Una persona durmiendo en un sofá. Foto: Pixabay

Una persona durmiendo en un sofá. Foto: Pixabay

A la intemperie

Dormir de día como acto de venganza

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Para mí dormir durante largas horas del día a esta avanzada edad que estoy viviendo es una venganza frente al calvario que viví hasta los 60 años: madrugar todos los días a las 6 de la mañana y no parar de trabajar y escribir hasta la noche.

En los últimos meses esa venganza —dormir de día— ha ido a mucho más porque el insomnio viene a buscarme muchas noches y me agarra en el momento en que estoy escribiendo mentalmente la novela que me obsesiona —pienso que escribo en el duermevela— y esa euforia rara me lleva a despertarme toda la noche. Entonces me levanto y me pongo a escribir de verdad —escribo que escribo, como escribe el gran escritor mexicano Salvador Elizondo en El grafógrafo— hasta el amanecer.

Pónganse en mi lugar: he desayunado sobre las 4 de la madrugada y escribo que escribo hasta las primeras luces.

La venganza es, al mismo tiempo, una recompensa: dormir de día. Sucede muchas veces que esas largas sobadas diurnas —toda la mañana hasta las 2 o las 3 de la tarde— me hacen soñar disparates que hasta tienen un fondo de divertida brillantez.

Entre esos sueños locos hay uno repetidamente recalcitrante. Es una fiesta interminable, al estilo de las fiestas intelectuales de Barcelona de los años 70 pasados, un jolgorio carnavalesco propio de aquella tan famosa infame turba llamada gauche divine, fantasmas de la vida, modelos fracasadas, actrices en la onda, editores que descubren escritores escondidos en un falso fracaso, advenedizos que se pegan como lapas a los famosos de ocasión, algún que otro profesor despistado de los que todavía fuman tabaco en pipa y gentes así, del callejón de los inútiles y los perdedores que se resisten a serlo aunque se saben ya en el infierno.

Tengo la impresión de que la casa donde se celebra la fiesta intermimable es de cristal, llena de escaleras imposibles pobladas por legiones de bebedores y mujeres bellas

Tengo la impresión —en la memoria, una vez despierto— de que la casa donde se celebra la fiesta interminable es de cristal, llena de escaleras imposibles de las que pintó M.C. Escher en algunos de sus laberintos, escaleras pobladas por legiones de bebedores y mujeres bellas, que suben y bajan riéndose a carcajadas, con la lascivia de la juventud atrevida y revoltosa a flor de piel. Alcoholes extraños, olores fragantes de María la Buena, el porro a chorro en cada esquina, en cada cama de cada habitación con las puertas medio cerradas, medio abiertas, la Lady de Noche vestida de blanco, flotando en el aire el polvo secreto que hizo volar a Remedios la Bella hasta el cielo en medio de su gran soledad. La noche corriendo a chorros.

¿Y en qué Barcelona está ese castillo de cristal mágico y fantástico, lleno de placeres y de tiempos para contar en el futuro? Descubrir de repente, en medio de la noche, del sueño de la noche, que no es Barcelona sino Madrid la ciudad donde está esa casa selvática y moderna a la vez, y que no estamos en los 70, aunque lo parezca por el atrezo y las carcajadas, es toda una sorpresa. Está en Madrid, entre la trasera de Las Cortes y la calle Barquillo, un revoltillo de paisajes urbanos que me son cercanos y agradables, pero ir a buscar en la realidad, fuera del sueño loco del día, esa cueva única y secreta, es otra ilusión del sueño que se esfuma como el humo cuando se fuma.

Esas cosas nos pasan a los escritores con frecuencia: viene el brujo del insomnio y comenzamos a jugar con las palabras como si fueran objetos de diversión hasta, apenas sin darnos cuenta, fabricar en el aire de un simple sueño toda una existencia reincidente y crápula, la juventud vivida en la inconsciencia, la sangre suelta y suicida caminando por las ramblas de la noche hacia tal vez el Oriente Eterno.

Más allá de todo esto están los muertos que se nos aparecen en cualquier escalera de la noche, los amigos que se han ido marchando desde el alcohol al olvido o a algún rincón parecido a la nada, un rincón vacío de ilusiones y lleno de aire irrespirable; los viejos amigos escritores, dipsómanos, fanáticos, enloquecidos por las carcajadas propias y las de los demás, atrevidos hasta el abismo pero ni un milímetro más.

Todo eso pasa en los sueños cuando el escritor duerme de día. A mí me ocurre que no quiero, al menos en esos momentos del sueño, salir de la fantasía que he ido inventando sin darme cuenta, una suerte de melodía muy parecida a la que Chaplin escribió para Oona y estrenó en la película Candilejas, mitad alegría melancólica, mitad miedo a que termine todo de repente, al despertar del mediodía. Y, tengo que confesarlo, la aventura cansa. Volver al pasado en un sueño recurrente que nunca es el mismo ni exactamente igual cansa, aunque no aburre, sino todo lo contrario.

Ahora termino de escribir este sueño despierto cuando son las 5:28 de la madrugada de la Noche de Reyes… ¡Qué mayor ilusión que aquella, los regalos, los Reyes, los camellos! Y durante los años de la infancia feliz soñábamos despiertos y dormidos con esta noche distinta y única. Y creíamos en ella porque queríamos soñarla, inventarla, vivirla.