En realidad, el tema de esta exposición no es “el gusto francés”, es decir, un análisis de las particularidades estéticas de las obras producidas entre los siglos XVII y XIX en el país vecino, convertidas en modas que tuvieron un impacto entre nosotros. Es algo menos ambicioso y, aun así, innovador: una revisión de la presencia de obras francesas en las colecciones españolas que explica las condiciones históricas de su adquisición y permite entender tanto las idiosincrasias de ese patrimonio como las lagunas que encontramos en él. Se trata, en un principio, de un arte cortesano vinculado a la diplomacia y a las alianzas dinásticas que tuvieron como resultado la ocupación del trono español por los borbones, quienes, en lo artístico, parece que no fueron tan afrancesados como cabría esperar. Y luego, ya en tiempos románticos, de ecos más difusos de la elegancia parisina en el contexto cultural y objetual de la nobleza y la alta burguesía.
La colección de pintura francesa más importante en España es seguramente la del Museo del Prado, con algo más de 300 cuadros –hay muchos más españoles, italianos y flamencos–, procedentes en su mayoría de la Colección Real. La exposición, con cien piezas que ocupan solo la planta superior de la Fundación Mapfre, es bastante dependiente de este acervo pues el museo presta diez, y aún más del de Patrimonio Nacional, que aporta veintitrés, sumando otras cuatro del Museo Thyssen-Bornemisza, el cual complementa nuestras colecciones históricas sobre todo en el capítulo de la pintura galante (y con Chardin, que atesora en exclusiva). Aquí, a las efigies reales y nobiliarias de De Champaigne, los Beaubrun, Van Loo, Nattier o Callet se añade un muy corto número de escenas mitológicas (Vouet, Fragonard), religiosas (el magnífico Cristo yacente de Le Brun) y de historia antigua (Subleyras), rodeadas todas de abundancia de objetos suntuarios.
Esta confluencia de obras significativas sería ya importante pero el mayor atractivo de la exposición es que ha conseguido de particulares algunos préstamos extraordinarios, casi todos retratos y apenas vistos antes: el ecuestre del diminuto Delfín, futuro Rey Sol (Nocret), el de Carlos III bebé (Houasse), los muy refinados, cada uno a su estilo, de Felipe V (Ranc), de la duquesa de Beaufort-Spontin (Lemonnier) y de la marquesa de Ariza (François-Xavier Fabre), y el jactancioso de Eugenia de Montijo disfrazada de española y a caballo (Odier), que nos llevan del aparato barroco al París prerrevolucionario, a la Roma del Grand Tour y al revival romántico. Todo muy aristocrático en el lote de obras privadas, ya ven, menos la para mí emocionante lectora de Louis Léopold Boilly –¡qué interesante artista!– que dejaba en vísperas del Terror su temática libertina para reformarse a la fuerza y a través de los valores ciudadanos. Carlos IV, nos informa el documentado catálogo, que reúne dieciséis textos, compró dos obras suyas… ¿dónde estarán?
Otro de los hitos en la muestra es la pequeña sección dedicada a la “corte” sevillana de los intrigantes duques de Montpensier, presidida por el cautivador retrato de familia en los jardines de San Telmo –de procedencia ultrasecreta– que les hizo Alfred Dehodencq, uno de los pintores franceses que se trajeron para vestir sus aspiraciones al trono. Así, ya las fiestas nupciales de Antonio, hijo del rey Luis Felipe de Orleans, y Luisa Fernanda, hermana de Isabel II, fueron documentadas por Pharamond Blanchard en un grupo de pequeños lienzos muy curiosos que se han incluido en la exposición.
¿Qué falta en ella? Artistas cuyas obras nunca llegaron aquí, como los grandes de las últimas décadas del XVIII y primeras del XIX, David, Gericault, Gros o, muy infrarrepresentados con sendos dibujos, Ingres y Delacroix. Y obras que sí llegaron pero han quedado fuera, supongo que por imposibilidad de obtener los préstamos: Poussin, De Lorena –hay un solo cuadro, no tan bueno– o los muy relevantes paisajistas y pintores de ruinas Vernet, Pillement (que trabajó en España) y Robert. Y casi ausente la pintura galante: un Fragonard, nada de Watteau y, de Boucher, un dibujo. Además, hay muy pocos ejemplos de la pintura “de la realidad” más austera del XVII: una pequeña obra de Le Nain y otra del Maître des Jeux, que se quedan descolgadas cronológicamente –descuadres de montaje, imagino– en una sala que no corresponde… (y ni rastro de De La Tour).
¿Qué sobra? La exposición podría haberse detenido en los Montpensier. El “descubrimiento” de España por los viajeros románticos franceses –comparece en efigie el Baron Taylor– queda reducido a un par de tópicos humanos, un tipo de Achille Zo y un grupo de vagabundos de Doré, sin tocar apenas el paisaje y la riqueza monumental. Y la influencia de la pintura española del Siglo de Oro en la modernidad gala parece irrisoria al ser condensada en obras muy menores de Manet, Fantin-Latour y Ribot. Queda el asunto para otra exposición...