“El arte es lo que hace la vida más interesante que el arte” es la frase manuscrita que ondula sobre un paisaje pop en el sobre readymade de la carta-collage dirigida a un tal Skywatcher (observador del cielo) como modelo de un nuevo proyecto de “escritura en el cielo” de Filliou en 1983. Un múltiple en offset, del que el artista realizó 506 ejemplares firmados y que todavía hoy, casi cuarenta años después, puede adquirir cualquier coleccionista primerizo por un módico precio, rivalizando con los museos principales que atesoran su obra. Hasta aquí llega la generosidad y jovialidad del poeta visual Robert Filliou (Francia, 1826-1987), artista lúdico de la pirueta cuyas obras despiertan nuestra sonrisa.
Convencido de que “el artista debe darse cuenta de que forma parte de un medio más amplio, el de la Creación Permanente que se despliega a su alrededor por todas partes y donde quiera que vaya”, con su actitud socarrona de desmitificación del arte inventó varios medios de exhibición y comercialización: en 1968 junto a George Brecht montó en un pueblo al sur de Francia La Cédille qui Sourit, un “taller-escuela de creación permanente” más activa en los cafés que en el propio espacio, desde donde se invitaba a otros artistas a crear juegos y jeroglíficos que vendían por correo. Se trataba de las primeras manifestaciones del Mail Art. Y el nombre de la galería “la cedilla que sonríe” –ese pequeño signo o virgulilla que modifica la letra– ya avisaba de las aportaciones mínimas de aquellos envíos. Otra modalidad fue la Galerie Légitime. Couvre chef(s) d’oeuvre(s), a la que se alude en la serigrafía homónima que cubre con transparencias de sombreros de colores los principales monumentos de París, dotando de burlona monumentalidad al sombrero con el que se paseaba por la ciudad ofreciendo inesperadamente, como chistera de mago, pequeños objetos propios y ajenos. Todo accidental y todo móvil, como la propia biografía de Filliou, que ya en 1966 aseguraba haber vivido desempeñando diversos trabajos tres años en España, dos en Dinamarca, cinco en Estados Unidos, tres en Corea y uno en Egipto.
Cualquier coleccionista primerizo puede adquirir un múltiple de Filliou rivalizando con los museos principales que atesoran su obra
Desde finales de los sesenta varias de las piezas mostradas en esta exposición llevan el sello que certifica el estado de la obrita, resultado del Principe d’équivalence: bien fait, mal fait, pasfait, en el que lo “no hecho” siempre es preferible, indicando el potencial creativo de todo ser humano, en simultaneidad con el “cada hombre, un artista” de Joseph Beuys. En otra de sus fórmulas –Filliou antes de encontrarse con los fluxus estudió en la UCLA y ejerció como economista–, The Speed of Art demuestra que “la velocidad del arte es una función de la vida más ficción, ficción tendiendo a cero”, lo que finalmente equivale a la identidad de arte y vida.
Nada se le resistía, incluso sobre la guerra (y había vivido varias) fue capaz de proyectar la levedad esperanzada del pacifismo en la serie 7 Childlike Uses of Warlike Material, realizada en Dusseldorf junto a Hartmut Kaminski, donde el “podría ser” transfigura con imaginación infantil máquinas de guerra en insólitos paisajes: “puedo poner el submarino en las montañas, el misil en la luna, los uniformes entre las estrellas”.
Para dar cuenta de todas sus facetas, aunque aludido en un dibujo, solo faltaría aquí el vídeo And So On, End So Soon: Done 3 Times (Vancouver, 1977), donde alertaba de la manipulación tecnocrática, que hoy nos atenaza. Sin sonrisas.