Vista de la exposición
Es menos difícil para un artista conseguir "estar en la conversación" estética que aportar algo a la misma más allá de los statements y las lecciones aprendidas. Sandra Gamarra (Lima, 1972) participa en ella desde hace años, introduciendo con tono mordiente interferencias en el gran sistema de exhibición, distribución y musealización del arte, que es uno de los temas sobre los que se "conversa". A lo largo de ese tiempo ha ido ganando seguridad y personalidad en su postura y en sus maneras, y son éstas, en buena parte, las que la elevan por encima de la pléyade de predicadores metaartísticos y poscoloniales. Gamarra pinta de una manera naturalista, mimética, pero rompe las convenciones de la representación pictórica mediante inusuales formatos, despieces, encuadres, soportes, montajes… Consigue sorprendernos con algo inesperado a cada nueva serie -y es prolífica-, no con ánimo de alardear de habilidades sino en conexión con sus avances en la exploración de los movedizos espacios entre la historia y el ahora, entre sus raíces latinoamericanas y su presente europeo.En esta muestra impugna la perspectiva clasificatoria -dominadora- de los colonizadores sobre la naturaleza, la población y las producciones culturales en América, que no solo está en la base de museos antropológicos o jardines botánicos ilustrados sino que también da pie a géneros o subgéneros pictóricos. La galería se ha transformado en museo, con dos salas: la de "objetos encontrados" y la "del ostracismo". En la primera, Gamarra reproduce pinturas que se apropian simbólicamente de paisajes -son obras del neerlandés Frans Post, el primer europeo que pintó parajes suramericanos, en Pernambuco- y jerarquizan socialmente las "castas" -de la serie peruana en nuestro Museo Nacional de Antropología-, pero algunos los copia o detalla con "rojo indio" u óxido de hierro. La denominación de este pigmento desencadena un juego conceptual/visual que articula toda la exposición: las palabras subyacen o se superponen, metafórica o literalmente, a las imágenes, haciéndonos reconsiderar lo que creemos saber sobre ellas. Las frases que "subtitulan" invasivamente estas obras son citas de Enrique Dussel (Filosofía de la liberación), Silvia Federici (Calibán y la bruja), Ilona Katzew (La pintura de castas), Victor Stoichita (La invención del cuadro) y Mario Ruffer (La exhibición del otro) y hablan sobre la ordenación como herramienta "civilizadora" y de la reificación, en la representación artística y en la museografía de objetos antropológicos -heredera, parece sugerir ella, de los austeros bodegones de Zurbarán o Sánchez Cotán-, de cuerpos y culturas. Bajo un lema tomado de Pascal: "¡Qué vanidad la de la pintura, que atrae la admiración por el parecido de unas cosas cuyos originales no se admiran en absoluto!".
En La sala del ostracismo -de la que se puede ver otra versión en el CAAC de Sevilla, en la colectiva Mil bestias que rugen- se hace más patente uno de los aspectos más interesantes de esta muestra, anunciado en proyectos anteriores de la artista: el equívoco entre las representaciones y las presencias. En diez vitrinas se alinean decenas de réplicas de cerámicas precolombinas conservadas en museos españoles; a cierta distancia creerán que tienen volumen y, de cerca, no sabrán si se trata de recortes pegados a los metacrilatos o de pintura sobre éstos. En los reversos leerán, sobre el rojo de fondo, con esa caligrafía escolar que nos recuerda las fricciones entre texto e imagen en ciertas obras de Magritte (Ceci n'est pas une pipe), los términos desdeñosos con los que se ha nombrado al nativo, de cuasi-animal a criminal a lo largo de los siglos. El culto al objeto en una cara y el desprecio al sujeto en la otra.
@ElenaVozmediano