Durante los años 90, numerosos intelectuales hicieron fortuna teorizando sobre "la muerte de la novela". Algunos de ellos eran novelistas, lo cual permitía vislumbrar un extraño caso de autoodio o una insólita voluntad de quedarse sin trabajo. Desde entonces, la supuesta desaparición de la novela se ha convertido en un tópico y son pocos los escritores que no tengan que responder sobre ello en cada entrevista que conceden. La respuesta que siempre me ha gustado más fue una de Jonathan Littell, quien dentro de su tono chulesco habitual, explicaba que le seguía gustando leerse novelones con intrincadas tramas y personajes inolvidables y le importaba un bledo lo demás. A mí también. No sé si la novela ha muerto o morirá, espero que no y lo dudo, pero yo las seguiré leyendo aunque ya no se escriban más. Cosa, por cierto, bastante poco probable como saben las editoriales, que reciben manuscritos a toneladas.



Dentro del clima apocalíptico en el que vivimos, a la crisis económica se suma un cambio de modelo de consumo cultural revolucionario, a la novela la sigue en el cementerio el cine. Son muchos quienes están de acuerdo. Los productores, incluso los millonarios, o sea, los americanos, han asumido la decadencia del sector como un hecho y el recorte en el número de títulos ya es un hecho. No está muy claro si en muchos casos ese recorte no tiene más que ver con la perpetuación de unos márgenes de negocio exorbitantes y la reducción del riesgo comercial a menos cero. Cosa insólita, hace poco un suplemento certificaba de golpe la muerte del cine y la de la novela al mismo tiempo y vanagloriaba a sus sustitutos, las series de televisión. Está claro que las hay muchas y muy buenas pero corre el riesgo de las profecías autocumplidas y hay quien crea que ya puede justificar eternamente su ignorancia porque Thomas Mann es una antigualla y con ser un experto en Mad Men uno ya es un hombre del renacimiento.



Un artículo publicado estos días por el New York Times firmado por uno de sus críticos más icónicos, A. O. Scott, se titula "Film cultures isn't dead after all". Nos explica Scott que en Estados Unidos proliferan los libros con dolorosas elegías a la muerte de lo cinematógrafo. David Henby, crítico de New Yorker, acaba de publicar Do the Movies Have a Future? en la que acusa a Hollywood de haber abandonado al público adulto para hacer estupideces para adolescentes terminando así con toda una etapa de la Cultura Contemporánea. David Thomson, uno de los críticos más respetados del mundo, sostiene en The Big Screen precisamente que la muerte de la "pantalla grande" significa el funeral del cine y acusa a Steven Spielberg de ser su enterrador al haber creado con Tiburón una película al mismo tiempo fantástica de ver que no trata sobre nada. "La sensación ha eclipsado a la sensibilidad", sostiene. John Banville, en su crítica para el Observer, le da la razón y argumenta que esa decadencia del cine va pareja a nuestra propia decadencia como civilización: "El nuevo fascismo será más amistoso que la versión cutre de los años 30, pero tan mortal como la indiferencia de la tecnología, la locura sin fin de la publicidad y los shopping malls americanos".



J. Hoberman, del exquisito algunas veces hasta el absurdo Village Voice, en Film After Film decreta el fin de la cinefilia. Expone dos motivos, uno "el cambio de la cámara fotográfica a la digital" acompañado de la capacidad de los modernos ordenadores para crear mundos de fantasía sin conexión con la realidad. Dos, el 11 de septiembre dejó tibio cualquier espectáculo cinematográfico y le quitó su categoría de show por excelencia. En resumen, como decía Costa Gavras el otro día en El Cultural, el cine ha perdido "su mística" y se ha vulgarizado. Es lo mismo que cuando Walter Benjamin hablaba del "hic et nunc" de la obra de arte, esa "autenticidad" mágica y mitológica que desaparecía de la Mona Lisa cuando comenzaba a ser reproducida en pósters, tazas y camisetas. A todas luces, se impone una relectura de la obra de arte en la época de su reproductibilidad a la luz de la aparición de Internet y quizá es curioso que estos cambios "excepcionales" de hoy nos plantean problemas no tan nuevos.



La cuestión es complicada y no se puede resolver con ironías o comentarios más o menos idiotas sobre la edad de los autores (Scott acusa a Thomson de ser un viejuno que echa de menos "los besos y cigarrillos" de su juventud) y plantea, de hecho, no la muerte del cine, porque el cine no morirá mientras haya gente dispuesta a hacer películas y otros a verlas, y hay muchísima más gente que nunca a ambos lados, sino la realidad de esa pérdida del "hic et nunc" de la obra cinematográfica y el futuro mismo del cine, lo cual no es broma.



Hay varias cuestiones de fondo. Por una parte, no está nada claro que un Ipad sea el mejor lugar para ver una película, ninguna película. Por la otra, y esto es crucial, está la cuestión no solo de la pantalla grande, también de las distracciones. La sala de cine nos ofrece también la oportunidad maravillosa de ver una película sin ser interrumpido constantemente por mensajes, notificaciones de Facebook o las novedades del correo electrónico. Estos días, Jonathan Frazen hablaba de Internet como la adicción del siglo XXI y no le falta razón. Existe, por otra parte, la cuestión real de la decadencia de Hollywood, pero al mismo tiempo surge ese nuevo cine de los países emergentes que desplaza el monopolio cultural del último siglo. En el mundo anglosajón, es frecuente que confundan sus propios problemas con los de todo el mundo. En cualquier caso, continuará...