Eduardo Sotillos, periodista que llegó a ser Portavoz del Gobierno de Felipe González, tenía una manera muy original e interesante de analizar la realidad. Lo sé bien porque durante los dos años que codirigimos Los libros, el programa de TVE sobre literatura, nos reuníamos todos los días de 10 a 11 de la mañana a hablar de lo que había ocurrido ayer y de lo que probablemente ocurriría mañana.
Uno de esos días nos dio por hablar de los medios literarios en España. Dijimos de todo, pero Sotillos me sorprendió con una exégesis muy curiosa e inteligente: los premios literarios en España se les daban siempre a los mismos, unos quince o veinte autores por época; cada siete años más o menos esos autores ganaban un premio literario contundente que, aunque no moviera un canon, glorificaba a quienes tenían el placer de conseguirlos.
Sotillos llamaba a esos quince o veinte escritores con el nombre del Bombo. Si estabas en el Bombo, cada siete años más o menos serías galadornado con uno de las decenas de grandes premios literarios que habitan España. Si no estabas en el Bombo, la cosa era más complicada, aunque siempre había un resquicio por el que algunos se caían del Bombo y otros entraban a ganar cada siete años más o menos uno de esos premios literarios.
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El asunto no era tabú simple como parecía, pero lo refrendaba la realidad de los últimos veinticinco años: entrabas en el Bombo, premio; no entrabas en el Bombo, paciencia y a barajar. Pero todo tenía su lógica interna, no tan difícil de desentrañar, aunque había que reparar en ella con cierto interés para darse cuenta de las reglas del juego. Bueno, esas reglas permanecen vigentes hasta hoy, y desde mucho antes que Sotillos me lo descubriera, incorporándole los cambios de los tiempos, que no son pocos.
Con los premios, eso es otra cosa de la que hablamos Sotillos y yo estos días, los elegidos ganaban batallas o guerras. Depende de lo que se librara dentro del corazón del ganador. Las batallas, por supuesto, tenían menos valor que las guerras que, en el fondo, eran la función de los premios: ganarle la batalla o la guerra a todos los demás con un buen libro de poemas. Mucho que ver con la vanidad, porque para la vanidoteca y el corazón de un ganador no hay nada que provoque más euforia que ganar un premio. Euforia: compleja palabra para un ganador de premios.
La euforia hay que saberla contener porque suele ser más peligrosa que la tristeza
A aquel ganador que cree que ha ganado una guerra, personal o colectiva, con un premio literario la euforia lo ataca de tal manera que puede deschavetarlo durante una temporada o para toda la vida. El ganador se encocorica tanto con la euforia que a veces pierde el tino, sin caer en la cuenta que esa borrachera lo dejará en ridículo delante incluso de aquellos a los que cree que ha ganado una batalla y una guerra. Tengo para mí que la euforia hay que saberla contener porque suele ser más peligrosa que la tristeza y, bajo su efecto, se pueden cometer locuras de las que ya no se recuperan algunos o tal vez muchos, o todos.
La tristeza tiene mala prensa y todos tratamos de escapar de ella y de mantenerla lejos de nosotros, pero procura ratos de reflexión imponentes y suele aconsejarnos, al final de la escapada, un sobrio reconocimiento de quienes realmente somos. Mientras que la euforia, cuando ataca fuerte, si no se le controla desde los primeros momentos, destruye el tino de la cabeza y hasta se llega a engolar la voz y parecer un imbécil total.
La tristeza tiene mala prensa y todos tratamos de escapar de ella, pero procura ratos de reflexión imponentes
Conozco el caso de un amigo escritor, dislocado por la euforia al ganar un importante premio literario, que en la primera rueda de prensa tras ganar el premio contestaba una estupidez cada vez mayor ante un público asombrado. Aquel escritor es inteligente y tiene maneras y tablas suficientes para este tipo de embates, pero la euforia no le permitió ser quien realmente era y le destruyó la primera alegría tras ganar lo que para él, estoy seguro, era una gran guerra que englobaba unas siete u ocho batallas perdidas anteriormente.
Ese escritor no tenía ni idea de la teoría de Eduardo Sotillos, la teoría del Bombo, y luchaba a brazo partido contra enemigos, sombras inventadas y enfermedades varias como si fuera un nuevo Quijote lanza en ristre contra los fantasmas de su gloria, en torneos interminables que casi siempre perdía.
Porque la verdad es que tanto ese escritor como otro cualquiera lucha contra fantasmas, se enfrasca contra la conciencia de su propio fracaso, se enfrenta a su constante frustración por escribir cada vez mejor y por vencer al fin, al final del tiempo, la guerra que nunca —y lo sabe— ganará: superar a todos aquellos que lo precedieron en el arte de la palabra escrita y que, con Bombo o sin Bombo, ganaron la batalla de sus vidas llegando a ser grandes escritores.