Hace ya algunos años, Julio Medem se vio envuelto en una polémica demasiado agria y agresiva por un error tremendo en su (justamente) denostada La pelota vasca. Medem es un buen tipo y las intenciones eran buenas, pero el documental incurría en un error moral grave: al crear un montaje paralelo en el que se equiparaba a los familiares de presos y sus indiscutibles penurias, con las mucho más terribles e injustas de las víctimas de ETA, su esfuerzo por la concordia acababa tornándose en su contra al proponer una paz inaceptable en la que unos y otros serían culpables y víctimas cuando salta a la vista que no es lo mismo tener que coger un autobús a Cádiz para visitar a un hermano preso que haberlo perdido de la forma más terrible imaginable.



Un error parecido puede detectarse en la hasta entonces eficaz y sólida La deuda. La película cuenta en dos tiempos, los años 60 y finales del milenio, la historia de tres agentes del Mossad destinados en el Berlín comunista para arrestar y llevar a Israel al "cirujano de Birkenau", un tenebroso médico nazi que es un sosias de Mengele. El nudo de La deuda está en partir de un dilema, ¿hasta qué punto es mejor una mentira que una verdad si la primera causará alegría y alivio y la segunda deshonra y dolor? ¿Pero cuánto nos ata? ¿Hasta dónde somos capaces de soportarla? Protagonizada por Helen Mirren, es una película que, de no tener un final inaceptable, hubiera podido ser un muy digno thriller.



Además de Mirren, los otros actores también aportan excelentes interpretaciones, ahí están Tom Wilkinson, Sam Warthington o los más desconocidos pero asombrosos Jessica Chastain, Mirren de joven, y Ciarán Hinds. Los diálogos fluyen, la narrativa cinematográfica funciona y es especialmente bello cómo se ha captado la luz de Tel Aviv en el tiempo presente. La dinámica de la relación entre los tres personajes en el piso de Berlín está bien contada, es profunda y te la crees. Es conmovedora y trágica. Con tan buenas bazas, es una pena que John Madden haya decidido apretar las tuercas y no conformarse con una buena película para hacer una obra maestra que en ningún momento ha tenido entre manos.



Esa ambición que se vuelve, como en el caso de Medem, contra sus propios intereses es el inaceptable paralelismo final, sugerido a lo largo del metraje, por el cual quienes una vez fueron víctimas están destinados a convertirse en verdugos. Es algo que nos han contado otras películas, algunas con asunto parecido como Munich, de Steven Spielberg, en la que denunciaba con contundencia y brillantez los efectos devastadores del rencor cuando se establece como pauta política. Sin embargo, lo que en Spielberg era verdadero y profundo, en La deuda se convierte en artero y equivocado. Por muy mentirosos que hayan sido los agentes del Mossad, quienes, por otra parte, dan de comer a su preso y están obsesionados, a mucho mayor riesgo de sus propias vidas, con darle un juicio, bien que por motivos de publicidad eso sí legítimos, pero al fin y al cabo, un juicio. Por tanto, sus "crímenes", que no son muchos ni desde luego sanguinarios, están infinitamente lejos de los de un monstruo psicópata que no sólo participó en el Holocausto, sino que experimentó con seres humanos.

Decir, por tanto, que esos tres agentes veinteañeros del Mossad con las hormonas un tanto disparadas que luchan por una causa tan absolutamente justa como cazar a un criminal abyecto acaban siendo "lo mismo" o ni siquiera algo "remotamente parecido" es un supuesto moral inaceptable. Este final tramposo y erróneamente transgresor es lo que acaba convirtiendo una buena película en una mala.