Claude Monet: Antibes, 1888

Museo Thyssen-Bornemisza. Paseo del Prado, 8. Madrid. Comisario: Juan Ángel López-Manzanares. Hasta el 30 de septiembre

En línea con la exposición Lautrec/Picasso, organizada aquí en 2017, y con otras que en los últimos tiempos exploran las influencias mutuas entre dos o tres marcadas individualidades artísticas, el Thyssen pone en escena ahora las relaciones entre Eugène Boudin (1824-1898), considerado como uno de los precursores del Impresionismo, y Claude Monet (1840-1926), el brillante líder del movimiento. Es conocida la querencia de este museo hacia los pintores asociados al mismo, que han logrado casi siempre buenas cifras de visitantes, pero sería muy injusto reducir el alcance de la muestra a la categoría de "otra de impresionistas".



En consideración previa, se podría temer que Monet, a quien el Thyssen ya dedicó otra monografía "con acompañamiento" en 2010, Monet y la abstracción, se coma al modesto Boudin, pero la realidad es que éste es, a mi parecer, el gran protagonista de la muestra. Boudin tuvo cierto éxito y sus indiscutibles avances en la observación precisa de la naturaleza y en el plenairismo fueron reconocidos por algunos de los más importantes artistas del momento, como Corot, que le apodó "el rey de los cielos", Courbet o Whistler. Participó en el Salón desde 1859, siendo elogiado por Baudelaire, obtuvo una medalla de oro en la Exposición Universal de 1889 y fue condecorado con la Legión de Honor en 1892. Su marchante fue Durand-Ruel, que vendió su obra también en Estados Unidos, por lo que hay más de 60 obras suyas en la National Gallery de Washington; pero la mayor concentración de su trabajo se encuentra en el Musée Eugène Boudin de Honfleur y en el MUMA de Le Havre, ambos en la región en la que nació y tan prolíficamente trabajó durante toda su vida. Quizá esa innegable condición de pintor local, normando, ha provocado el olvido en el que cayó durante casi un siglo; en los noventa se organizaron muestras en Honfleur, Glasgow y Londres (Courtauld Institute) pero hasta 2013 no se volvió a ver su obra en París (Musée Jacquemart André).



Eugène Boudin: Beaulieu. La Bahía de Fourmis, 1892

El Thyssen custodia cinco pinturas suyas, cuatro de ellas de la colección de la baronesa, y otras tantas de Monet, lo cual justifica este proyecto expositivo con el que el museo apuntala la reivindicación del artista. Juan Ángel López-Manzanares ha forjado un sólido engarce para que ambos pintores luzcan sus cualidades sin hacerse sombra. Se hace muy evidente, en la equilibrada yuxtaposición de cuadros, dibujos y pasteles -¡gran pequeña sala, con los estudios de celajes de ambos!- qué aprendió Monet de Boudin cuando éste le inició en el escrutinio en vivo del paisaje, de la atmósfera y de las fugaces situaciones lumínicas, pero también el más suave impacto sobre el maestro de las innovaciones impresionistas. A pesar de que Monet le invitó a participar en la exposición fundacional del movimiento, en 1874, no siguió esa senda. Sus aportaciones fueron más personales, y del mayor mérito por la relativa soledad en la que se produjeron.



Se podría temer que Monet se coma al modesto Boudin, pero la realidad es que éste es el gran protagonista

La trayectoria de Boudin tiene un gran interés sociológico, en dos sentidos. Uno es personal, por lo atípico del personaje: humilde hijo de un marinero y una limpiadora, ni perteneció al sistema de la academia, pues se formó al margen de ella, por emulación de la pintura holandesa del XVII, de Claudio de Lorena y de la Escuela de Barbizon, en persecución de anti-románticas "bellezas sencillas de la naturaleza", ni se integró en ambientes bohemios o en agrupaciones y colonias artísticas, siendo su vida lo menos novelesca que pueda imaginarse. Sus primeros contactos con el medio artístico los tuvo en la tienda de marcos que regentaba -son sus clientes Couture, Millet, que le descubre las posibilidades del pastel, Isabey o Troyon, estos dos con eco en su paisajismo- y, aunque ya dije que no desconoció el éxito, nunca estuvo en el meollo de nada. El otro tiene que ver con dinámicas económicas: fue testigo de la transformación de la costa normanda a causa del turismo, existente ya en los años treinta del siglo XIX pero intensificado desde 1863, cuando el tren llegó a Trouville. La pintura playera promocionaba en París las atracciones de Normandía y a su vez los turistas incrementaban la demanda de paisajes locales, y Boudin vio en este nuevo interés de la burguesía por los motivos costeros un nicho de mercado. Llevaba ventaja a todos los pintores de su generación, según le reconoció Monet, en el género de marinas, y además tuvo la gran idea de reflejar la presencia de los veraneantes en las playas, asumiendo el mandato baudeleriano de representar la "vida moderna" pero sin integrarse en ella: mira desde fuera a las figuras, a distancia, y las cosifica como elementos del paisaje.



El Monet que vemos aquí no es el más moderno, aunque se han traído de Basilea unos Nenúfares de 1914-17 que no vienen a cuento: son obras casi todas anteriores a 1890, de los años en que su relación con Boudin fue más intensa, y escogidas para hacerla patente. Años en los que fue configurando un lenguaje paisajístico particular, siendo claves en ese proceso sus visiones, sin precedentes a pesar de la deuda con Boudin o Jongkind, del mar y de la costa agreste, a la que se dedica una magnífica sala. Al final, pero antes del epílogo-contrapunto sobre los viajes al sur de ambos, se resume el legado de sus interacciones en un breve tratado atmosférico atravesado por nubes, brumas, vendavales y tormentas. Y, siempre, el reflejo del cielo sobre el agua.



@ElenaVozmediano