Lo que viene a decir Albert Camus en La peste es algo que no se puede negar: en los peores momentos de su existencia, el ser humano saca de dentro lo peor de sus ancestros primarios, las tinieblas se hacen cargo de su corazón y suceden las cosas más terribles de imaginar. No sé si eso es lo que está pasando ahora en todo el mundo por el bicho asesino que nos inunda los pulmones, pero tampoco dudo mucho de que, en el exterior de nosotros mismos, los episodios pavorosos que no conocemos todavía estén ocurriendo al lado mismo de donde respiramos. Utilizó como título de este reflexión personal el de la novela de Elena Garro, Los recuerdos del porvenir (Alfaguara), que he comenzado a leer con placer rulfiano, como si me paseara una vez más por Comala, a veces despierta, otras veces dormida y desierta, llena de sombras fantasmales que responden a ecos de un pasado que se dibuja en el porvenir.
En las redes sociales, el ser humano de hoy le da la razón al Camus de La peste. Esas redes son la clara radiografía de lo que somos, unos más y otros menos. Ahí está el método: no hace falta el psiquiatra para que se delate el psicópata que cada uno lleva dentro, escondido en el fondo de un archivo maligno que sale de las alcantarillas del alma cada vez que se lo permitimos. Todo el mundo se ha puesto a vender su "producto", dicen que con la intención de aliviar la soledad ansiosa del confinamiento; todo escritor que se precie de serlo, pero sobre todo aquellos que saben que no lo son y creen que los demás no lo sabemos, trata de vender su librito, sus "productos" literarios, pero para que veamos qué son gente sana nos regalan sus textos durante horas, días o semanas. La enfermiza necesidad de visibilidad los hace perder el sentido de su propias obscenidad, se enloquecen de vanidad con sus poemas entre tragos al populacho de las redes, se creen protagonistas de sus propias vidas, terminan por pensar que, en efecto, son escritores y que su "obra es muy importante". Memento mori, y ni un paso más. Fernando Savater ha vuelto a dar en el clavo en una entrevista dentro ya del tiempo del bicho: un país que no piensa sino en el PIB (Producto Interior Bruto) tendrá más pronto que tarde un producto interior cada vez más bruto. Habla de las élites políticas y económicas de España, maltratado país eterno al que no ha podido destruir el tiempo y sus propias gentes, sus propios dirigentes, por mucho que lo hayan intentado. Lo dice Savater por el poco interés que para el gobierno y la política tiene el mundo y la industria cultural, que viaja siempre en el furgón de cola, pendientes siempre sus sueños colgados de los recuerdos del porvenir, una cosa siempre inasible que se pierde con los años en la memoria y que regresa a nosotros cuando ya no hay manera de llevarlos a cabo. Los sueños de la razón producen monstruos: el producto interior cada vez más bruto en España, y en todo el mundo.
Expreso una vez más mi escepticismo por el tiempo que nos va a tocar vivir en el porvenir incierto e inmediato: puede ser de cualquier manera, pero difícilmente será tan fastuoso y satisfactorio como era todo hace tan solo un par de meses.
Cabalgamos sobre un tigre huyendo de un maldito bicho al que no sentimos llegar, un animal asesino que se hace con las ganas y las perezas del cuerpo humano hasta que acaba por matarlo: un garrote vil inesperado y rotundo. Expreso mi escepticismo para ese futuro inmediato al que imagino como un recuerdo que no se parece nada a lo que los gurús de la economía, dados con frecuencia al error más grave y a alimentar nuestros sueños de felicidad con monstruos de la razón, nos venden por las emisoras de radio, los canales de la televisión y el resto de los medios informativos. Se ha llenado nuestro vacío y frívolo mundo de charlatanes insoportables y execrables que tratan de colocarnos su "producto", desde el poema a la novelita, desde el proyecto más loco a las teorías conspiranoides, para que los tengamos en cuentas en el futuro. ¿Y los políticos? Ah, ellos también: aprovechan la cosecha de dolor y muerte para lo que nos regalaba Camus en La peste como si fueran recuerdos del porvenir, de ese pueblo global en el que, como se atribuye a Umberto Eco, los imbéciles e indocumentados tienen el derecho a torcer la voluntad del mundo, el derecho a hablar cada uno desde su propia cátedra, adquirida ante el espejo mediocre y doméstico en el que nos miramos para vernos y vendernos mejor que los demás. Sí, expreso mi escepticismo para ese futuro, esa luz al final del túnel de la que todo el mundo habla con una propiedad asombrosa. En el fondo, disimulo mi asco: una suerte de tedio que me aísla del común de la estupidez y me mantiene inmune, a la intemperie, cara al viento como siempre.