Como si se hubieran invertido los planos del mundo y de la vida, la ficción se ha instalado en la realidad. No es un asunto nuevo, pero ese es uno de los factores que convocan al gran éxito de las series televisivas: cuentan la verdad de la vida y del mundo haciéndonos creer que estamos viendo una película y sólo una película. Es decir, planos invertidos. En un tiempo en el que ya el ser humano no se interesa por los hechos y que se abandona al entretenimiento más zafio y vulgar, las series televisivas nos sitúan ante el espejo y nos invitan (aunque casi nos exigen) a que sigamos lo que pasa en la pantalla como si fuera mentira.
He visto ya suficientes series para sacar conclusiones: cada una de ellas, hasta la más ridícula (pero, sobre todo, las buenas) están basadas en la verdad del mundo y de la vida. Cierto, sin guionistas entregados con pasión y con espectacular vocación a hacer su trabajo, las series no serían nada más que un mal negocio y nunca habrían adquirido el prestigio cuantitativo que ahora tienen. El público televisivo las sigue mayoritariamente y se mete dentro de las historias que cuentan las series con mayor pasión que la de los guionistas al escribirlas.
Tampoco creemos ya en la verdad. O estamos en la máxima confusión. O no queremos creer en esa verdad por lo contrario: porque estamos cansados de que nos mientan (y de mentir) diciéndonos que cuánto nos dicen es la verdad. La traición, que es la mayor mentira creada por el ser humano, ya es costumbre vieja en la Humanidad y los viejos valores de la ética y la estética se esfuman a las primeras de cambio gracias a la conveniencia personal, a los intereses creados por la imaginación. De manera que adaptamos nuestra conveniencia a esos valores y los dejamos a expensas de una traición varías veces cotidiana.
Basada en hechos reales: eso dicen en la presentación muchas de las series que luego devoramos con pasión de público totalitario, y ahora más, en tiempos de pandemia y confinamiento. Basada en hechos reales está la vida, pero el elemento añadido de la ficción en la vida es la mentira, el uso del embuste en los negocios, en el colegio, en el campo de fútbol, en el trato social, en el contar de cada historia personal y colectiva. Por eso, para muchos la Historia es una grande y sucesiva mentira de cuánto ha sucedida contada siempre por los ganadores.
Los hechos son todos reales, aunque ahora no creamos en ellos y pensemos, cuando estamos viendo una película o leyendo una novela, o hipnotizados delante del televisor por una serie interminable. Pero ya no creemos en la realidad. Instalados en la ficción, como si fuera un entretenimiento, ni siquiera caemos en la cuenta de que creemos más en la ficción de una película de televisión que en la realidad que vivimos todos los días. No hay que poner ejemplos, con la pandemia basta. Muchos negacionistas, muchos más de los que creemos, obvian la tragedia multitudinaria que vivimos en la realidad para agarrarse -como monos a las ramas de los árboles- a la ficción en la que creen. Además, su argumento es tenebrosamente virulento: todo cuanto nos dicen es mentira, una mentira que va dirigida a quitarnos la libertad de la que gozamos. No les basta el espectáculo ni las imágenes de los hospitales: para ellos todo es una construcción ficticia que nos fabrican desde arriba, desde el poder político, económico o religioso para someternos hasta la más absurda docilidad. El hecho de que, en efecto, eso haya sido así en muchas ocasiones, les basta y les sobra para creer y hacer creer, o intentar hacer creer, que todo cuanto se nos dice y cuenta es mentira. Aunque esté basado en hechos que, a la postre, son reales o pueden serlo.
Las historias televisivas y cinematográficas -y literarias- de espías, los cuentos de ladrones y policías, los elementos sucesivos de la traición como costumbre nos relatan la verdad como si fueran parte de esa mentira a la que nos hemos acostumbrado desde hace siglos y que, al final, constituye uno de los motores más terribles que mueven el mundo que vivimos. Por eso nos gustan tanto. En el fondo, sabemos que son verdad, parte importantísima de la verdad, pero jugamos a que son asuntos de la imaginación artísticamente mostrados para nuestro entretenimiento. Reflexionemos, entonces. Alicia, ¿cuándo vivía la realidad de verdad?, ¿cuándo entraba en el mundo más allá del espejo o cuándo vivía la vida que ella sabía que era una ficción? Esas historias de Alicia, escritas por un matemático genial, nos explicaban a nosotros sus lectores que el mundo del futuro ya estaba aquí para darnos la ficción como realidad y viceversa, convertir la realidad en ficción. Para el matemático su pesadilla era descriptible y razonable si lo hacía pasar por cuentos para niños, pero era una predicción en toda regla, una profecía que matemáticamente habría de cumplirse. Hace rato que hemos llegado e eso, al mundo de las maravillosas confusiones que nos hacen indistinguibles la realidad de la ficción. Ahí está el triunfo de la traición y la mentira, las dueñas ambas de nuestra realidad y de nuestra ficción.