En estos días de otoño, sombríos y llenos de incertidumbre, he vuelto a leer páginas de El laberinto español. El viejo Gerald Brenan nos quería. Y buscaba entendernos con la reflexión más profunda, sabiendo que ni siquiera nosotros, los españoles, nos entendíamos. "Con los comunistas hasta el abismo, pero ni un centímetro más allá", afirmaba Bergamín con el ácido sarcasmo que caracterizaba su pensamiento. "España podría estar ya al borde del caos", avisa por segunda vez Slavenka Drakulic, cronista croata de la terrible guerra de los Balcanes. ¿España como Yugoslavia? Hace casi un siglo, Ortega y Gasset lo advirtió con claridad y certeza: convivir con el problema de Cataluña iba a ser difícil y resolver el problema mucho más. La misma Drakulic añade que "el virus del nacionalismo ha despertado en España". Por ahí, podemos caer en el abismo. Nosotros, los españoles, embabiecados con los folklores locales, apasionados de nuestra "chiquititez", provincianos y paletos: hacia el abismo en un constante monólogo interior que, con exceso de pasión y carencia de inteligencia (como dice Emilio Lledó), nos ha llevado a este lado del laberinto del que no podemos zafarnos. Y seguimos en el juego, el peligroso juego político de la pertenencia al territorio, donde no sabemos si nosotros somos el territorio o el territorio es nuestro. En estas condiciones, es Drakulic quien distingue el nacionalismo del patriotismo. El nacionalismo es totalitario y necesita, sobre y ante todo, un enemigo a quien poder acusarlo de todo lo que es precisamente el nacionalismo; el patriotismo es un sentimiento de cariño, de cercanía y complicidad. No termina de convencerme esa distinción, porque en la realidad los nacionalistas distinguen primero que nada quiénes son patriotas y quiénes no lo somos tanto o no lo somos nada. También es difícil hoy en día, y no sé si lo fue ayer, distinguir entre la simple y hermosa condición de ciudadano y la de patriota, que viene de patria, que a su vez puede ser un invento, una entelequia, una bandera de conveniencia o un juego macabro de sangre y muerte.
El nacionalismo, pues, otra vez en ristre. Me refiero no sólo a los nacionalismos a la intemperie, a flor de piel o encubiertos en cánticos patrióticos y festivos, no es más que la máscara contemporánea del tribalismo. De ahí venimos con todas las consecuencias, según Darwin: del mono y su tribu. Un mono que hace valer su poder sobre las otras tribus y razas a sangre y fuego; un mono criminal, caníbal, soberbio, un mono alfa que se alza y subleva sobre los demás y los aplasta: un mono perverso, curioso, asesino y ladrón. De ahí venimos y la civilización a la que hemos llegado no ha sido suficiente para contener el salvajismo del mono que llevamos dentro, el mismo que ha saltado del tribalismo al nacionalismo, una máscara como otra cualquiera para disimular sus verdaderas intenciones, sus orígenes y sus motivos. Hannah Arendt los explicó en El origen de los totalitarismos: ahí está el mono escondido, jugando durante siglos a la muerte y a la guerra para construir la patria, la nación, siempre y antes que todo lo demás, incluso y sobre todo antes que el ciudadano. A eso se reduce el todo y el totalitarismo del mono curioso: un largo itinerario secular mirándose al ombligo donde se refleja la tierra prometida, la tierra sagrada, la madre tierra (que es dos veces madre y tierra).
"El nacionalismo, esa manía de primates", afirmaba Borges, argentino total y hasta la muerte y, sin embargo, libre de esos costes nacionalistas de los que incluso escribió, el criollismo, la Pampa, el argentinismo, el lunfardo, el tango y todo lo demás. Ninguna de esas cosas lo hicieron menos argentino ni más patriota y, finalmente, hizo mutis por el foro y se fue a morir en Ginebra, Suiza, un lugar del que había dicho que era el mejor para vivir.
España ante el recuerdo de la historia de los Balcanes. No nos olvidemos de que los europeos miramos la guerra de Yugoslavia como si estuviera sucediendo en otro mundo, cuando en realidad estaba a las puertas y en el espejo de nuestra vida cotidiana. Razas que se creyeron que lo son; religiones que se creyeron cada una que eran las verdaderas; rabias y odios de siglos, contenidos gracias al autoritarismo del Tito más o menos soviético: al final, la guerra, las tribus creyéndose naciones, repartiéndose el odio, la muerte, por el derecho de la diferencia absoluta. Cuídate España de tus otras Españitas, decimos hoy parafraseando al poeta en estos días otoñales llenos de sombría incertidumbre, tal vez antesala del hundimiento definitivo del Titanic que siempre hemos sido desde hace más de tres siglos. Dicen que Churchill dijo alguna vez que España era un país indestructible porque durante siglos sus gobernantes han tratado de hundirlo y todavía no lo han conseguido. Hoy, sin embargo, el primate que se esconde en el nacionalismo campa por sus respetos. Ya tenemos en ristre lo que se llaman nacionalismos periféricos; ahora llega, triunfante, creciente, enloquecido de pasión y poca inteligencia, el nacionalismo español, aquel mismo que los ciudadanos ingenuos creíamos que había desaparecido.