No puedo asistir a los velatorios de mis amigos. No soporto verlos muertos, yertos, ausentes, vacíos absolutos para siempre. No puedo ni sé escribir obituarios de mis amigos muertos, de mis maestros y amigos, escribir con su cuerpo presente todavía tibio. Espero siempre para escribir su semblanza a que pase la impresión dura de la tristeza y la pena, el vacío y la ausencia definitiva. Y ahora lo hago sobre Jorge Edwards, cuando se me acumulan miles de recuerdos que salen apresurados del archivo de la memoria, episodios y viajes que vivimos juntos, inolvidables recuerdos con los que podría escribir un libro.
Era un gran escritor culto y cultivado, lector impenitente, exégeta certero, valiente cuando tuvo que serlo, divertido y magistral en la conversación, en el ensayo, en la marmolería escrita, en la historia contada verbalmente como si se supiera de memoria un texto ya escrito. Genial en la amistad y en la literatura, si hubiera sido inglés, Su Majestad la Reina lo hubiera declarado sir Jorge Edwards. Tenía toda la caballerosidad, la decencia, la honestidad pública y privada, la integridad ciudadana, la generosidad y los méritos que se le suponen a un sir del Imperio Británico. Pero era chileno, latinoamericano y español a la vez, y ciudadano del mundo como pocos escritores he conocido.
Conocedor profundo de las literaturas francesa, inglesa, norteamericana y latinoamericana, en general, comenzó escribiendo poemas para pasar de inmediato a la narrativa, al relato corto, a la fotografía verbal. Después, Balzac, Proust, Montaigne, un cierto Voltaire, otro cierto Sartre, Henry James, Faulkner, Cervantes y otros muchos más dejaron sus huellas en su obra literaria, de la que entresaco algunos títulos, aunque leí todos sus libros, tiempo a tiempo, con creciente placer y gusto: Los convidados de piedra, La muerte de Montaigne, Adiós, poeta, Persona non grata, El inútil de la familia, El peso de la historia o Fantasmas de carne y hueso.
El inútil de la familia es su novela más cervantina, una novela extraordinaria inspirada en su pariente el escritor Joaquín Edwards Bello. Jorge contaba con frecuencia una visita que había hecho a Borges en su casa de Buenos Aires. El maestro, cuando supo que era pariente de Edwards Bello, le hizo algunas preguntas. Y acabó con dos muy certeras: “Y escribió una novela que se titulaba El roto…”, dijo Borges a modo de pregunta. “Sí, maestro…”, contestó Jorge Edwards. “Y el protagonista se llamaba Esmeraldo…”, preguntó otra vez Borges levantando la cabeza… “Sí, maestro…”, contestó Edwards. Entonces, Borges se revolvió lentamente en su sillón, respiró hondo y dijo en tono porteño: “¡Es muuuchooo!, ¿no?”.
Ya se sabe todo lo que pasó con Persona non grata, su experiencia en Cuba en un alto cargo diplomático de Allende. Desde el momento de su publicación, Edwards fue excluido de festivales y traducciones, enviado a un doble exilio, liquidado en la gloria y los honores que la izquierda regalaba entonces y ahora a la consagración de los mediocres. Desde entonces fue autor de ese solo libro, todos los demás fueron enviados al índice de los libros prohibidos por el discurso político dominante en aquellos y estos tiempos, y Edwards pasó a ser un escritor silenciado por traidor.
Sólo por algo tan importante como decisorio: la verdad cuando se escribe, porque la verdad no le gusta nada a las tribus de mentirosos que rigieron la cultura y la política en el siglo XX y las siguen rigiendo hasta hoy escandalosamente y sin que nadie levante la voz...
Leí Persona non grata en uno de los primeros ejemplares que salieron de la imprenta a finales de 1973. Yo estaba en el despacho de Carlos Barral en Barral Editores, en la calle Balmes de Barcelona, cuando le trajeron los primeros ejemplares de imprenta. Carlos me dio uno y yo me fui a mi hotel de la calle Santaló 8, el hotel Cenit, me acosté en mi cama y leí el libro en una noche insomne y espléndida. Jorge Edwards había escrito una Epifanía completa, había descubierto todas las mentiras e hipocresías del castrismo y la nomenklatura cubana de la Revolución y el tinglado se le vino abajo a Fidel Castro, el más mentiroso y cruel de todos los jesuitas que he conocido en mi vida.
Había conocido a Jorge Edwards en una exposición de Castejón sobre la novela Cien años de soledad, en la galería Pecanins de Barcelona, cuyo catálogo llevaba textos de Vargas Llosa, Carlos Barral y yo mismo. Desde ese momento fuimos amigos cada vez más cercanos. Era un amigo y un maestro cómplice de todo cuanto hiciera falta, divertido, contador de historias inverosímiles y fantásticas y gran escritor.
Quiero recordarlo en un bar de la playa de Calafell, en un verano que pasé allí con mi familia, con Carlos Barral y con Edwards. Nos bañábamos en la playa hasta el amanecer y almorzábamos en ese bar cercano a esa misma playa, casi siempre almejas al natural, vivas, y vino blanco muy frío. Hasta volver a las andadas y emborracharnos con la misma borrachera de ayer.
En esa ocasión, un Jorge Edwards espectacular se subió encima de una mesa y comenzó a cantar y a bailar mientras nos regalaba un striptease casi cabaretero, quedándose en traje de baño y cantando con una copa de champán en la mano derecha como si fuera un actor de Hollywood. Insuperable, nunca repitió ese número en su vida, pero tenía otros, muy seductores y divertidos.
Ya dije que viajé con Edwards por todo el mundo. Estos días he recordado cientos de episodios que vivimos juntos por esas ciudades literarias del planeta. Impagables experiencias. Quiero recordarlo para siempre vivo, con un whisky en la mano y riéndose a carcajadas tras contar alguna anécdota de Neruda, su gran amigo, del que decía que era del Partido Comunista pero no era comunista…
Ahora, tras escribir esta nota de recuerdos, voy a sumergirme por segunda vez en su ensayo sobre Machado de Asís, un escritor brasileño al que admiraba mucho. Un ensayo delicioso y profundo, escrito con una delicadeza de sir del Imperio Británico, como todo lo que escribió en la vida. Siento su ausencia como un vacío. Un maestro nos deja de acompañar. Y un gran escritor y un amigo grande. Lo siento por mí mismo.