La muerte del Papa Ratzinger me ha hecho pensar en Juan Pablo II, el Papa del que más cerca he estado físicamente. Fue en La Habana, durante su histórica visita a la capital cubana, un día ese de un calor excepcional. La gente había tomado las calles previamente tomada por los batallones de la Seguridad del Estado, y todo estaba en orden cuando la comitiva papal llegó a la altura del Hotel Cohiba. Yo estaba allí, a dos metros del papamóvil en el que avanzaba el Pontífice De la Iglesia Católica, a quien muchos politólogos del mundo entero daban como el verdadero hacedor de la caída del muro de Berlín y el final de la Unión Soviética.
La noche anterior, Castro habló durante seis horas en la televisión cubana, dos horas para consumo interno y cuatro dedicadas a la CNN y al Papa de Roma, a quien llamó Papa amigo y coincidente con los ideales de la Revolución. Tras seis horas, incansable, Castro le preguntó a un propio cercano dónde había un baño. Asombroso para un señor de su edad esa resistencia tremenda.
Vi al Papa Juan Pablo II a dos escasos metros de distancia, dentro de su papamóvil, moviendo las manos al tendido, a la multitud que no dejaba de aclamarlo. Aquel hombre sagrado estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano. No parecía respirar, sino que jadeaba cuanto podía y se sobreponía al tremendo malestar físico de sus enfermedades y el calor terrible de Cuba. A mí me pareció un guerrero con una fe en sí mismo asombrosa.
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Me pareció una aparición que habitaba San Pablo, el hacedor del cristianismo que desembocó en el catolicismo vaticanista. Un San Pablo renovado y al mismo tiempo agotado en una batalla sin fin del bien contra el mal. Vi a San Pablo renovado en Juan Pablo II a dos metros de distancia, tratando de evitar aquella mueca de dolor que le doblaba el rostro trece veces por minuto o casa vez que quería respirar.
Años antes, García Márquez me había contado un episodio que yo nunca me creí, pero que vale la pena recordar. Estábamos en mi pequeño despacho del Instituto de Cooperación Iberoamericana. Gabriel venía de Roma, de una audiencia con el Papa.
Me contó entonces que de los ropajes sagrados del Pontífice se cayó un botón blanco al suelo y que él se agachó despacio a recogerlo en el mismo momento que el Papa se había agachado tanto también a recoger el botón que casi se chocan las cabezas en el aire. Gabriel retiró la suya y entonces el Papa hizo lo propio. Entonces el Papa se sintió en la obligación de intentar agacharse a recoger su botón, en el mismo instante en que Gabriel doblaba su espalda y se iba directamente a recoger el mismo botón. Estuvieron de nuevo a punto de chocar las cabezas, pero ambos se contuvieron y evitaron el golpe.
Dos o tres veces se repitió la función, hasta que el Papa se contuvo una de las veces y el escritor colombiano pudo recoger el botón y entregárselo a su Santidad. El cuento lo ha relatado el propio Gabriel en multitud de ocasiones, enriquecido por su imaginación y su estado de ánimo en cada momento e, incluso, creo recordar que en algún lugar del papel periódico donde escribía sus maravillosos artículos hubo una vez en la que salió ese relato del Vaticano.
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“Como ves, yo ya no me bajo de Papas ni de Presidentes”, me dijo al final del cuento en mi despacho, con aquel lenguaje de mamadera de gallo que tienen los costeños colombianos, donde no se sabe nunca donde está la verdad ni la broma, qué broma es lo que es broma y qué es verdad de lo que están contando.
A partir de todas estas reflexiones y de lo que vi en Cuba con Juan Pablo II, escribí mi segunda novela cubana, El Niño de Luto y el cocinero del Papa. Resulta que el día que el Papa llegaba a La Habana, yo invité a desayunar al Hotel Cohiba a mi amigo Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, biznieto y con el mismo nombre del patriota de la independencia cubana, Obispo Auxiliar de La Habana y gran personaje. Durante el desayuno, que fue interminable, Carlos Manuel me contó la historia del Niño de Luto y el cocinero del Papa con todo género de detalles.
Un papa que vale una novela
En un momento determinado, Monseñor se dio cuenta de que, contra mi costumbre, yo no hablaba ni una palabra y mantenía la boca cerrada oyendo todo cuanto me contaba con toda expectación e interés. “Juancho”, me dijo entonces el prelado, “tú no irás a escribir nada de lo que yo te acabo de contar, ¿verdad?”. “¡Todo, Carlos Manuel, todo, lo voy a contar todo!”, le contesté casi en tono exclamativo.
Monseñor Carlos Manuel murió hace unos años y ahora tengo un motivo menos para regresar alguna vez a La Habana a encontrarme con todos aquellos seres fantasmales que se clavaron en mi memoria y se transformaron después en personajes de novela.
Todo este recuerdo escrito comenzó con las imágenes televisivas de las exequias de Ratzinger en el Vaticano, recinto sagrado del que también tengo una crónica escrita —de la primera visita que hice al Santuario— que tal vez alguna vez vean ustedes impresa en esta columna miercolina de todas las semanas.