En guerra con este virus sin vacuna, fabricamos la incertidumbre de nuestro futuro sobre héroes y tumbas, siguiendo el título de la novela de Ernesto Sabato. De repente, el miedo nos llevó a confinamiento, a vernos débiles ante el peligro desconocido, a sentirnos frágiles frente al frío caminar del virus dentro de nosotros. Entonces, también de repente, descubrimos que a nuestro lado había (hay, siempre lo hubo) un ejército decente de nuestra propia especie que trabajaba por la supervivencia de todos. Se acabaron las grandes heroicidades de los deportistas de élite, los récords de venta de letrillas y canciones que ahogasen el mercado y nuestra atención. Se terminaron las hazañas bélicas y sexuales de cientos de miles de vanidosos que llenaban los papeles, los periódicos, las imágenes, que llenaban las palabras de las emisoras de radio en palabras de admiración. Se liquidaron los falsos sueños de la libertad absoluta y comenzamos a ver un horizonte negro hasta poner de moda una frase vacía, aunque metáfora de esperanza, "la luz al final del túnel", cuando todavía no se veía la más mínima luz y el túnel se demostraba intransitable. Enviamos a ese ejército de la decencia que siempre había estado a luchar contra el enemigo invisible sin armas adecuadas y ni siquiera con los uniformes que les eran necesarios para no caer en la primera línea de la batalla. Desde el confinamiento general, íbamos viendo la cifra de los muertos en la guerra, médicos, sanitarios, enfermeros, conductores de ambulancias, celadores y guardianes de la salud. Íbamos de asombro en asombro ante las dos sangrías, las de los viejos (que ya somos) y las de los héroes sin mácula que aceptaban como lo que eran y son, héroes, las locuras y los desastres de la guerra en sus propias vidas. Sobre esos héroes y en ellos hemos puesto todas las esperanzas de nuestro futuro, confinados y humillados (y hasta ofendidos) por esta guerra sin final de la que siempre estamos a punto de doblar la curva. Ahí están los héroes: ahí siguen, en primera línea de batalla, o donde haya una vida que salvar todavía. Jamás podremos pagar ese trabajo, jamás podremos igualar ese sacrificio, nunca llegaremos a ponernos a la altura de este este ejército del la decencia que lucha hasta el suicidio involuntario por salvar las vidas de los demás.
Nosotros, confinados, leemos. Salinger prefirió esconderse para siempre del mundo como método para sobrevivir a una sociedad a la que detestaba a tal punto de no poder soportar en ella ni el aire de su propia respiración. Se encerró por voluntad propia en un cobertizo que compró para ser feliz en él y se transformó en un ser mucho más desasosegado que aquel que triunfó con El guardián entre el centeno. Fue, desde entonces, un hombre solitario enfrentado a todos los fantasmas que nunca pudo domeñar, un escritor que dejó por voluntad propia de publicar cuanto escribía y que se borró del mundo con una voluntad de hierro. He leído algunos capítulos de El guardián... Una vez más he leído unos capítulos de esa novela grande y me he metido de hoz y coz a leer los cuentos de Carver, ese genio del relato corto que hizo de la palabra un juego de palabras único y literario. Y, en pleno confinamiento seguimos leyendo.
Luego están los muertos, además de los héroes de los que ya hemos escrito tras reflexionar avergonzados de esta guerra. Están los muertos anónimos, los que no se ven en los periódicos, aquellos muertos innumerables que no conocemos pero que contamos con una ansiedad cotidiana y, al mismo tiempo, desconocida. Los muertos que no hemos podido salvar en esta guerra, en esta batalla, en esta lucha que no más cayó encima para demostrarnos quiénes somos, qué despistados estamos y a qué dedicamos los recursos del Estado mientras nuestros políticos se ladran unos a otros como si eso fuera la misión de nuestros representantes. ¿Y por eso cobran?
Y están los muertos ilustres a los que la marabunta del virus se lleva por delante entre los anónimos. Los muertos que merecen, según los arbitrarios medios de comunicación, un obituario, un recuerdo escrito, un aplauso periodístico, los muertos que fueron un ejemplo, un espejo para nuestra sociedad despistada, loca y absurda. Esos, digo, merecen un obituario, una media página de papel de envolver sardinas, unas letras dignas que nos recuerden que fueron adalides de nuestra fe. Hay verdaderos profesionales de los obituarios en todas las partes de España y del resto del mundo. Pero, ya lo escribió el poeta León Felipe en un poema enorme de la Antología rota: "Para enterrar a los muertos, cualquiera sirve cualquiera, menos un sepulturero". Digámoslo en claro: los enterradores profesionales se están poniendo las botas en esta primavera mortal. No dan abasto a tanto lustre fallecido. Y a veces hacen faenas de malos toreros, aliño puro y mal condensado, páginas de muerte que llenan con tinta de palabras vacías y frases hechas. Otras veces, dan asco. No deben olvidarlo estos enterradores del Reino tan caritativos e hipócritas: el que a obituarios mata, a obituarios muere (como dice mi amigo el escritor Santiago Gil). No deben olvidarlo. ¿Y el resto del confinamiento? Ya se verá, dijo el maestro Zen.