En los primeros días de marzo pasado, vi por televisión el programa Cuarto Milenio, dirigido por Iker Jiménez. Uno de los invitados, Pablo Fuente, empresario que vivía en China, describió el horror que se estaba viviendo en aquel país con el virus que andaba suelto. Describió ese horror y predijo, además, que nos ocurriría lo mismo, que es lo mismo que lo que nos está sucediendo ahora. Clamó por que se tomaran medidas inmediatamente. Describió además la falta de higiene que había en los mercados chinos, y yo recordé entonces que en un viaje que hice a China, a Pekín, hace unos años, me llevaron a un mercado de alimentación por pura curiosidad antropológica e intelectual. No pude pasar de cinco o seis metros, una vez dentro del recinto que, sin embargo, estaba casi todo al descubierto, a la intemperie, a cielo abierto: el olor a carne podrida me tumbó para atrás. Desistí de entrar y regresé al hotel. Ese recuerdo me trajo otro de un viaje a Tailandia, hace ya muchos años, donde me pasó lo mismo en un mercado de su capital. Mi amigo y hermano Juan Capote, que viaja a China con cierta frecuencia me afirmó, cuando se lo conté en la isla de La Palma exactamente el 7 de marzo pasado, que en el interior de China los mercados son tan limpios como puedan serlo los nuestros. Capote dice la verdad, pero en los atiborrados mercados de las grandes ciudades chinas, y de otros países asiáticos y africanos, la higiene no existe y cualquier bicho malo puede pulular de murciélago a pangolín y de pangolín al mundo. Tal vez eso fue lo que ocurrió hace unos meses, cuando empezó todo este desastre irreversible. Pero recuerdo bien que un invitado a un programa de televisión, que acabo de citar arriba, no sólo recomendando urgentes medidas de seguridad ante la avalancha que se nos venía encima. En fin, era un programa de televisión y nada más. Y nadie tuve el lujo y la lucidez de hacerle caso.

Desde que empezó este confinamiento, se me han quitado mucho mis ganas de escribir. Escribo a diario, un par de horas, o tres a lo más, pero ahora no tengo tensión mental ni abstracción suficiente para meterme en otro mundo, el de la ficción, porque, me temo, que la realidad está dándonos mucha más materia para la ficción que viene que la que nosotros, con nuestra imaginación, podamos crear en la soledad del confinamiento doméstico. El cine, el teatro, la literatura, la plástica, la creación humana, se ha encargado siempre de rascar en el futuro incierto y descubrir en él algunas cosas que luego hemos vivido desde hace un tiempo, desde el terrorismo islámico hasta esta crisis mundial del coronavirus. En fin, son películas, novelas, delirios de poeta, cuadros de pintores casi siempre locos. ¿Para qué vamos a hacer caso de esos visionarios alarmistas cuando ya tenemos a nuestros ídolos y nuestros becerros de oro corriendo detrás de una pelotita y adorados por millones de ignorantes, para qué si tenemos cantantes que nos alegran y nos hacen felices con sus canciones a las que asisten multitudes fanáticas? ¿Para qué pagar al ejército de la decencia que se pasa la vida investigando en laboratorios también mal pagados para encontrar las vacunas que nos libren de las enfermedades, para qué pagar médicos de la sanidad pública, o de la privada, para qué sanitarios a los que en un hospital en tiempos normales ni los mirábamos y ahora los sentimos como lo que demuestran ser, ángeles, héroes, seres como nosotros que sin embargo parecen gigantes en su esfuerzo por estar en esta guerra y en primera fila, salvando vidas, dando esperanzas?

Alain Touraine acaba de declararlo: cuando salgamos de aquí, salgamos como salgamos, los sanitarios serán desde entonces mirados, aplaudidos y admirados como ángeles de salvación. Emilio Lledó acaba de repetirlo una vez más: ojalá esta terrible espada de Damocles sirva para que salgamos de la caverna de una vez, para que elijamos con claridad la lucidez de la civilización y no la fácil y asesina barbarie en la que estábamos metidos. Dos sabios han hablado, en medio de un montón de charlatanes de oficio y beneficio que escriben y hablan como loros domésticos explicándonos lo que ni saben ni pueden saber. Así es la Humanidad: un desastre en sí misma, un error, un virus, un lobo el hombre para el hombre.

Acabo de leer estos días el testimonio personal de Jaime Rodríguez Z., titulado El miedo en tiempos de coronavirus (Crónica sin aire desde un hospital de Madrid). En ese texto impresionante y espléndido, Rodríguez nos cuenta su experiencia durante una semana en la que fue sometido por el virus y su vida en el hospital, rodeado de unas ancianitas a las que él mismo, enfermo del virus, tuvo que ayudar porque se caían de las sillas, agotadas, esquilmadas sus últimas fuerzas por la maldad del bicho. Emocionante y definitivo. En fin, esto es parte del confinamiento: leer, releer, encontrarme conmigo mismo sabiendo y sintiéndome todavía un privilegiado.