Desde sus primeras novelas, hace ya un cuarto de siglo, Juana Salabert (París, 1962) ha venido tratando graves asuntos de nuestra naturaleza. No le interesan cuestiones livianas y ha reincidido en el miedo, el dolor, el odio, la marginación social, la guerra o el fascismo. Es una escritora de aliento trágico a quien atraen la etiología y las manifestaciones del mal. El mal vuelve a ocuparle en Atentado, y ello de la forma tan absorbente y única como lo anuncia un título llamativamente escueto, con pura función denotativa y sin que quepa en él ni ambigüedad ni símbolo.

El atentado de ese rótulo lacónico ocurre en una ciudad norteña imaginaria llamada Finis que ya aparece en otras novelas de Salabert. La recreación del crimen es heredera de los relatos del horror surgidos del 11M, la matanza en Niza de 2016, Bataclán o las Ramblas barcelonesas. Salabert diseña su propia matanza fundamentalista escogiendo datos de esos terribles episodios. Los turistas callejean por la histórica Finis una mañana veraniega.

De repente salta la tragedia: un atropello intencionado, varios apuñalamientos en la plaza mayor, toma de rehenes que los terroristas encierran en el teatro y, al fin, asalto del coliseo por los GEO. La espiral violenta dura apenas media hora y la novela la refiere como un reportaje en tiempo real que produce un efecto de dinamismo.

Atentado

Juana Salabert

Alianza, 2022. 216 páginas. 16,95 €

La tragedia requiere el protagonismo colectivo que monta Salabert. Un papel necesario desempeñan los yihadistas para mostrar la irracionalidad y el fanatismo, también para alegar cómo en ese medio hay personas libres de la intolerancia religiosa. Pero Atentado es más la novela de las víctimas que de los terroristas.



Aquí la autora despliega un abanico de personajes con el propósito de ofrecer un retrato humano variado, por edad, por nacionalidad, por diversas condiciones: encontramos un quiosquero, una policía, a una egipcia afincada en Nueva York, una guía turística…



Salabert tiene cuidado de dotar de singularidad a algunos de estos casos para que la novela no se limite a tipos corrientes. Ocurre con el quiosquero, un chaval en el paro que tiene la mala suerte de estar sustituyendo al titular, que se ha ido de vacaciones. O con la guía turística, que afronta su primer día de trabajo en esta insospechable circunstancia.



La autora presta, por otra parte, gran atención a la sombría intensidad mental en que los protagonistas viven ese corto espacio de tiempo. Este intimismo psicologista constituye uno de los mejores aciertos del libro ya que permite reproducir la dimensión humana de un atentado. Esas cavilaciones torturadas facilitan que la historia anterior de los personajes se reconstruya con pinceladas sencillas pero intensas. Algo que se manifiesta bien mediante un sinuoso monólogo interior que se incorpora al relato en letra cursiva.

Salabert reproduce la dimensión humana de un ataque terrorista, uno de los mejores aciertos del libro

Esta conflictividad anímica encierra además algo muy notable. En ella, el doloroso juego entre presente y pasado se inserta dentro de una experiencia única. Se trata de algo que constituye, de alguna manera, el motor último de la obra: la vivencia exasperante de que aquello que a uno le sucede pueda ser lo último que le ocurra en la vida.

Peculiaridad de esta ágil crónica de un atentado es que no participa del puro catastrofismo común en estos relatos. Al revés, Salabert contrapone la dignidad y altruismo de las víctimas al horror y la barbarie y, en última instancia, celebra que existan instintos humanos positivos. Por eso la novela concluye con un mensaje afirmativo: una rehén tiene una poética visión en la que identifica “el júbilo y la belleza del mundo”.

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