Hijo de un industrial británico y una condesa, el IV Conde de Berlanga de Duero es una rara avis en nuestra cinematografía que desplegó su fino talento en una serie de películas que miraban al Hollywood clásico que conoció de primera mano. Mientras el cine de posguerra “con pretensiones” se inspiraba en Italia y su neorrealismo para contarnos desdichadas historias de supervivencia, Edgar Neville (Madrid 1899-1967) se dedicó a retratar a su propia clase privilegiada recreando esas sofisticadas comedias sobre la alta sociedad que dieran fama eterna a directores como Gregory La Cava, Ernest Lubitsh o George Cukor. Cuenta su secretaria durante veinte años, Isabel Vigiola, que a Neville le odiaban los “progres” y los de “Raza”. Es fácil entender por qué y ahí está uno de sus grandes logros, Neville disfruta creando glamour en pantalla con esas sofisticadas damas con maravillosos sombreros y al mismo tiempo su cine transpira libertad y gozo, dos valores no apreciados precisamente por el franquismo.
Amigo de Chaplin y uno de los pocos españoles que trabajó en la edad dorada de Hollywood, Neville fue sobre todo un enamorado de su ciudad, Madrid, a la que retrata una y otra vez en sus películas buscando no sus callejones más oscuros sino sus salones palaciegos en los que los personajes puedan desplegar esa ironía e ingenio que los caracterizaba heredero de grandes precursores como el propio Oscar Wilde o Noel Coward. Amante de Madrid y de las mujeres, las películas de Neville reivindican el espíritu indómito de una femineidad que veía al mismo tiempo fuente de belleza y sofisticación como de rebeldía ante los corsés de una sociedad machista y anquilosada a la que critica sin piedad en sus filmes con la elegante sutileza que define su obra.
Pasada la guerra civil, donde rodó documentales sobre la contienda para el bando nacional como La ciudad universitaria (1938), Neville realiza dos cortometrajes como Verbena (1941) y La Parrala (1942) en el que homenajea a ese Madrid bullicioso, jaranero y flamenco que le fascinaba. Obtiene uno de sus primeros éxitos con la que hoy sigue siendo quizá su mejor película junto a La vida en un hilo y El baile, nos referimos a la mítica La torre de los siete jorobados (1944) en la que el cineasta adapta una novela de Emilio Carrere de marcado acento romántico para contarnos la historia de un joven (Antonio Casal) al que visita un espectro que le ayuda a ganar en el casino a cambio de que salve a su sobrina de las garras de aquellos mismos que lo han asesinado a él.
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Hay una enorme influencia del expresionismo alemán en este filme que como los clásicos de Murnau o Fritz Lang juegan con las sombras para presentarnos un Madrid subterráneo y atroz en el que como en M, El Vampiro de Dusseldorf de Lang el subsuelo está habitado por delincuentes y gentes de mal vivir que habitan en las sombras de la cotidaneidad. Es un viaje a los infiernos en esa torre inversa habitada por siniestros (y cobardes) jorobados que sirve también como metáfora a los temores y obstáculos que el protagonista debe salvar para conquistar al objeto de su amor. Dotada de una atmósfera al mismo tiempo inquietante y romántica, es un filme de tintes oníricos y espectrales con una enorme fuerza plástica.
En su siguiente filme, Domingo de Carnaval (1945), Neville refleja la época de fin de siglo del XIX, un tiempo que visitaría en numerosas ocasiones, para hacer una semblanza de ese Madrid popular y ruidoso que tanto disfrutaba. Aparece Conchita Montes, quien fuera su compañera sentimental durante décadas y musa con la que encontró la horma de su zapato. Aristócrata y refinada, Montes tiene la inteligencia y la fuerza para convertirse en una versión hispana de esas mujeres fuertes con la belleza de los diosas que Hollywood exportaba con grandes damas como Katherine Hepburn, Marlene Dietrich o muy específicamente Carole Lombard, con la que comparte la facilidad para el sarcasmo y la frescura.
Montes interpreta a la humilde hija de un relojero acusado en falso del asesinato de una avara prestamista (los prestamistas salen mucho en sus películas quizá porque los conoció bien en vida) a la que todos odiaban y envuelta en un sórdido crimen relacionado con el tráfico de drogas. Hay secuencias magníficas como esa reunión de los malvados disfrazados con carotas en torno a una mesa en este filme en el que Neville disfruta recreando ese Madrid galdosiano de vendedores que gritan las virtudes de sus remedios en pleno Rastro y donde capta el espíritu de la ciudad con esos hombres que pelean a voz en grito o esas mujeres que cuando se reúnen hablan todos al mismo tiempo.
La vida en un hilo (1945), de la que Gerardo Vera realizó un remake en los años 90, tiene un magnífico guión. Mucho antes de que se hablara del “efecto mariposa” Neville realiza una comedia romántica alrededor de la idea del azar para contarnos la historia de una viuda que ha sido desdichada en su matrimonio porque, sin saberlo, a la salida de una floristería tomó el taxi equivocado y acabó casándose con un aburrido hombre de provincias y no con un chispeante escultor que la hubiera hecho feliz.
Crítica demoledora y divertidísima de esa burguesía de provincias, y no tan de provincias, hipócrita y plagada de prejuicios que pasa la vida criticando a los demás en un entorno clasista y machista hasta la extenuación. La vida en un hilo es la gran comedia sofisticada de Neville gracias al encanto de unos diálogos vivos y espontáneos donde ofrece una ácida fábula sobre el papel del azar en nuestras vidas con esa bruja que ve el pasado para descubrir el futuro, en la que sobresale en todo momento la belleza y el chic de esa maravillosa Conchita Montes a la altura de las grandes damas del cine clásico.
Un misterio criminal vuelve a ser el punto de arranque de la muy galdosiana El crimen de la calle Bordadores, donde Neville se vuelve a acercar a ese mundo del hampa y los bajos fondos que también le fascinaba. Protagoniza una de sus actrices fetiche, la fabulosa Julia Lajos, señora madura y entrada en carnes en la piel esta vez de una condesa enamorada de un jovenzuelo de mal vivir que la corteja para desplumarla. Más oscura y perversa que sus otras películas, el habitual retrato de costumbres de ese Madrid finisecular se convierte en un dramón en toda regla con ecos incluso de ese Zola naturalista para narrarnos el sacrificio de una madre coraje dispuesta a todo por salvar a su hija. Un filme en el que sí aparece la miseria de un Madrid empobrecido y en el que el aristócrata Neville realiza una contundente crítica de la rigidez de la separación de clases y el triste sino de los pobres.
Película extraña en su filmografía, por estar ambientada en la actualidad y no en el siglo pasado y por su tono rotundamente dramático, Nada (1947) es una sólida adaptación de la famosa novela de Carmen Laforet en la que de nuevo Montes logra dar gran profundidad a la mezcla entre vulnerabilidad y asco de esa protagonista sometida a las tensiones de una familia burguesa y enloquecida que habita bajo el mismo techo entre la miseria moral y la ruina económica y donde la protagonista no aprende “nada” como reza ese demoledor final.
El Madrid del siglo pasado con sus salones palaciegos y sus damas sofisticadas que tanto le gustaba vuelve a aparecer en la bella El marqués de Salamanca (1948), homenaje al hiperactivo aristócrata malagueño que impulsó el que debía ser el primer ferrocarril de España (se le adelantaron los catalanes) o construyó el que hoy se conoce como barrio de Salamanca en honor de su promotor. Un hombre de acción y riesgo en un Madrid resquebrajado por las luchas políticas siempre al borde de la ruina y enamorado perdidamente de una gran dama (Montes) que le quiere bien pero no le corresponde para crear una figura al mismo tiempo trágica y majestuosa que sirve como homenaje a esos héroes españoles que han modernizado este país a base de disgustos y zancadillas.
El último caballo (1950) con Fernando Fernán Gómez en el papel de un oficinista enamorado de su caballo de la mili dispuesto a cualquier cosa para que no lo malvendan a un empresario taurino y acaben matándolo en la plaza fue uno de sus mayores éxitos. Aquí emerge ese Neville muy influido por el gran Hollywood dorado con este filme que homenajea al espíritu piadoso de Frank Capra para contarnos la historia de un buen chico que se revela contra las prisas y los ruidos de la vida moderna. En todo momento deliciosa, es una conmovedora comedia romántica en la que Montes nos regala una de sus mejores interpretaciones, esa sensacional vendedora de flores con la que Neville homenajea a la mujer sencilla española.
El baile (1959), que después se adaptaría para la televisión y que ha conocido diversos montajes teatrales, es una de sus obras más célebres por derecho propio. Es una película bellísima en la que Alberto Closas y Rafael Alonso interpretan a dos viejos amigos pertenecientes a la aristocracia que llevan toda la vida enamorados de la misma mujer con la diferencia de que el primero se ha casado con ella y el segundo, no. Versión avant la lettre y “casta” de esa Jules y Jim de Truffaut que revolucionó las costumbres, es un filme bellísimo en el que Neville trata un asunto que siempre le interesó, el del hombre platónicamente enamorado de una mujer que no le hace caso como ese marqués de Salamanca que nunca supera su primera pasión y permanece soltero, para realizar una oda a la amistad y una elegía del paso del tiempo en un filme que nos conmueve por la facilidad con la que Neville muestra la realidad de la complejidad de las relaciones humanas.
Termina su filmografía con Mi calle (1960), filme en el que homenajea ese Madrid de finales del XIX de muchas de sus películas, un Madrid mucho más feliz y glamouroso que el del franquismo, para contarnos las muchas turbulencias de la historia de España a través de los personajes de una calle del barrio de La Latina de Madrid: el niño aristócrata que no quiere ir vestido de escocés y preferiría jugar con los chavales de la calle, la criada enamorada de un organillero con trágico final o esa otra que sueña con triunfar en los cabarets de Madrid como cupletista. Hay algo del espíritu del John Ford de El hombre tranquilo en este retrato sentido de las virtudes de la gente sencilla y de la solidaridad de un pueblo enfrentado ideológicamente pero que llora igual a sus muertos y a sus tragedias.
Es el espléndido punto final a una trayectoria en la que Neville supo convertir lo aparentemente ligero en un hondo comentario sobre la sociedad de la época y las universales pasiones humanas.