El increíble caso del Doctor Gaviota
Hasta que Joseph Mitchell no publicó su reportaje sobre Joe Gould, nadie sabía dónde escribía su interminable historia, un tesoro literario de más de mil cuadernos.
En el año 80 del siglo pasado hice mi primer viaje a Manhattan con Carlos Barral y otros poetas y novelistas españoles e hispanoamericanos. Allí escuché por primera vez, de labios de la legendaria Barbara P. Salomon, la historia no menos legendaria y más o menos confusa de un escritor bohemio, neoyorquino, asiduo al Village y que respondía al nombre de Joe Gould.
Su alias era Doctor Gaviota porque decía que en cuanto podía se escapaba a los muelles para hablar con sus amigas más cercanas, las gaviotas. El tiempo que no dedicaba diariamente a escribir, caminaba todo el tiempo por Manhattan y lo pasaba hablando en cafés, tabernas y restaurantes que frecuentaba y donde lo respetaban mucho.
Casi siempre comentaba capítulos de su gran proyecto literario: una nueva historia del mundo que cambiaría la visión de todo lo que hasta ahora conocíamos y daría lugar a una nueva época de entendimiento entre los hombres.
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Hasta que el no menos mítico periodista Joseph Mitchell no publicó su reportaje sobre Joe Gould en The New Yorker, nadie sabía dónde vivía, ni dónde escribía la interminable inmensidad de su historia ni, finalmente, dónde guardaba bajo doce llaves el gran secreto de su vida: su escritura sobre la nueva historia que alumbraría a la Humanidad.
Joseph Mitchell llegó a contar, al escribir del Doctor Gaviota, que en cuanto escuchó hablar de Gould quedó zarandeado con su leyenda y dedicó un tiempo hasta que lo encontró. Gould no le hablo en principio de su secreto sino del lenguaje de las gaviotas que él había aprendido para hablar cuando quisiera con ellas, sus amigos, en los puertos de Nueva York o en las orillas de Hudson.
Cuando Mitchell se ganó su confianza, Gould le contó rasgos y detalles de su gran proyecto escrito a mano en más de mil cuadernos, pero nunca le dijo donde tenía guardado su tesoro literario. Con el tiempo, las investigaciones periodísticas de Mitchell consiguieron, tras laboriosos trabajos, la clandestina dirección del Doctor Gaviota y, más tarde y tras mucho tiempo, encontró el tesoro escondido de Joe Gould.
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Su sorpresa fue enorme al estudiar los trabajos del amigo de las gaviotas. Sí, había cientos de cuadernos, pero había una particularidad en ellos que los convertía en iguales: todos los cuadernos tenían escritos el mismo texto, el primer capítulo de la nueva historia del mundo. Todos eran iguales.
Con toda esa historia y la leyenda de Gould a cuestas, Mitchell escribió El secreto de Joe Gould, que tuvo un éxito de lectores tal que su texto fue el que pasó a la leyenda literaria de Manhattan, específicamente del Village. Escritores como Salmón Rushdie y Doris Lessing aplaudieron el texto y la leyenda, de modo que se terminó por hacer una película con el mismo título del libro de Mitchell sobre el caso de Joe Gould que yo vi en un cine de Madrid años más tarde. Déjenme decirles que el texto de Mitchell es muy superior, inmensamente mejor que la película del caso.
Cada vez que he vuelto a Manhattan mi peregrinaje al Village a la búsqueda de datos, historias, percances y batallas perdidas de Joe Gould y sus gaviotas se hizo obligatorio. Calles y plazas del Village, tabernas marginales, restaurantes donde Mitchell decía que paraba a comer de vez en cuando, lugares extraños que para mí fueron las huellas del Doctor Gaviota. Nadie sabía nada de él en ningún lugar. Pero un día encontré una de esas tabernas donde Mitchell dice que Gould era un cliente frecuente: Minetta Tavern.
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De modo que, desde entonces aquel que fue antro de artistas e intelectuales como Eugene O'Neill, Ezra Pound, Dylan Thomas o Ernest Hemingway, hoy es un restaurante de gran calidad, y se convirtió en una de mis paradas favoritas en Manhattan. Cierto, se come y se bebe muy bien. Ostras, salmón ahumado de gran calidad y vino blanco de California.
Y se está muy agradablemente rodeado de fotografías de famosos como los citados, clientes extraordinarios de otra época, que cuelgan sobre las paredes como recuerdos eternos. ¿Y el Doctor Gaviota? Ni rastro. Ni siquiera de su nombre. Lo sé porque cada vez que voy al Minetta Tavern hago la misma pregunta: ¿dónde esta la foto de Joe Gould? Nadie en la taberna conoce a Gould ni nunca ha oido hablar del Doctor Gaviota y su gran secreto.
Me resisto a dejar de ir al Minetta. Siempre lo hago y siempre sigo el mismo ritual. Después, con la misma respuesta negativa de clientes y personal de la taberna, cruzo unas calles y me voy a Washington Square. Me siento a rendir visita a la escultura de Garibaldi. No hay gaviotas por los alrededores.
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Sólo palomas que no dejan de revolotear en torno a Garibaldi. A unos metros de donde, sentado cómodamente en un banco, me fumo uno de mis tabacos de vitola “señoritas”, el El Guajiro tinerfeño, un imitador callejero de Charlie Parker (vaya uno a saber si uno de esos fantasmas que se han escapado del cuento El perseguidor de Cortázar), toma su saxofón con notas tristes de jazz al viento en el atardecer de Manhattan.
Yo pienso en Joe Gould y en su leyenda, e intento, con todo detalle, entablar una imaginaria charla vespertina con el creador de su propia leyenda, de su propio mito, ensayando algunas frases breves en el lenguaje de las gaviotas.