Hacía más de veinte años que no veía a José María Vitier en concierto de piano. En el Instituto Cervantes de París, hace unos días, pude abrazarlo y asistir a Tarde en La Habana, que así se titulaba el concierto que dio en la capital de Francia. Lo conocía de Cuba y de los tiempos de oro de la SGAE, bajo la dirección de mi amigo Teddy Bautista, que sigue esperando, después de diez años, un juicio en el que no van a encontrar nada porque nunca hubo nada. Es un tipo afable, como su hermano Sergio, como sus padres, como toda su familia. A Vitier le cabe Cuba dentro de un piano, desde Lecuona, a quien profesa un inmenso respeto, hasta sus propias creaciones o recreaciones musicales.
Hace ya más de veinticinco años conocí en La Habana a quienes eran los restos del tiempo de Orígenes, la mítica revista de Lezama Lima y José Rodríguez Feo: el matrimonio Vitier, Cintio, el poeta, y Fina García Marruz, la poeta, la ensayista, la hacedora de la familia. Después conocí a sus hijos, Sergio, músico y compositor, y José María, más locuaz y divertido que ninguno. En París, Vitier terminó su concierto con un homenaje a sí mismo: la música de piano de Fresa y chocolate, la película de Titón Gutiérrez Alea que Fidel Castro quería secuestrar nada más enterarse del asunto de la película. La salvó, como casi siempre en el cine cubano, Alfredo Guevara, que acabó diciendo en una última entrevista que no había valido la pena hacer nada de la Revolución porque el pueblo cubano no estaba a su altura.
Vuelvo a los Vitier. En los tiempos en que hice para TVE el programa Los Libros, le pedí a Elíades Acosta, entonces director de la Biblioteca Nacional José Martí, que nos permitiera grabar un programa en el interior de aquel recuento sacral con Cintio y Fina. Las buenas maneras y la gran educación florentina de Acosta hicieron el resto y pudimos celebrar la grabación y hacer el programa en el tiempo previsto. Antes de eso, yo era ya amigo y lector de los libros de Cintio y de Fina, católicos que sufrieron un tremendo desprecio en los tiempos más caprichosos de la Revolución Cubana, ya camino del fracaso y sin rumbo fijo. En algunas de mis tardes en La Habana, nos íbamos Cintio y Fina, y Saso Blanco y yo, a sentarnos en los mullidos sillones sin micrófonos del lobby del Hotel Cohíba. A Cintio le gustaba beber un poco de ron y Fina tomaba té, pero lo que más le gustaba al poeta era el regalo único que él sabía que yo le tenía reservado en cada uno de nuestros encuentros habladores: una caja de tabacos de Partagas del 4, que eran los que más le gustaban. Hablaba de Lezama largo tiempo, como si lo estuviera viendo, y Fina afirmaba y de vez en cuando matizaba algún detalle del episodio que su marido me estaba contando. Fueron ratos muy agradables, que yo no olvido ni en el archivo de mi memoria ni en mis recuerdos escritos y aún inéditos.
Piensen que yo había conocido a Rodríguez Feo, pero no a Lezama ni a Virgilio Piñera; que había conocido a Gastón Baquero, y había hablado en Madrid muchas veces con él; piensen que el grupo "Orígenes" era la cumbre de la literatura cubana en un tiempo en el que la literatura cubana era cumbre en el concierto de las literaturas de lengua española; piensen que esa lengua, la española, el grupo de "Orígenes" la respetó hasta el grado de hacer de ella un interpretación insular, una exégesis americana, una expresión única en el tiempo y en el espacio.
Recuerdo la tarde en la que le conté a Cintio Vitier y a Fina García Marruz la sensación asombrosa y la tremenda emoción que sentí al tener en mis manos, en un recinto de la Biblioteca José Martí, los originales de algunos capítulos de Paradiso, escritor con una diminuta aunque clara letra en tinta verde. Le confesé a los poetas cubanos mi terrible tentación de robar algunas de las páginas de aquel tesoro lezamiano. No me atreví o a lo mejor no quise, e hice bien al obrar así: casi creo que es mejor recordar el fetiche en mis manos durante media hora que tenerlo en mi casa en medio de tantos libros y documentos.
En París, el día de Tarde en La Habana, el auditorio del Cervantes estaba completamente lleno. La policía francesa había ido aquella mañana al centro español a advertir que no iba a permitir ni una persona más de lo que el aforo oficial estaba autorizado. No pasó nada, todo fue piano, música, emoción, aplauso. Y memoria: mientras José María Vitier desgranaba las notas de cada una de las piezas del concierto, yo, perdido en mi memoria habanera, me acordaba de sus padres y del día en que tuve en mis manos algunos capítulos del original lezamiano de Paradiso.