El juego más importante e inteligente del mundo entero es la vida humana, que es quien inventa todos los juegos. Entre ellos el ajedrez, con toda su sabiduría y toda la capacidad de "inventar" otro juego dentro del juego: el juego de la estrategia; el juego de jugar entre dos al mismo tiempo, el enemigo estudiando al enemigo, intuyendo lo que va a hacer, previendo de antemano movimientos matemáticos que ya están previstos y que el propio juego cultiva y al mismo tiempo mantiene en secreto. Veo Gambito de reina, un gran alimento para el alma intelectual, gran cine que me hace pensar que todo es matemático, incluido cada uno de los movimientos que hacemos o dejamos de hacer en la vida. Luego están las emociones, los sentimientos y la voluntad, pero llego a pensar que también la voluntad está prevista en las matemáticas, esa ciencia que muchas veces decimos conocer y de que la que es muy probable que no conozcamos sino un porcentaje mínimo de sus secretos.
Veo Gambito de reina (o de dama, que así también se llama) y leo una vez más El arte de la guerra, del filósofo y general chino Sun Tzu, libro muy conocido que mucha gente dice conocer (y haber leído), pero del que sólo tiene noticia lejana. El arte de la guerra y el ajedrez son dos partes del mismo juego, o tal vez sea el mismo juego en dos partes no tan diferentes como parece. El arte de la guerra puede leerse desde un punto de vista estratégico y estrictamente militar, pero puede leerse desde el símbolo, desde la misma vida en cada uno de sus movimientos y respiraciones. El símbolo, eses concepto que tanta gente desprecia como si no fuera un elemento fundamental de la traducción a la vida. Porque símbolo es casi todo lo que hemos inventado que no sea exactamente realidad.
Una vez, en un jurado de novela voté por un relato bastante bueno de un muchacho muy joven a quien hasta entonces no había conocido. Era nieto de un general franquista de los más detestado y se dedicaba a cuidar niños con problemas psicológicos, aunque él mismo pareciera exactamente eso: un niño con muchos problemas psicológicos. La novela trataba de un jugador de ajedrez y del ajedrez mismo, el arte de la guerra sobre un tablero, movimiento a movimiento, el símbolo por naturaleza: la guerra, el enfrentamiento constante y buscado entre dos contendientes; la guerra hasta la caía, la muerte o la rendición del enemigo, del adversario, del contrario. Defendí aquella novela con uñas y dientes intelectuales frente a la novela de un charlatán cuyo nombre ya se había convertido en marca y, por lo tanto, se esperaba de la su novela que fuera un gran éxito de ventas. La novela, como dije en la reunión del jurado, no era nada, una simple charla sobre un dictador imposible en un lugar sin lugar en una Centroamérica que no era Centroamérica. Así fue: la novela salió premiada y no fue nada. Dinero -una buena cifra- para el charlatán dedicado a la autoayuda en su despacho de gurú de la nada.
El ajedrez es un juego extraordinario que a algunos de los grandes maestros y campeones ha convertido en locos irreversibles. No voy a citar ningún caso, pero -según dicen los que saben de las profundidades intelectuales de este juego- la vanidad que provoca el saberse (o creerse) el mejor jugador del mundo se revuelve en enfermedad irreversible y en irremediable locura. Suena a Quijote, a Alonso Quijano, el bueno que se volvió loco leyendo libros de caballerías y se lanzó sobre el mundo a conseguir las conquistas que ofrecería a su dama, la doncella que no aparece nunca ni en la ficción ni en la realidad, pero que existe en la imaginación del loco como la batalla campal que ocurre en la mente inteligente del jugador de ajedrez. No voy a contar ni una palabra de la serie Gambito de reina, pero voy a recomendar esta película que, ya lo he dicho, es alimento para el alma intelectual y para la imaginación. Hace pensar y está muy bien hecha, muy bien fotografiada e interpretada, y la música de la época es una auténtica maravilla. Un gozo en estos tiempos de pandemia. El jugador de ajedrez, como el general, como el Quijote, es un estratega que se enfrenta con su ejército de piezas al ejército del adversario; un ejército que para él no es ningún símbolo sino el enemigo a matar, a enterrar, a arrasar. Conviene darse una vuelta por Sun Tzu de vez en cuanto. El arte de la guerra es, también lo dije, un símbolo de la vida. El ajedrez también. Por eso se aprende tanto cuando se ve jugar a un genio que ordena a su ejército con todos los símbolos del universo, los símbolos del mundo, la inteligencia, que también -como decía el poeta- nos da finalmente el nombre exacto de las cosas.