Es inevitable, si pienso en Pepe Espaliú (Córdoba, 1955-1993), no recordarle delgado y descalzo, transportado en brazos de sucesivas parejas de hombres y mujeres, atravesando las calles hasta dar con los pies en las puertas del Museo Reina Sofía. Carrying (1992) fue una performance que, con su estrecho contacto físico trataba, entre otras cosas, de desmontar el terrible estigma social que acompañó a aquella otra pandemia que fue el SIDA. En unos años de creciente individualismo y atomización social, Espaliú proclamaba con su fragilidad cuidada entre muchos, la importancia de lo colectivo.
Espaliú, cordobés de nacimiento, se formó intelectualmente en Barcelona, entre experimentos de arte conceptual y seminarios de psicoanálisis. Escribió poesía, se comprometió con la neofiguración hasta el fin de sus días. Vivió temporadas en París y Ámsterdam. Conoció su enfermedad en Nueva York, donde estuvo en contacto con los colectivos de artistas que se movilizaron intensamente contra el silencio y el desprecio de la administración.
Una excelente exposición que recoge obras de los últimos tres años de este artista versátil y coherente
Pero si Carrying fuera su mejor obra, no estaría escribiendo estas líneas. Tras el destello de aquella acción impactante corre el riesgo de quedar oculto un trabajo extenso y coherente que, además, cosa poco común, se desarrolla con igual intensidad tanto en dos como en tres dimensiones. De todo ello es buena prueba esta excelente exposición, que recoge obras de sus últimos tres años de vida. Artista versátil, maneja la gráfica, el collage, los objetos y la escultura. Junto a un nutrido grupo de obras terminadas, veremos también dibujos en hojas sueltas de cuaderno. Son esquemas, bocetos, a veces con anotaciones, hallazgos con o sin posterior cristalización.
Gracias a la dimensión fetichista del coleccionismo de arte, podemos los interesados asomarnos así al taller mental del artista. Y ver cómo el dibujo melancólico de una farola junto a un puente se vuelve más melancólico, aún, cuando en la página de al lado, aquella se ha convertido en una muleta. Es fascinante ver cómo una primera intuición, casi garabateada a bolígrafo, es ahora una escultura. Las de Espaliú son al mismo tiempo rotundas y sutiles: ese lecho, duro y oscuro en el que se marca la huella de un cuerpo. O la gran pieza, de abstracta genitalidad.
En efecto, el cuerpo o mejor, lo corporal, es el argumento de esta exposición. Sus pulsiones, atributos y lesiones. Como dice acertadamente Juan Vicente Aliaga, en el hermoso catálogo, todas esas creaciones están atravesadas por lo táctil. El instrumento que evalúa la parte más material de la realidad. Hay, consecuentemente, cicatrices y guantes, pero incluso soportes y marcos, compactos y rugosos invitan a tocar con los ojos.
De pocos artistas se puede decir que hayan creado un lenguaje de símbolos propio y al tiempo reconocible por los demás. En el caso de Espaliú, sabemos que máscaras, muletas, jaulas desfondadas, palanquines dicen necesidad, fragilidad, secreto.