Se cumplen cincuenta años del estampido político que se produjo en La Habana con la "declaración" del poeta Heberto Padilla. Se acusaba en ese documento verbal de haberse comportado mal con la Revolución cubana, de no haber seguido fielmente sus preceptos, de ser un contrarrevolucionario y comportarse como tal. Y acusaba a sus amigos, también poetas, de la misma irresponsabilidad de la que se culpaba. Sólo uno de ellos se levantó en esa reunión en la UNEAC, Norberto Fuentes —años más tarde exiliado en Estados Unidos—, para negar cuanto el poeta Padilla había denunciado, acusándose él mismo de ser un instigador revolucionario. Tal vez la intervención de Fuentes "estropeó" la obra de arte con la que Padilla estaba mostrándole al mundo las prácticas estalinistas que la Revolución (o sea, Fidel Castro) estaba llevando a cabo en Cuba. Desde ese momento se acabó la "revolución con rostro humano" y todo el mundo supo que el estalinismo estaba plenamente instalado en Cuba.
La cantidad de documentos públicos que produjo el caso Padilla en su momento se mantiene vivo en el recuerdo de muchos de los que, cerca del poeta por amistad y admiración, seguimos angustiados el drama que se estaba viviendo en el corazón de La Habana. Han pasado cincuenta años y ahora algunos poetas cubanos quieren celebrar un acto de homenaje y recuerdo a Padilla y al caso al que dio nombre leyendo en público la declaración exacta del poeta que, tiempo después, salió de Cuba por las presiones de Ted Kennedy y el apoyo privado —cerca del dictador— del escritor García Márquez, amigo del poeta y del propio Fidel Castro.
Meses después de su salida de La Habana, a principios de los años 80, Padilla vino a Barcelona, todavía la ciudad resplandeciente, lugar donde yo lo conocí. Pasamos noches enteras hablando y hablando de la Revolución, de su caso, de la literatura, de cómo la obra teatral de su discurso fue entendida por el mundo entero como un recuerdo y remedo de las purgas estalinistas y los juicios contra intelectuales y escritores en la Unión Soviética. "Escríbelo todo, porque esto que te cuento es bueno también para el futuro", me dijo una de esas noches interminables y llenas de alcohol en la Barcelona de entonces. Y yo lo hice. Tengo esa mala costumbre: escribir todo cuanto veo, escucho y vivo que merezca la pena dejar por escrito y no olvidar jamás.
Ya había publicado en Inventarios provisionales, una pequeña editorial que habíamos iniciado en Las Palmas de Gran Canaria, unos poemas de Padilla, una plaquette titulada Por el momento, cuyo original el poeta me había enviado por correo con uno de sus amigos desde Roma. Ahora se trataba de publicarle su novela tan temida En mi jardín pastan los héroes y las memorias de su caso que tituló La mala memoria. Los dos títulos los publiqué en Argos Vergara, donde yo era entonces director editorial, y fueron un fiasco total en librerías. La novela, largamente esperada, produjo una gran decepción entre sus pocos lectores. Padilla había comenzado la novela en La Habana y la había terminado después de su salida de Cuba. El principio de la novela, las treinta o cuarenta páginas de este texto eran muy buenas, pero el resto eran añadidos que lo estropean todo, muy mal escritos hasta el punto de que muchas veces llegaba hasta el sinsentido. Las memorias no fueron mejor y casi todo lo que se contaba en ellas ya lo sabía el gran público. Y Padilla también lo sabía. Ocurría que el poeta había salido de Cuba convertido en otro hombre, un personaje derrotado por su propia epopeya dramática, acabado por su empecinada dipsomanía y tal vez enfermo del corazón y de los nervios, destrozado por el G-2, la policía secreta castrista, quebrado por su propio personaje. Su mejor producción literaria la había publicado en La Habana. El resto, esa es la verdad, era poco menos que la ceniza que quedaba en la cabeza del poeta.
Fui tan amigo de él, y hablamos tanto a lo largo de los diez años que estuvimos tan cercanos y cómplices, que pude asistir a su decadencia y a su dejadez, a su enfermedad y decrepitud y, como él me aconsejó aquella noche en la Taberna Bohemia de Barcelona, lo escribí todo, desde lo que ya se sabía del caso hasta sus confidencias todavía inéditas y desconocidas. Así que Padilla, el poeta, el hombre y el amigo, debió salir de Cuba quebrado definitivamente por los acontecimientos a los que se enfrentó como un ángel rebelde frente al todopoderoso Zeus, que lo condenó a los infiernos para siempre: sólo lo soltó cuando lo supo acabado, a pesar de la sentencia de Hemingway en el principio de El viejo y el mar que Padilla siempre repetía: "Un hombre puede ser destruido pero nunca derrotado. No está hecho el hombre para la derrota".
En el segundo tomo de mis memorias, todavía en curso largo de escritura, doy completa noticia de mis correrías cubanas y de mi amistad con el poeta Padilla y otros escritores habaneros rebeldes (Reinaldo Arenas, por ejemplo). Pero esa es otra historia, aunque todas las historias son parte de una sola: la vida del hombre rebelde en lucha por su libertad contra el totalitarismo.