Sin haberlo conocido nunca, con Luis, el borgiano de Petit Thouars a quien, junto a Abelardo Oquendo, Vargas Llosa dedicó Conversación en La Catedral, me une una gran amistad literaria. No sólo porque he aprendido mucho en la lectura de sus ensayos, finos, profundos, de una delicadeza de escritura difícil de imaginar, y en la de sus relatos, que son una maravilla de destreza limpia y respeto por la propia escritura: cuidados, borgianos desde luego, y llenos de epifanías. Tengo a la mano, tras mi regreso de Venezuela hace unas horas, la edición de Editorial Universitaria, de la Universidad Ricardo Palma, Lima, una publicación en dos tomos del año 2000 que trataba, y lo consiguió, de darnos una idea completa de quién es este escritor casi secreto, y por tanto muy bien discreto toda su vida y hasta su muerte, acaecida la semana pasada en París, donde vivió casi todo el tiempo en que se convirtió en uno de los lectores más asombrosos que he conocido. En el fondo, Lucho Loayza era un descubridor de detalles, de esos detalles que permanecen ocultos para la inmensa mayoría de los lectores, pero que para unos pocos elegidos son el pan de cada día. Del descubrimiento de los detalles arranca toda una sabiduría distintiva, y distinta a las demás, en ciertos escritores llamados a la discreción pero salvados para siempre por la gloria de sus lectores. Detalles, benditos detalles, decía Nabokov. Soy más, mucho más por lo que he leído que por lo que he escrito, confirmaba Borges. El borgiano de Petit Thouars vivió toda la vida a la sombra de las lecturas, de sus lecturas, escribiendo con sumo respeto cada una de las palabras que fueron, al final y todas juntas, una obra que se leerá en el futuro como uno de los descubrimientos que él mismo hizo.
Un día del año 1970, José Ángel Valente me envió a Canarias, por correo y desde Ginebra, una fotocopia de un relato de un escritor que yo sólo conocía por la dedicatoria que Vargas Llosa en Conversación..., y porque el propio Vargas Llosa contaba en algunos de sus artículos su amistad con Oquendo y con Loayza, con quienes había emprendido una aventura literaria casi juvenil, Cuadernos de Literatura, una revista refinada y exclusiva de la que salieron a la luz, en la Lima gris de donde estos guerrilleros de la literatura querían escapar y venirse a Europa, cuatro números. El cuento que Valente me envió para que lo publicara en Inventarios Provisionales, se titula "El avaro", una pieza extraordinaria, por supuesto borgiano, ahí está la vaina y la huella, escrita con una perfección exacta y con, al menos en apariencia, una serenidad intelectual envidiable. El autor se llamaba Luis Loayza. Lo publicamos inmediatamente, lo llevamos a la Imprenta Lezcano, lo hicimos componer e imprimir en la imprenta del poeta Pedro Lezcano y, cuando ya estaba el libro terminado, le envié a Barcelona uno de los primeros ejemplares a Mario Vargas Llosa. Ese fue el principio de una larga y fructífera amistad mía con el Premio Nobel. Corría 1970, ya lo he dicho, y estamos en el 2017.
La amistad es como el vino, dulce cuanto más añeja, una conducta pareja hace a los buenos amigos: eso dice Buenaventura Luna, por lo menos. Vargas Llosa me respondió a golpe de carta por correo. Decía que la edición de "El avaro" lo había emocionado, porque le recordaba aquellos días grises de Lima en la que aquella aventura juvenil literaria fue el arranque de la marcha de Loayza y de él mismo a Europa. Abelardo Oquendo permanece en Lima y yo lo veo, cuando voy a la ciudad de los Reyes, paseando con su mujer lentamente, porque vive a muy pocas cuadras del hotel en que siempre me hospedo, en la Avenida de La Paz.
Las cartas de Vargas Llosa, a la que me refiero hoy y todas las demás, "se perdieron" en el turbión de mi divorcio de Tinka Núñez de Villavicencio Soto, la madre de mis hijos, hace ya más de treinta años, y no volvieron a aparecer. Ni las de Mario, ni las de Fuentes, García Márquez, Lezama, Cortázar, Paz, Sarduy, Edwards, Cabrera Infante, Delibes, Cela, Celso Emilio Ferreiro y tantos otros con los que tuve una correspondencia literaria de las buenas. Esa pérdida ha representado para mí una catástrofe intelectual, y sin embargo espero que "aparezcan" en el futuro más o menos mediato. De momento hay copia de las de Mario en sus archivos de la Universidad de Princeton, donde pueden ser consultadas debidamente. ¿Qué más de Luis Loayza? Después, uno o dos años después de publicar nosotros en Inventarios su relato "El avaro", le pedí una de sus novelas, Una piel de serpiente e hicimos una edición desastrosa, la peor que hice en mi vida de editor, un pecado de sacrilegio intelectual y estético del que me he arrepentido toda mi vida sin que yo mismo me haya perdonado el grave error. Pero ahora, con Loayza ya en mejor vida, recuerdo estos capítulos de mi memoria, de mis recuerdos, como si fueran de ayer mismo, el día que regresé de Venezuela, de cuyo viaje ya les contaré mis impresiones en una futura intemperie.