Hace ya diez años que vi por primera vez una obra de Carlos Bunga (Oporto, 1976) en el pabellón diseñado por Niemeyer para albergar la Bienal de São Paulo. La rampa de la planta baja se sentía algo más estrecha y obligaba a caminar más cerca del vidrio que la separa del Parque de Ibirapuera. El verde frondoso del clima tropical tiene un ciclo de vida más rápido y tan pronto florece como se pudre.
Dentro, en paralelo, en una pared parecía que se iba pelando la capa de pintura blanca que la cubría, ocultando su materialidad real: una gran tramoya de cartón que ocultaba la arquitectura del edificio. En este gesto, artístico y político, se desvelaban realidades escondidas, muchas cosas que se pudren, detrás del proyecto utópico del que esta construcción de hormigón es icono, o de la exuberancia natural convenientemente controlada.
Ahora, en Madrid, vuelve a ocupar un pabellón símbolo de una arquitectura que quería mostrar en su desarrollo tecnológico el poder de imperios coloniales. Sin embargo, el Palacio de Cristal en cuanto se inauguró en 1887 se convirtió en emblema del fracaso de la empresa española. Un invernadero que no consiguió cuidar los árboles traídos para la celebración del dominio sobre Filipinas, que en diez años dejaría de estar bajo su poder. Plantas exóticas, colonias y conmemoraciones, tres deseos extravagantes, se desvanecieron.
Queda el espejismo de un palacete transparente. Bunga, lo ocupa y lo anula: la crujía hecha de restos de cajas ensambladas con cinta de embalaje bloquea la vista que se alza para recorrer su gran altura, topándose con el techo de vidrio. El invernadero se ha convertido en una especie de gran jaula que, sin embargo, no va a conseguir detener el deterioro de las paredes que el artista ha levantado, esta vez cubiertas de barro y hojarasca del Retiro.
Hay otro tiempo, otro lugar y otra historia que sustentan esta estrategia de construir con lo que se va a destruir dentro de estructuras resultado de ideologías hegemónicas, que dicen construir, pero que sin embargo están destruyendo. Esta vez fueron los impulsos coloniales portugueses que además afectaron directamente a su familia: exiliados angoleños que fueron reubicados en casas precarias. Como la Modernidad, ya eran ruinas antes de finalizarse, señala el filósofo Bruno Latour, que nos habla más que de una época, de una ideología que sustenta sistemas que arruinan territorios y pueblos, y, después se deshacen de los cascotes.
Hay una larga cola para visitar la instalación, como la tuvo la de Petrit Halilaj, otro artista criado como refugiado. Ambas exposiciones se han planteado como grandes escenografías. Quizá sea esta teatralidad la que haga conectar con los visitantes. Solo queda saber si el ejercicio deja un poso cuando cae el telón, no vaya a ser que el asombro sea debido a una misma inercia, la de que el espectáculo debe continuar.