El gran novelista (y periodista) Juan Carlos Onetti escribía acostado en su cama en una tabla preparada ad hoc para ese menester que era su trabajo.
Seguro que hay muchos escritores que escriben en la cama, tomándose su trago de whisky o sus vasos de vino para que los músculos suban de emoción o para procurarse el "sustento" del alcohol, que en Juan Carlos Onetti por lo menos dio esplendorosos resultados. Volverlo a leer es como un generador de potencia para cualquier lector, pero mucho más para los escritores que lo quisimos tanto y ahora amamos su memoria y su obra. Justicia poética. Horas, días y años acostado para que nosotros lo leyéramos con los ojos abiertos volando por las páginas de sus cuentos y de sus novelas grandiosas.
Pero hay más acostados. Otro gran escritor, y amigo cómplice de muchos años, José Manuel Caballero Bonald, relata en uno de sus libros de memorias que en su familia, cuando él era niño, había unos tíos suyos a quienes todos llamaban en su casa y en todo Jerez de la Frontera "los acostados". Recuerdo de memoria un episodio imborrable del capítulo de "los acostados": el de su tío Rafael, que no salía de su cama ni de su casa si no era para salir a la calle a comprar cigarros. Inmediatamente volvía a su casa, a su alcoba, a su cama, a ver pasar el tiempo y la vida imaginando cómo podía ser de otra manera que no fuera la suya, la del "acostado" por antonomasia. ¡Que gran confinamiento voluntario!
Me he acordado en estos días durante nuestro prudente y obligado y ya largo confinamiento de estos dos casos fantásticos, el de Onetti y el de los familiares de Caballero Bonald nombrados "los acostados". Me imagino a Onetti escribiendo Cuando entonces en su casa de Madrid, en la calle de María de Molina (la misma que Millás nombra como calle de María Moliner en su muy buena novela El mundo) acostado escribiendo la síntesis maravillosa —eso es Cuando entonces— de todo su imaginario literario, como si fuera un testamento aclaratorio para sus buenos lectores, en un texto que parece fragmentario pero es, como digo, el epítome explicativo de cabos sueltos de anteriores textos o enigmáticos diálogos y descripciones que aparecen en toda su obra. No he soportado la gozosa tentación de acariciar mi ejemplar dedicado por el maestro de una edición de La vida breve, que a mí, junto a Juntacadáveres, me parecen sus obras indiscutiblemente maestras.
Tengo que confesar una vez más que, en estos tiempos de retiro, me paso la mayor parte del día y de la noche en este vicio genial que es estar tendido en la cama reflexionando y pensando en relatos por escribir que tal vez nunca sean escritos. Pero me divierte mucho este —repito— fantástico vicio redescubierto ahora. Quienes hemos madrugado la mayor parte de nuestras vidas sin poder acostumbrarnos a ello, gozamos ahora con esa permanencia continua y tenaz entre las sábanas de la propia cama doméstica, dormitando a veces (durmiendo también), descansando otras, pero siempre, incluso soñolientos, escribiendo mentalmente capítulos enteros de novelas que, como he dicho, tal vez no se escriban nunca. Pero me divierte mucho. Me divierte ver pasar las horas del día y la noche en una rutina que no me desagrada nada a estas alturas de mi creciente y magnífico escepticismo.
No dedico ya mucho tiempo a informarme de las trifulcas políticas, de niños de colegio peligrosamente malcriados en urbanidad y educación cívica, a las que asistimos en este país en plena tragedia. Me parece increíble, cuando veo informativos de televisión y leo opiniones y soflamas de un lado y de otro en la prensa, que esto sea posible en plena pandemia, cuando estamos siendo asolados por una tragedia sin paliativos en la que todos deberíamos estar unidos, pero sobre todo los políticos y sus partidos, que son los primeros que tienen obligación de estarlo por su ser (supuesto, en muchas ocasiones) y por su estar. Sobre todo, ante una sociedad, la española, la de este país que somos y queremos seguir siendo, a la que luego se le piden sacrificios de todo género. Sacrificios que se asumen por el bien del país, que es el bien de todos. Pero ellos, no; ellos siguen enganchados al famoso cuadro de Goya, lanzándose invectivas y demostrando que, en todo caso, no están —por lo menos los de ahora— a la altura de las circunstancias. Hay una cosa, señores y señoras, que se llama ética, que va pareja con otra cosa que se llama estética. Sepan que las dos van de la mano, y que no se puede decir que tengan una si no exhiben cotidianamente la otra. Por eso el refugio de la literatura, para quienes hemos hecho de ella la vida con la escritura literaria y la lectura, es lo mejor del mundo. Y la cama un buen lugar para muchas cosas, algunas de las cuales mis lectores ya están pensando, y también para leer y escribir hasta llegar a ser Onetti o como los tíos de Caballero Bonald que el escritor personifica en su tío Rafael, que sólo salía de su cama para comprar cigarros en la tienda cercana. O para soñar, escribir mentalmente y leer, que es mucho mejor que escuchar a los políticos de nuestro país tirándose las piedras a la cabeza como si no hubiera terminado la Guerra Civil. ¡El horror, el horror!