Hace una semana murió en la ciudad de Miami mi gran amigo Pedro Yanes, librero y editor. Y lector. Gran lector. Tenía 95 años y por su memoria corrían los recuerdos de casi un siglo de Cuba, su país, de donde vivió exiliado la mitad de su vida. Había nacido en Sagua La Grande y ejercido como periodista durante años en La Habana. Tenía cientos de amigos, porque el librero Yanes no tenía enemigos, era de natural afable, buena persona en el buen sentido de las palabras persona y buena; hizo favores a diestro y siniestro, y nunca dejó a nadie tirado.
Hace diez días recibí desde Miami una tarjeta suya hablándome de recuerdos y de episodios que vivimos juntos, pero no supe entender que esa misiva breve y sustancialmente rotunda era el principio del final, la descripción de una despedida definitiva. Hace ocho días tuve una llamada telefónica desde Miami. Nadie me habló cuando contesté al teléfono, pero seguramente era el segundo aviso, el del final, de la marcha de Pedro Yanes. Tampoco lo entendí así, pero así son las cosas; cuando más de frente y presente están, menos nos damos cuenta de lo que significan.
Lo conocí a principios de los años 80 del siglo pasado en la librería Las Américas, en la Union Square de Nueva York, de la que era director y gerente como socio de Germán Sánchez Ruipérez, que vio en Pedro Yanes el hombre certero e íntegro que necesitaba para ese negocio. Editor vocacional, Yanes vivió entre libros y escritores toda su vida. Fue amigo cercano de Francisco Ayala, de Heberto Padilla, de Lino Novás Calvo, a quien editó en varios de sus libros, de Guillermo Cabrera Infante y de tantos muchos escritores que pasaron una y otra vez por Las Américas a ver a Pedro, un personaje y una persona insustituibles en el mundo cultural cubano del exilio.
Siento su muerte como la de un hermano mayor y entiendo al final su aviso: cada vez me voy quedando más solo
En Nueva York vivimos varias aventuras divertidas, todas relacionadas con escritores y universidades y terminamos por ser compinches. Gracias a él conocí en Miami al Chino Esquivel, que ejerció de chófer de Fidel Castro cuando el después largamente dictador de Cuba luchaba contra Manuel Castro por hacerse con la jefatura de los sindicatos de estudiantes de la Universidad de La Habana. Esquivel había comprado, después de exiliarse en Miami, una gasolinera de la que vivía, pero era un tipo, como Pedro Yanes, gozador de la vida e incansable contador de cuentos interminables que pudieran algún día transformarse en una novela.
En Miami, Pedro Yanes recibía en su casa a todo el mundo, junto a Cristina, su mujer, que poco a poco fue perdiendo la memoria hasta dejar de ser ella misma. Fue un duro golpe para Pedro, que ya iba envejeciendo pero no abandonaba ni por un momento un humor que traspasaba y evaporaba todas las penas que pudieran presentarse. Ya he dicho que era un lector impenitente, de esos que profundizan en el acto de la lectura hasta convertirla en una consagración, en un hecho necesario para su vida y su respiración. Me llamaba con frecuencia desde Miami para recordarme algo bueno de lo que él se estaba acordando en ese momento y yo llegué a esperar sus telefonazos como el que espera una dádiva de los cielos.
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En 1982, Pedro Yanes hizo posible la presentación pública de mi novela Las naves quemadas, que había publicado Carlos Barral en la Biblioteca del Fénice un mes antes. Fue en la Librería Las Américas y hablaron, con risa cubana y humor intelectual, en ese acto Guillermo Cabrera Infante y Heberto Padilla; tres cubanos excepcionales cuya generosidad resulta del todo punto inolvidable para mí, y seguro que para muchos de nuestros amigos comunes.
Todos los días muere alguien que he conocido, pero hay muertes que duelen más allá de lo que podría ser una pena pasajera. Hay muertes para mí, como la de Pedro Yanes, que hace un hoyo en mi memoria y se incrusta para siempre en ese vacío que lo convierte en inolvidable. En el segundo tomo de mis memorias, en cuya redacción trabajo aunque no con la disciplina cotidiana que debiera, hay el recuerdo y la descripción de episodios y acontecimientos que forman parte de mi propia experiencia. Aquella cena en el restaurante la Langosta Loca de Miami, en la calle Ocho, después de una conferencia de Vargas Llosa, a la que se coló sin que nadie lo invitara un agente de la CIA que exhibía su pistola a la primera de cambio y tenía, por supuesto, asustados a todos los comensales.
Hay decenas de cuentos que podría contar ahora de Pedro Yanes, pero quiero dejarlo todo en el aire. Me parece más justo, en la hora de la muerte de mi amigo, el gran librero, añadir mi pésame a tus familiares y amigos y dejar para mis memorias los cuentos de Yanes que ya fueron escritos para ese fin. Siento su muerte como la de un hermano mayor y entiendo al final su aviso: cada vez me voy quedando más solo.
Solo y con los buenos recuerdos de mis grandes amigos.