Se nos están yendo del aire los pocos referentes que nos quedan, los referentes de los afectos del corazón, la literatura, la ética, la manera de estar en la vida y ante el mundo (el estilo), la amistad... Es una forma terrible de irnos quedando huérfanos, de marcharnos también nosotros al vacío que, en nuestro caso, estará todavía lleno de recuerdos de los buenos tiempos viejos, cuando éramos felices, jóvenes, vividores, indocumentados e inconscientes, inmortales al margen del tiempo y las dificultades. En fin, cuando éramos de verdad, y no ahora que sólo somos el tiempo que nos queda y mucha memoria de todo...
Caballero Bonald, pues..., Pepe. Recuerdo que cuando lo llamaron del Ayuntamiento de Jerez de la Frontera para otorgarle el honor de ser Hijo Predilecto de esa espléndida ciudad, tan llena de memoria, respondió con un sarcasmo intelectual de los que hacen época. "Háganme mejor Hijo Descarriado, eso me gustaría más", dijo. Después recuerdo la emoción del día en que se inauguró la Fundación que lleva su nombre en su ciudad, Jerez: las risas, los parabienes, las felicitaciones, esa parte de la felicidad que algunos -unos entre pocos- tienen al menos durante un rato a lo largo de su vida.
Recuerdo aquel viaje a Colombia, en el año de gracia de 1979, en febrero, un viaje de regreso a una de sus geografías preferentes: los abrazos y las risas de emoción con las viejas amistades, desde el poeta Charry Lara hasta el embajador y gran novelista Pedro Gómez Valderrama, referentes de su amistad, de su recuerdo de los años que vivió en Colombia, que le dejaron huella imborrable y amistades increíbles. Recuerdo bien la leyenda, que es cierta, según la cual Caballero Bonald fue el primero que dio el aviso a Carmen Balcells y a toda la España editorial porque en Colombia había un muchacho que escribía muy bien, un escritor al que se le veía venir y con el que, sin embargo, todavía no había ocurrido gran cosa. Ese muchacho era Gabriel García Márquez.
Recuerdo un viaje a Buenos Aires en plena dictadura militar, con Videla al frente. Fuimos Caballero Bonald, José Esteban y yo. El presidente de la República Argentina sabía por qué habíamos decidido ir a su país a pesar de la pandemia militar que asolaba a toda la nación. Nos hizo llegar, a través de nuestra embajada en Buenos Aires, una invitación oficial para el acto de inauguración de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, ya que estábamos allí... Decidimos no presentarnos: despreciar a Videla y a todo cuanto significaba. Y allí, en la inauguración, se quedaron vacías "las tres sillas de honor de los escritores españoles".
Recuerdo las noches del Oliver, en Conde de Xiquena, en Madrid, las noches pendientes de que Franco se muriera de una vez, la euforia extraordinaria de la Transición, los tragos interminables de la madrugada, el triunfo de Felipe González... Noches, noches, noches: risas, aprendizaje de la vida, lecciones del mundo y la literatura. Y el genus irritabile vatum, según escribía John Dos Passos en sus memorias, en algún momento caliente de aquellas noches: peleas, gritos, algún que otro golpe que se le escapó a Caballero Bonald en El Oliver y fue a parar al rostro de algún poeta social, también su amigo, sin embargo.
Recuerdo todos sus libros, no los olvido, desde Las adivinaciones a los últimos títulos: el mismo estilo, el inédito cuidado de la palabra, los malabarismos exactos, la imposibilidad de la cacofonía en el poema, las referencias al mundo clásico y al Siglo de Oro. Recuerdo la lectura de sus novelas, el rechazo al Premio Barral de Novela concedido a Ágata ojo de gato, concesión que sin embargo celebramos llenos de euforia -nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos- y de juventud alegre. Alguien importante del Jurado había dicho que no le gustaba la novela; hubo discusión y hubo trifulca, lo sé bien. Y Caballero Bonald hizo el gesto: genus irritabile vatum cuantas veces hiciera falta. Recuerdo que en uno de sus libros de memorias, La costumbre de vivir (que bien pudiera haberse titulado La costumbre de beber, hay la descripción de unas juergas indescriptibles en las que aparezco junto a Pepe Caballero Bonald, en mis tierras insulares. Todo cuanto cuenta es verdad, sucedido tal como lo cuenta, con la finura que el poeta era capaz de darle al grosor triste de la vida.
Si en la Generación del 50 (exceptuando a Gamoneda y a Brines, que quedan ahí, al aire de la vida todavía) eran todos unos autodestructivos, suicidas lentos o instantáneos (como Costafreda y Gabriel Ferrater), Caballero Bonald era la excepción. Era un resistente, gracias a él mismo y a Pepa Ramis, la diosa milagrosa que lo acompañó toda su vida y que lo seguirá acompañando en el recuerdo de su inmortalidad. Yo los llamo "los santos bebedores", porque lo eran, insaciables, locos, suicidas, rebeldes con y sin pausa ni causa, niños republicanos, rojos de siempre antifranquistas militantes.
Recuerdo muchas aventuras de la vida, con Caballero Bonald al lado: la noche que en Estocolmo, en 1978, nos quedamos solos (a mí no me invitó Arthur Lundkvist a cenar a su casa, por consejo del Nuevo Dante, y Caballero Bonald decidió quedarse conmigo) y callejeamos por los barrios de diversión de Estocolmo, hasta entrar en un antro de música bailable y tragos y probar el akvuavit y descubrir el queso inyectado de whisky por primera vez en nuestras vidas. Cosas de la vida. Y al día siguiente una magnífica exposicón del siciliano Guttuso. Recuerdo muchas cosas de Caballero Bonald, pero sobre todo la generosidad con los jóvenes poetas, con los nuevos escritores, a los que apadrinaba a cambio de nada, por pródigo, por ganas de ayudar, por buena persona. Algunos, eso es también cierto, le salieron ranas a medio camino, olvidadizos del favor del amigo mayor, ignorantes de cómo es la existencia de la memoria, sobresalientes representantes de la estúpida traición.
Ahora ya me quedan pocos referentes en la vida: todos están en mi memoria, en mi memoria escrita y en mi memoria todavía viva y fuerte. Somos, pues, el tiempo que nos queda de aquí a la eternidad. Y el recuerdo de quienes en nuestra vida jamás nos fallaron, nunca nos dejaron de la mano, siempre nos ayudaron, aquellos bien nacidos inolvidables, entre los que Caballero Bonald ocupa y ocupará un lugar de honor para siempre.