El lenguaje utilizado por los políticos en los últimos tiempos, sobre todo en España, se ha vuelto una jerga de barrio bajo cuya semántica final es el insulto. Unas veces unos y otras veces otros, y todos a la vez muchas veces, han conseguido imantar e hipnotizar el lenguaje de los medios informativos, inflamados también por ese monstruo gorgónico que es la ideología totalitaria. Otras veces los otros contra los unos llenan de apelativos detestables la lengua cortés con que debíamos comunicarnos amablemente. Y, entre todos, pero unos más que otros; entre la corrección política que llega a la cursilería más sublime, e incluso a no decir nada de lo que sospechamos que se quiere decir; la censura y la autocensura que parecen volver de manera natural a nuestra respiración más libre, que debe ser el lenguaje, y, finalmente, la hosca posesión de una manera lenguaraz de comportarse hace que este teatro de la vida que llamamos cotidianidad esté enferma de disparates continuos y de una total falta de sentido común.
El bosque oscuro en el que nos hemos metido, como si fuéramos niños jugando en un patio de colegio, es un territorio tan vergonzoso que ya pocos recordamos lo que son nuestros principios estéticos que, en el fondo y en la forma, tocan de frente con nuestros principios éticos. Sin capacidad para esbozar el más mínimo pensamiento abstracto nos metemos de lleno en otro "estatuto" cotidiano y terrible: el pensamiento absurdo. Es decir, un pensamiento que, en definitiva, no es pensamiento, aunque en principio lo parezca. Dicen los políticos tanta cantidad de disparates que su pensamiento resulta absurdo porque no se pueden esgrimir las tonterías del lenguaje político actual sin decir antes que ese mismo lenguaje está vacío de una elemental semántica y se desmeranga en las estupideces y los insultos con los que los lenguaraces torpedean la existencia de nuestra respiración cotidiana.
¿Qué hacer entre tantas banderas, incluida la mía, que es la constitucional? El otro día, en la tertulia del Café Gijón de los lunes, en el mismo territorio que hoy estoy escribiendo este comentario que no me parece excesivo, dadas sobre todo las condiciones a las y en las que estamos sobreviviendo asombrados, embobados, abobados o hipnotizados hasta la ignorancia por la ignorancia del lenguaje político y mediático; el otro día, digo, dije que yo pertenecía desde hace mucho tiempo a la tercera España, esa vía que me gustaría de una vez que se asumiera por la mayoría, por un lado y por otro, en lugar de poner a largar a los lenguaraces que no hacen otra cosa que embarrar el campo de juego. Esa tercera España, en una pelea de hermanos, suele exiliarse en París, cuando no espera más que a que la exilien las otras dos Españas capaces por los siglos de despedazarse y destrozarse hasta la eliminación total de quienes no piensan como una o como otra. Sí, es cuestión de educación. Tengo un amigo cercano al que hace un par de años le mataron a golpes a su hijo de 19 años. Fue a la salida de un bar de copas, ya en la madrugada, cuando dos o tres matones lo insultaron y lo golpearon hasta la muerte. En caliente todo el suceso y dándole una lección ética a nuestra sociedad, mi amigo hizo unas declaraciones que, por lo inteligentes, sorprendieron en todos los ámbitos. "Nadie en particular tiene la culpa", dijo, "la verdadera responsabilidad está en la falta de educación". Exacto: la educación y el ámbito salvaje que crea indefectiblemente su ausencia. No hace falta traer ahora, para dar clases de erudición, a los cientos de pensadores e intelectuales de altura y autoridad de todo tipo, y gente de bien, que dice lo mismo que estamos sosteniendo. Si hay que intervenir en la sociedad por el degradante estado de las cosas, por la falta de respeto, por el terrible triunfo de los lenguaraces, por el abandono de un lenguaje cotidiano que nos tranquiliza a todos; si hay que intervenir por todo eso, y si hay que invertir en todo eso para salir del barranco podrido en el estamos ahora, hay que invertir en tres cosas, y no seré yo el que me cansaré de repetirlo: educación, educación y educación.
Sí, mírenlo de otra manera: los países más ricos son los más cultos; los países más cultos con los más educados; y los más educados son los más ricos. Estamos donde estamos porque el tiempo de nuestra historia fue un tiempo secuestrado, más de dos siglos, por la incultura, el analfabetismo y el totalitarismo. Estamos donde estamos porque hemos perdido mucho tiempo en estupideces que terminan tirando la actualidad de la nada que ahora nos habita e hipnotiza. Estamos donde estamos y somos como somos con harto horror de los que militamos ciudadanamente en la tercera España, todavía esperanzados, todavía con fe, una luz pequeña, pero fuerte, que a veces agoniza en la boca de los lenguaraces y otras veces ilumina con su llamita educada a quienes todavía creemos en la vida, en la fe y en la libertad.