En mis tiempos juveniles, las trifulcas literarias en los periódicos eran casi cotidianas. El hijo de un psiquiatra sobresaliente, que no había heredado las buenas formas y el talento de su padre, llegó a llamarme esquizoide por escrito. Murió con demencia senil. Y el “encogío” que me vigila sin cesar me llamó, en una reunión de la editorial donde publico mis novelas, paranoico. Así es la vaina: parece que mis enemigos son psiquiatras envidiosos más que periodistas culturales.
Ahora estuve en Santo Domingo y busqué como un paranoico esquizoide, por seguir la corriente de los incautos, la sombra fantasmal de Pedro Peix, un novelista dominicano que todos debiéramos leer. En vida, Peix se paseaba por la peatonal, céntrica y concurridísima calle del Conde de Santo Domingo con la misma prestancia que si estuviera en el boulevard Saint-Germain, en el centro de París. No era para llamar la atención de los transeúntes ni por vanidad estética que el escritor se disfrazaba, con el cabello hasta la espalda, de parisino completo. Era por centrarse en sí mismo y reconocerse escritor del mundo entero, aunque pocos lo tuvieran en cuenta.
Suele suceder: en todas las ciudades y pueblos del mundo existen determinados bares o cafeterías, y hasta restaurantes, donde se reúnen los “intelectuales” del lugar, donde conspiran los políticos y donde los escritores encajan su fracaso con un llanto interminable, culpando al mundo entero de sus desgracias.
A esos lugares García Márquez los llamaba “lloraderos” (Bogotá y Cartagena de Indias estaban llenos de esos tugurios) y huía de ellos como de la peste. Confieso que me atraen los “lloraderos” y, cada vez que llego a una ciudad que no conozco bien, pregunto por el lugar donde se reúnen a emborracharse los escritores frustrados. Ahora, en Santo Domingo, busqué el “lloradero” central de la ciudad y me maravillaron con el nombre que todo el mundo le da: el palacio de la esquizofrenia.
Responsabilizan a Pedro Peix de ese nombre porque el escritor era el primero que se sentaba al fondo del local a escribir y hablar consigo mismo mientras trasegaba trago tras trago una botella de ron blanco dominicano. De ese trabajo mudo sacó una novela que no encontré y que se titula El fantasma de la calle del Conde, una novela que algunos dicen que tiene mucho de autobiográfica y que es también un retrato de la dejación del dominicano normal por la literatura, además de su entrega a la música.
Me senté varias veces en la terraza de la Cafetería del Conde (o lo que es lo mismo, el palacio de la esquizofrenia) y esperé inútilmente la llegada del fantasma sutil de Pedro Peix por algún rincón del tugurio. Me pareció a ratos que estaba en un lugar extraño de París, frente por frente de la fachada de una catedral hispánica de la época colonial. Almorcé “asopao”, me empujé bastantes tragos de ron blanco Brugal (oliendo a caña cercana), pensé en los años, en el tiempo pasado que construyen los recuerdos, acumulados en archivos y ordenados al modo de cada uno.
Allí, sentado en esa terraza que tantos fantasmas y fracaso ha visto pasar, me acordé del “lloradero” llamado Ciso, por el nombre del propietario, que yo frecuentaba cuando vivía en la ciudad donde nací, Las Palmas de Gran Canaria. Era un cuchitril situado entre la trasera de la catedral y la fachada principal de la Casa de Colón, donde trabajé como director editorial durante unos años, en la Plaza del Pilar Nuevo. Casi todos los días, dos tragos de ron Arehucas blanco eran la ración para darle al pico como si fuera una cotorra venezolana.
Por allí aparecía alguna vez un supuesto erudito local que hablaba de Sartre y lo llamaba “Jean-Paul”, como si fueran amigos de toda la vida y compañeros de pupitre en el colegio. Sin fondo cultural ninguno, sin trabajo de estudio previo, el “erudito” se lanzaba sobre Sartre como si él lo hubiera descubierto, largaba como loco y se metía en laberintos verbales de los que, al final, no sabía salir. Era un juguete roto que luchaba contra sí mismo exponiendo en los periódicos una verborrea vacía en la que sólo él creía. Acabé por no llevarle la contraria y dejarlo perorar hasta el cansancio.
Era tan bruto el “filósofo” que no se daba cuenta de que lo que hacía, en fin y en efecto, era sólo llorar. Como si quisiera estar en un antro intelectual del boulevard Saint-Germain en París dialogando eternamente con su maestro Sartre sobre el humo interminable del existencialismo y otras teorías fantasmales.
Recordé toda esa parte de mi vida y cómo escapé de aquel lugar del subdesarrollo cultural para instalarme en el aprendizaje mayor de mis maestros, lejos de los “lloraderos” llenos de escritores y profesores fracasados que cantan a la frustración con lágrimas de scotch y de otros alcoholes salvadores.
¿Y la obra literaria de verdad, y la vida de verdad, y el pensamiento libre? Eso era y es demasiado para una sola vida, piensan siempre los fracasados que todos los lunes comienzan a escribir una novela que jamás escriben. Por eso lo dejan para otra vida, y en esta se dedican a llorar, a quejarse del mundo, a destruir su escaso talento entre discursos vacíos y botellas llenas.
Sin salir de Santo Domingo, Pedro Peix vivió en París paseando por la calle del Conde como un torero triunfador en el mejor de los alberos. Y me prometí que, con más tiempo, en otro viaje, volvería, aunque me estafaran de nuevo, al palacio de la esquizofrenia, a sentir la frustración voluntaria de tantos y tantos y, finalmente, a huir siempre del subdesarrollo cultural y político.