Siempre que voy a París, el peregrinaje a Notre Dame se vuelve una necesidad intelectual. Un viaje al reencuentro con un país que he hecho mío desde hace muchos años: por su historia y por su literatura. Me siento en una de las terrazas de la rive gauche y, desde ahí, en la comodidad del anonimato pienso en Notre Dame, en sus leyendas, en la novela de Víctor Hugo y en Francia. Pienso en Miranda y en Napoleón, pienso en aquella revolución que cambió el mundo, pienso en Notre Dame. El lunes pasado, mientras empezaba a anochecer en París, ardió Notre Dame y volvió a salir a flote su leyenda y, desde París, crecieron nuevas leyendas, discursos encontrados, relatos fascinantes creados por el hombre del pueblo, por los testigos de la catástrofe y por quienes dicen haber sido testigos de la misma.
Leí la novela de Hugo en una semana de vacaciones durante mi segundo año de carrera. La leí en una traducción española que no era del todo mala. La leí con devoción y placer, entre griegos y latinas, y aquella lectura me pareció, y al paso del tiempo de los muchos años me lo sigue pareciendo, luminosa porque la novela era todavía más luminosa que mi propia lectura. Descubrí a Hugo en esta novela y volví a leer Notre Dame años después de acabar mi carrera de Clásicas en Madrid, durante un largo periodo de pereza que fue un regalo en mi vida (lecturas y lecturas de tochos, desde Guerra y paz hasta Doctor Zhivago y El Don apacible), pero desde que la novela cayó en mis manos me di cuenta del gran secreto del texto: el amor imposible de la Bella y la Bestia, de la gloria y el adeheséis en un escenario colosal y desde entonces insustituible. En tiempos de Hugo corrió el rumor de que había que derruir ese inmenso monumento gótico porque estaba enfermo y el peligro de derrumbe podía ser inminente. Hugo escribió la novela y, según otra leyenda urbana de gran fortuna, salvó la destrucción de la Catedral de París, un lugar por donde ha pasado toda la historia de Francia y una gran parte de nuestra historia común europea. Sea todo eso verdad o no, lo que queda en la historia es la leyenda y Hugo pasó a ser con su novela la leyenda él mismo de una memoria religiosa y, sorprendentemente, laica, todo cuanto encerraba de cuentos populares y de mitología un monumento ya insalvable para la historia.
La novela de Hugo pasó a ser una novela muy popular y muy leída en todas las lenguas cultas del mundo, mientras, en el paralelo del tiempo, la Catedral de Notre Dame seguía siendo el lugar del secreto católico y el centro de la Citè de París, respetado por todos los franceses. Cuando llegó el turismo con su voz y presencia arrasadoras, Notre Dame fue un icono y una postal legendaria de París, de modo que París y Notre Dame eran una misma identificación, un mismo recuerdo, una misma memoria.
Desde una terraza de un café de París, en la rive gauche, me recuerdo sentado junto a Jorge Semprún, parisino español irredento, hablando de lo que sucedió ahí mismo, en la Place Saint Michel, en 1968. ¿Era otro intento de Revolución, fue un momento tan crítico en la historia de Francia como se dijo y nos creímos, y tal vez lo sigamos creyendo, la gente de aquella generación, que cometió el gran disparate de convertir a un asesino asmático, el llamado Che Guevara, en un mito de la justicia y la ley a la que aspirábamos en el mundo contemporáneo?
Desde esa misma terraza de la rive gauche de París, me pienso ahora mientras escribo esta crónica en mi estudio de Madrid. Me pienso y me veo ahora mismo en esa misma terraza observando con horror la catástrofe (que ya comienza a tener intérpretes populares, por qué paso, por qué tenía que pasar, por qué había tardado tanto tiempo en pasar), y veo invisibles bailando en el aire a Esmeralda y Quasimodo mientras escapan entre gárgolas y silencios por los techos y sótanos laberínticos de Notre Dame, la tierra quemada de París y la historia de Francia. Los veo a los dos huyendo de la turbamulta, saltando Quasimodo como el atleta fracasado que era y a la gitana Esmeralda, seductora, bailarina del mundo para todo la eternidad. Ahí los veo, veo sus sombras y sus carreras perseguidos los dos, la Bella y la Bestia, por el poder de la masa que los ha condenado a muerte. Corren, corren y corren hasta que llegan a la eternidad de un laberinto donde, agotados, ya nadie puede detenerlos y matarlos, ni aunque quemen Notre Dame. Así fue, así encontraron esos dos cuerpos en la leyenda de Hugo muchos años más tarde: fuertemente abrazados los dos. Cuando intentaron separarlos, se hicieron polvo del polvo en aquel sótano secreto. Sólo una palabra en griego clásico apareció en la superficie de la arena: necesidad, destino.