El mono asesino y salvaje que todavía llevamos dentro juega a matar con bombas cada vez más sofisticadas. Seguimos siendo monos, llevados a la violencia por los instintos que se sobreponen a la hipotética bondad de la condición humana, tan fuerte y tan frágil.
Corren por las redes sociales infinidad de frases de pensadores y, al otro lado del río y entre los árboles, charlatanes de todas las horas y épocas. Me quedo hoy con la de un pensador tan actual como clásico: el árabe del siglo XII Averroes. Sostiene Averroes que la violencia humana procede del odio que genera el miedo. Es decir, que la violencia humana procede de un instinto ancestral que el mono que llevamos dentro no ha podido controlar del todo. Tal vez porque no llevamos el suficiente tiempo en el mundo, quizá porque vamos abandonado los valores tradicionales que nos llegaron con la Ilustración, quizá porque el juego macabro del mono criminal nos gusta más que esa zona de confort que llamamos paz, entre guerra y guerra.
Ya he hablado en otras ocasiones de la leyenda que dice que Lenin, en las postrimerías de sus postrimerías, recuperó un momento de luz, como el Quijote al volver su alma aventurera a Alonso Quijano, para gritar: “¡Dios mio, qué hemos hecho!”. El líder soviético había seguido a lo largo de toda su vida la prédica dogmática de Karl Marx según la cual la violencia es la partera de la Historia. La muerte, la guerra y la esclavitud fueron los argumentos de la vida de Lenin, lejos de los valores de la Ilustración, lejos de la libertad individual del ser humano y más cerca del mono criminal que llevamos dentro.
La muerte, la guerra y la esclavitud fueron los argumentos de la vida de Lenin
Cada vez que puede el dichoso mono que somos en realidad se escapa de la paz y el respeto debidos y celebra el aquelarre de la muerte bombardeando la bondad que le queda al ser humano. El mono vuelve a la selva: sabe cuando entra, pero no sabe cómo se sale. Además, parece gustarle en exceso el juego macabro de la guerra, del bombardeo del enemigo, y le gusta ser amigo del caballo negro del Apocalipsis y de todos los elementos de la destrucción humana.
Es leyenda admitida que cuando Goethe estaba ya en sus últimas respiraciones, se atrevió a decir sus mágicas palabras: “¡Luz, más luz!”. El erudito ilustrado gritaba por la luz, el material fundamental de la Ilustración, el que va desde la educación al respeto, el que camina por la senda de la paz y el encuentro pacífico entre los seres humanos. “¡Luz, más luz!” es en realidad un pronunciamiento contra el juego macabro y repetitivo del mono asesino; un grito de resistencia frente al ablandamiento de las costumbres y el triunfo del relativismo mediocre.
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Hoy como ayer, vivimos tiempos convulsos, vivimos años peligrosamente imbéciles, en la línea misma de un abismo suicida donde la violencia, disfrazada de insalvables creencias religiosas, nos lleva una vez tras otra al peor escenario: la muerte del ser humano a manos de otro ser humano, colectivos enfrentados hasta más allá de la sangre, asesinados en nombre de cualquier dios de todos los peores que hemos inventado para justificar nuestros crímenes.
Los que más saben, que no son los llamados expertos, sino los que saben que saben poco pero lo poco que saben lo saben porque lo saben decir, nos dicen que el peor defecto de esta nuestra sociedad del desastre y del suicidio descansa sobre una macabra falta de educación.
Cuando Goethe estaba ya en sus últimas respiraciones, se atrevió a decir sus mágicas palabras: “¡Luz, más luz!”
Ya hace tiempo que sospechamos que nuestras élites, conducidas a la locura por la ambición del dinero y el poder, no quieren de ninguna manera que pensemos; quieren que no pensemos en nada, que no sólo no pensemos sino que perdamos la funesta memoria de pensar, que nos entretengamos con el circo y el pan de cada día, que nos olvidemos del resto y de la educación que nos debemos a nosotros mismos y a los demás, que nos entreguemos a una vida floja y frágil en la que pensar se ha convertido ya en el menos común de los sentidos.
En definitiva, que caminemos seguros hacia la estupidez más supina. Eso es lo que parece que nos piden las élites. Y que nos conformemos con un salario de miseria como si esa dádiva fuera un manjar maravilloso que nos libera de la esclavitud y nos hace ser humanos dignos y elegantes.
Nuestras élites, conducidas a la locura por la ambición del dinero y el poder, no quieren de ninguna manera que pensemos
Einstein lo dijo hace mucho tiempo: el número de imbéciles en la Humanidad es incontable. Hoy podíamos decir que los incontables imbéciles de los que hablaba Einstein se mezclan todos los días con los monos asesinos que juegan con la violencia macabra de las guerras, las bombas y la muerte de miles y miles de personas, hasta llegar a millones en muchas ocasiones.
¿Es el mono criminal que se nos escapa de los siglos el que nos hace caminar de nuevo hacia la selva, la locura, el enfrentamiento global a todas las escalas? Hay que tomar partido sin tardanza: o exigir como Goethe “¡Luz, más luz!” o apuntarnos nosotros también a la barbarie de la guerra contra la civilización de la paz.