Esa tarde regresábamos a Madrid desde Bombay, tras un viaje de diez días a en la India, rodando por ciudades y pueblos de aquel viejo y sorprendente país. Un grupo de escritores y periodistas españoles habían sido invitados por una compañía alemana de aviación comercial a inaugurar una nueva línea entre Berlín y Nueva Delhi y ese fue mi primer viaje a la India, inesperado y sorprendente. El último día, anocheciendo, debíamos tomar el autobús que nos llevaría al aeropuerto de Bombay para tomar vuelo a Europa. Ese autobús estaba a las puertas del Hotel Oberoy, en el centro de la "city" de Bombay, al margen y muy lejos de los barrios pobrísimos y llenos de gente que rodean Bombay. Millones de pobres harapientos pululan sin rumbo por las calles atroces de esos suburbios interminables hasta llegar a la playa desde donde se vislumbra, a lo lejos, la sombra imponente de la isla Elefanta. Para los desheredados del mundo era imposible llegar al lugar donde estaba nuestro hotel: dos cadenas invisibles de lejanía y vigilancia impedían a los miserables acercarse a los "niños bien" del turismo y a los dueños del dinero y los negocios de la India.
Salí entonces del hotel, a medio metro de donde estaba aparcado el autobús, a fumarme tal vez el último "biri" indio en aquel país tan extraño y fascinante para los occidentales. De pronto, a través del humo que expulsaba del "biri", vislumbré una imagen que, en principio, me pareció invento de mi imaginación soñolienta.
Era una muchacha adolescente india de los barrios más pobres de Bombay que había conseguido sortear todos los invisibles controles de seguridad hasta llegar a la "city" quién sabe de qué dantescos e infernales suburbios. Vestía apenas unos harapos de color gris, tenía un cabello negro y muy largo y bajaba por su espalda hasta la cintura, y sus ojos eran verdes y refulgían en la noche mirándome con una certidumbre asombrosa. Yo estaba paralizado viendo a aquella muchacha de cuerpo de color oliváceo, de una belleza sagrada, como venida de repente del cielo. Me extendía la mano pidiéndome una limosna. Hipnotizado, sin apenas voluntad, me eché la mano al bolsillo, sin quitar la vista de la muchacha, y saqué un billete de veinte dólares que le di a la muchacha. Ella se acercó a mí, cogió el billete y cuando vio la cantidad empezó a sonreírme y a agradecerme con las dos manos juntas sobre el pecho y haciendo una reverencia de amistad con la cabeza. Seguía allí ella, a dos pasos de donde yo estaba, mirándome con cariño agradecido.
Entonces, en medio de esa extraña epifanía, decidí entrar al lobby del hotel Oberoy y pedirle a algunos de mis amigos que iban a viajar conmigo que vinieran a ver el milagro que acababa de descubrir a las puertas del hotel. Luis Mariñas, que entonces dirigía los informativos de una cadena de televisión privada donde yo trabajaba en uno de sus telediarios, salió conmigo. "Verás qué maravilla", le decía mientras salíamos. Pero cuando llegamos al lugar donde teníamos que encontrarnos con la muchacha, ella había desaparecido de repente. Tal como se apareció, de puntillas, sigilosa, descalza, sucia, bella, sonriente y virginal, desapareció. ¿Qué había sido aquel milagro? Una epifanía, creo yo, de esas que se nos presentan en la vida como apariciones y, si estamos atentos y además estamos señalados por la suerte, tenemos el honor de observarla y conocerla.
Nunca me olvidé de ese momento, de aquel milagro, de aquella muchacha cuya belleza era de pureza bíblica; aquella pobre chica que vi una vez en mi vida, ella resplandeciente y oriental, perdida en su propia país, extranjera en su tierra, yo turista en ese momento todopoderoso saliendo de un hotel de cinco estrellas y lujo superior para fumarme un "biri" de despedida a la India.
Ahora está en Madrid una espléndida e imperdible exposición de fotografías de Steve McCurry, el fotógrafo maravilloso que captó la instantánea de aquella muchacha afgana, bellísima y con ojos verdes que fue portada de una de las revistas más importantes del mundo entero. He sentido, pues, esta mañana la nostalgia del tiempo escalofriándome el alma y el cuerpo, dibujando el paso del tiempo y homenajeando mis recuerdos y mi memoria. Hoy he vuelto a sentirme viejo joven, en medio de pandemia y miserias. He saboreado en mi memoria el recuerdo imborrable de aquella otra joven india a la que estoy seguro que nunca más veré en mi vida. Me pregunto qué habrá sido de ella, por qué la vida me regaló aquel momento, cuál era la intención del dios que me regaló aquel instante único en la puerta del hotel Oberoy, Bombay, India.
En mis otros dos viajes a la India, después de aquel en el que tuve la visión de la muchacha de ojos verdes en Bombay, encontré una novela de españoles en la India que comencé a dibujar poco a poco y que quedó, hasta ahora en suspenso, en el aire del quehacer futuro, tal vez, o en el nunca de mi vida como escritor. Sólo sé que una de las secuencias de esa novela será ella, la aparición en Bombay de aquella muchacha, figura de la resistencia humana frente a las injusticias de las castas poderosas y abusadoras.