Releer la excelencia, lejos del ruido mediático y antipático de la actualidad, es una experiencia de gran lujo. Llevo un mes sumergido en las páginas de las dos grandes novelas de Stendhal, descubriendo viejos tesoros ya leídos y recordando para el futuro los nuevos secretos que también voy sacando del olvido y actualizándolos para mi provecho de lector y escritor. ¿Cuál de las dos novelas reconocidas de Stendhal es mejor?, ¿es mejor La cartuja de Parma que Rojo y negro o, por el contrario, es mejor está última, Rojo y negro, que La cartuja...?
Las leí las dos hace más de medio siglo, cuando estudiaba en la Complutense mis latinos y mis griegos. Entonces, entre los clásicos, hice con frecuencia un juego literario de primera magnitud: mezclar lecturas de los cantos de las epopeyas homéricas, Iliada y Odisea, para experimentar el resultado de ese raro conocimiento que nace con la comparación: un canto de Odisea y un canto de Iliada; diferencias y concomitancias, y recuerdos, espejo contra espejo, héroes que se dejan llevar por las pasiones de la guerra para conquistar mujeres, y heroínas que salvan héroes náufragos en la orilla del mar, a medio metro del último golpe de respiración. Fue una idea excelente que ahora repito con la excelencia de Stendhal, mientras me olvido del pasado y del presente gritones y me dedico a conquistar, al mismo tiempo, la luna de mis años y la nube eterna de la lectura.
Lampedusa, para quien Stendhal era la máxima sabiduría literaria (y lo decía con razón), frecuentaba tanto la lectura de las dos grandes novelas que ahora releemos que un año leía una y al año siguiente leía la otra. Indistintamente. Su conclusión de gran lector y lobo estepario de la literatura era que las dos suponían una excelencia tal que no sabía decir cuál de las dos era mejor. Cuando le tocaba leer La cartuja... concluía que era mejor que Rojo y negro; pero cuando leía Rojo y negro concluía que era mejor que La cartuja.... Si un lector lee El Gatopardo, una de las novelas de cabecera, al mismo tiempo que las dos novelas de Stendhal verá que, en efecto, Lampesusa es el más fiel seguidor del escritor de Grenoble, un iluminado que supo ver en la literatura que escribía los tesoros intelectuales de las memorias del futuro. "Ya me entenderán en 1900", contestó a su editor, M. Dupont, un convencido Stendhal cuando aquel le advirtió de que en su tiempo no sólo no lo leería nadie sino que los pocos que lo leyeran no lo comprenderían. La fe ciega en el futuro de la literatura que había escrito le hacía soñar con el rendimiento del futuro, lector a lector, aunque él no llegará a verlo nunca.
Regreso a mi relectura. Dos capítulos de La cartuja... y dos capítulos de Rojo y negro. Y así sucesivamente. Hasta el final de la venturosa experiencia de lector. En el fondo, es una investigación comparativa sobre un novelista que desafiaba su tiempo para instalarse en el futuro como eternidad de esa misma literatura. Exactamente igual que hizo Lampedusa cuando escribió El Gatopardo. Por eso hay tantas semejanzas y tantos encuentros gozosos entre las tres novelas, entre los personajes esenciales y en las descripciones históricas y geográficas. Si recordamos al Príncipe de Salina no sólo estamos viendo a un héroe decadente cuyo apellido sale de la Historia para refugiarse para siempre en la literatura, sino también un personaje stendhaliano, dramático si no trágico, como Julian Sorel o Fabricio del Dongo. Las reflexiones de esos personajes perfectos son recogidas en medio del fragor de la Historia como reflexiones que sus autores les trasladan, como criterios del propio escritor, asunto que los expertos y seguidores del "narrador omnisciente" echan en cara no sólo a Stendhal, que llegaba a introducirse en la piel de sus personajes fundamentales, y en sus historias, para proceder a explicar su propio punto de vista sobre los actos y pensamientos de sus criaturas literarias.
Cuando busco explicaciones para esta experiencia de lectura que llevo a cabo desde hace un mes y medio, llego a una certera conclusión: vengo obligado por el insoportable ruido y furia imbéciles que llegan desde fuera para alterar con sobresaltos absurdos la búsqueda de la placidez, una forma asumible de la felicidad en plena vejez. Además de una novísima y excelente predisposición a convertirme, a mis años, en un lobo estepario que se busca a sí mismo en la relectura de las excelentes novelas que leí cuando era un simple universitario, alborotado por los cambios que los tiempos nos hacían caer encima, años 67 y 68, el despertar de una generación a una libertad soñada por tres generaciones bajo la bota execrable de la dictadura franquista.