Es una buena noticia encontrarse con una exposición de Eduardo Arroyo (Madrid, 1937-2018) en una galería. Han transcurrido tres años de su muerte y este es un periodo en que artistas indiscutibles entran en un riguroso olvido. Esta muestra, con 31 piezas de diferente técnica y calibre, expresa todo lo contrario. Cuenta además con cuadros de algunas de sus series más importantes, como es este temprano Autorretrato como Robinson Crusoe (1962), un emblema del artista asilvestrado; y dos homenajes a personajes queridos: el exiliado Blanco White y el errabundo Ulises, sin duda espejos del propio autor. Ambos son cuadros de gran formato, de mediados de los setenta. A esto hay que añadirle varios Deshollinadores, dibujos unos y otros collages de papel de lija, de los ochenta, y los retratos de José Bergamín de 1998, y, por último, algunos objetos escultóricos… En definitiva, se trata de una pequeña antológica.
Arroyo llegó a París en 1958, con 21 años, huyendo de la asfixia franquista y con el propósito de convertirse en escritor. Pero pronto se dedicaría a la pintura, una pintura figurativa y narrativa que chocó con la abstracción en todas sus variantes que predominaba en la época. A esa disidencia añadió su talante contestatario y surreal. Y su antipatía por las dictaduras de todo género. Todo lo cual le condujo de forma natural a la muestra Mitologías diarias, en 1964, junto con pintores como Bernard Rancillac, Antonio Recalcati y Öyvind Fahlström, que también recuperaban la figuración con un sentido de crítica política.
El estilo abocetado de cartelón, de Arroyo, su colorismo y su sentido del humor, le distinguen del resto
En aquellos años pintó algunos de sus cuadros más traviesos, feroces ironías contra figuras reverenciadas como eran Miró y Duchamp. También pintó otros directamente políticos como Los cuatro dictadores (1963) o más punzantes, como Caballero español (un galán hispano enfundado en un traje de noche). Su causticidad a la hora de mostrar de forma irreverente los tópicos españoles, le granjearon la enemistad de la dictadura, que censuró y cerró sus exposiciones en España y le retiró el pasaporte. Regresó para instalarse en su país en 1977. Aquí, siguió pintando (cada vez más esquemáticamente) sobre figuras de nuestra historia reciente (el formidable Carmen Amaya fríe sardinas en el Waldorf Astoria, 1988) y forjó nuevas identidades: el artista como deshollinador, como torero, como boxeador. También como pintor ciego o anónimo, con la cara cubierta de parches de color. De todo ello hay muestra en la exposición, así como algunas de sus piezas escultóricas: Lámpara James Joyce, de latón y madera, o Smoking florero, de loza. O sus interpretaciones primitivistas de la botella de Tío Pepe. También las moscas de sus últimos años. Estas dos tipologías son las que menos me gustan.
Arroyo fue hispanófilo por afrancesado, antimoderno por aburrimiento y pintor de historias por apasionado de la literatura. Junto con Equipo Crónica (con el que comparte temas y lenguaje artístico), Rafael Canogar y Juan Genovés son los mejores exponentes de arte pop español. El estilo abocetado, como de cartelón, de Arroyo, su colorismo y su sentido del humor, le distinguen del resto. También le separó, en algunos momentos, su apasionada defensa del mercado artístico frente a la cultura subvencionada. Tardíamente reconocido en España, fue galardonado en 1982 con el Premio Nacional de Artes Plásticas y en 2000 se le concedió la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes.