en la que los largos rollos de papel pintado responden a las esbeltas columnas metálicas que sostienen el techo de la galería. Se convierten en ecos que resuenan apoyados con cierto descuido sobre los muros, acumulándose unos cerca de otros, unos encima de otros, sin sostener nada más que al propio proyecto. Se quedan en medio, entre la pintura y la escultura, como en medio están también esas máquinas con algo de primitivas, ahora esculturas precarias, hechas de escayola, arpillera y paja, que interrumpen el deambular por el espacio, que pueden provocar el tropiezo si hay un descuido y con éste el desmoronamiento, como en un castillo de naipes.
Son máquinas a las que hay que buscar utilidad, intentar descubrir cuál ha sido su uso en esa fábrica de papel pintado, cómo han funcionado y también cómo funcionarían de nuevo porque, aunque el proceso ha quedado detenido, siempre podría volver a comenzar. Ahora son esculturas, sí, pero también han sido y pueden llegar a ser algo más.
En la fabricación, tanto de las máquinas como de los rollos, Beutler no ha estado sólo, le han acompañado -y esta es otra característica de su forma de trabajar- la construcción de una comunidad en torno a sus proyectos, en la que se asume el azar y también el error, lo inesperado como parte del desarrollo de la obra. De este modo, nada se desecha, ni lo equivocado, aquellos papeles enrollados en los que el patrón del estampado ha quedado roto por un accidente o un despiste, ni lo que ha sobrado, los recortes. De algún modo, Beutler siempre se muestra a sí mismo, expone sus métodos y el proceso, incluso cuando se detiene antes de la inauguración.