Construcción en blanco y negro, 1938

Fundación Telefónica. Fuencarral, 3. Madrid. Hasta el 11 de septiembre

Con el paso del tiempo tengo claro que la aportación de mayor calado de la postmodernidad artística no han sido las obras creadas a su amparo, sino la revisión de una historia redactada en Nueva York, Londres, París y alguna otra ciudad centroeuropea, que minimizaba o excluía las aportaciones periféricas. Periféricas en términos geográficos, por lo que el arte latinoamericano era valorado de forma manifiestamente injusta, pero también en términos de estilo o lenguaje. Si consultamos manuales o las programaciones de museos, podemos trazar la revisión, en las últimas tres décadas, de movimientos y artistas que antes eran inexistentes. Fluxus, los Madi o la Internacional Situacionista; Sophie Taubler-Arp, Lygia Clark o Gego son algunos ejemplos.



A Joaquín Torres-García (Montevideo, 1874-1949) es difícil ignorarle. Posiblemente, es el artista latinoamericano más importante e influyente del siglo XX, junto con Diego Rivera. Esta exposición en la Fundación Telefónica en absoluto está planteada como una reivindicación, pero ofrece todas las claves para que la llevemos a cabo nosotros mismos. En España se le habían dedicado con anterioridad varias exposiciones. La primera en 1991, coproducida por el Museo Reina Sofía y el IVAM (ambas colecciones cuentan con obras del artista). Y también a partir de esa fecha, en la galería Guillermo de Osma, que ha demostrado interés por artistas "raros" de esa generación.



Esta muestra aporta, además de la amplitud y representatividad de las obras (nada menos que 170), una interpretación que subraya la excepcionalidad del artista. Su comisario, Luis Pérez-Oramas, comisario de Arte Latinoamericano del MoMA, hace hincapié en el error que supone reducir a Torres-García a un estilo concreto, pues en su trayectoria practicó varios y antagónicos, hasta dar con uno que sintetiza lo que parecía irreconciliable.



La muestra está organizada cronológicamente, a través de secciones que abarcan su trayectoria completa. Es decir, desde las primeras obras, realizadas en Barcelona a finales del siglo XIX, hasta las últimas, en Montevideo, el mismo año de su muerte en 1949. El montaje ha sacado partido de los recovecos de estas salas para crear ámbitos separados. Hay dos de especial importancia: el periodo de 1923 a 1933, cuando Torres-García se integra en algunos de los primeros movimientos de vanguardia europeos, a la vez que forja su característico estilo pictográfico-constructivista. El otro abarca de 1935 a 1943 cuando, de vuelta a Uruguay, realiza unas obras de abstracción sintética sin parangón en su época.



Detalle de América invertida, 1943

Joaquín Torres-García pasó su juventud en Barcelona, donde se formó como artista. Ya en 1903 trabajaba como ayudante de Gaudí en las vidrieras de la Sagrada Familia. Practicó eficazmente el modernismo, se convirtió al noucentisme de d'Ors y, protegido por Prat de la Riba, flamante presidente de la Generalitat, pintó para sus dependencias unos murales que le valieron el rechazo de los sectores más conservadores y religiosos. El chasco le orientó hacia posiciones vanguardistas: el vibracionismo (una variante hispánica del futurismo italiano) que enseguida pudo compartir con Barradas, otro compatriota llegado a España. En 1920 se decidió a buscar fortuna en Nueva York, a donde se trasladó con su familia. Allí entró en contacto con el incipiente arte moderno norteamericano y allí, como recurso puramente alimenticio, ideó sus famosos juguetes de madera, que prefiguran la noción de estructura transformable que desarrolló toda su vida.



Aunque hizo alguna venta significativa (a la Société Anonyme de Dreier y Duchamp), captó en sus cuadros el caos ciudadano y expuso en importantes colectivas, no logró la estabilidad económica, por lo que decidió regresar a Europa. En 1926 está ya en París, donde inicia una etapa de fructífera reflexión sobre el arte, que plasma en manuscritos ilustrados. Descubre también la afinidad de su obra con el neoplasticismo, que desconocía hasta aquel momento. Con Michel Seuphor funda el grupo Cercle et Carré, que propugna el arte constructivo. En esos años forja un lenguaje original, que combina la retícula de Mondrian con una figuración primitivista. Es el que luego bautizará como Universalismo Constructivo.



En 1934 decide regresar a Montevideo donde residirá hasta su muerte. Allí se convierte en un incansable promotor de actividades artísticas, dicta innumerables conferencias y en 1935 funda la Asociación de Arte Constructivo. Además de pintar, realiza murales y monumentos, y escribe sobre su idea del arte abstracto en periódicos y revistas. Para una de sus iniciativas, La Escuela del Sur, dibuja el famoso mapa de Latinoamérica invertida, con el lema "El sur es nuestro norte". Toda una declaración de independencia estética que vemos aquí, y de búsqueda de una identidad artística propiamente latinoamericana.



Lo que le convierte en excepcional es su capacidad de atravesar las oposiciones con propuestas que las unen un paso más allá. Entre la abstracción y la figuración es capaz de situar la forma. Entre pintura y escultura levanta cuadros que aparentan bajorrelieves. Entre tradición y modernidad opta... por las dos. El maravilloso álbum que aquí se muestra, en el que reunía imágenes de máquinas y frescos románicos (entre otras muchas cosas) es un precedente del Atlas de Abby Warburg o de los paneles de fotografías de Gerhard Richter. Pero entonces Torres-García no era más que un uruguayo visionario. Ha necesitado casi medio siglo para ocupar el lugar que merece.