Vista de una de las salas de la exposición
La última vez que el público madrileño pudo contemplar las pinturas de Miguel Ángel Campano (Madrid, 1948) fue hace tres años con motivo de la colectiva Idea: Pintura-Fuerza, en el Palacio de Velázquez, la misma sede que acogió, en 1999, la retrospectiva que le dedicó el Museo Reina Sofía. Fueron dos muestras parciales aunque potentes y convincentes, como la que ahora ofrece la galería Fernández-Braso en Madrid. Hay que reconocerle el mérito a este espacio de tener entre sus filas a varios de los pintores y escultores más relevantes surgidos en los años 70, como Soledad Sevilla, Gerardo Delgado y Miquel Navarro, entre ellos.Campano reúne en su producción algunos de los rasgos principales que distinguen a los artistas que desde el principio optaron por la práctica de la pintura. Una decisión que ni ignoraba la existencia de otras prácticas, incluidas las conceptuales o de activismo político, ni fue entendida jamás como continuidad obediente de una tradición, sino como una elección libre con un objetivo tan claro como indefinido: ¿qué se puede pintar todavía tras la experiencia de las vanguardias y las postvanguardias?
El primero de todos, enunciado en el título de la exposición, es la indistinción entre abstracción y figuración o, dicho de otro modo, el empleo de ambas vías para la configuración de una pintura que se alimentaba tanto del diálogo con otras pinturas precedentes y contemporáneas, como con su contacto inmediato y directo con la realidad. Fueron y son pintores cultos, buenos conocedores de la historia y del presente del arte. En el caso de Campano, (en la muestra hay suficientes ejemplos), asistimos a la conciliación de la herencia cultural francesa (Poussin, Delacroix, Manet, Cézanne, Picasso y Juan Gris) con el protagonismo biográfico y mítico del expresionismo abstracto norteamericano, vía Jackson Pollock, Robert Motherwell y José Guerrero.
Un hecho decisivo fue la relación del artista con la pintura pleine air, pues nunca tuvo reparos en someterse a la experiencia cézanniana, ya fuese en los mismos paisajes que el maestro de Aix, o en los de distintos enclaves de la isla de Mallorca. La exposición se abre precisamente con cuatro de esos paisajes, dos de 1984 y dos de 1988. Estos últimos certifican la maleabilidad estilística del artista: mientras uno se adentra en el lenguaje cubista, el otro se diría casi naturalista. Viendo estos cuadros se acentúa todavía más otro paisaje, de la misma fecha, en naranjas encendidos, pincelada ancha, tan rápida como decidida, que cuelga en una pared frontera.
Aunque sólo uno lleva ese título creo reconocer dos Omphalos de tratamiento absolutamente diverso, de un trazo aéreo el así nombrado y más denso, casi matérico, con pinceladas como surcos en el pigmento el segundo, Sin título, que luce una muy picassiana fecha concreta de realización: 12.1.85.
Un extraordinario bodegón fechado en 1986, con su grueso dibujo en líneas negras sobre el fondo esmeralda que caracteriza el cuadro sirve de contrapeso formal a otros más tardíos, de principios de los años 90 y que se enmarcan en el seno de una de las series más numerosas del artista y de la que hay en la exposición un buen puñado de ejemplos. Ruthz y Booz proceden del análisis y la transformación del paisaje y las figuras de El Verano, de Nicolas Poussin.
Por último, tres rutilantes ejemplos de obras bautizadas por Santiago Olmo como Serie Negra, las tres de 1993 y gran formato, en las que se desliza otro tipo de diálogo, el que mantiene con Malevich, Ellsworth Kelly o Richard Serra y que de algún modo alude a otro tipo de respuesta a la pregunta de qué es posible pintar hoy. Nada, ya sólo cabe pintar nada, pero pintando.