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Imagen de la serie Atlanta[/caption]

Cada año, cuando se anuncian las candidaturas de los premios de la televisión norteamericana, el público seriéfilo parafrasea, con la voz rota de rabia, aquella canción que los Sex Pistols dedicaron a una multinacional discográfica. Solo que ahora en lugar de increpar a EMI, le suman un par de letras y la indignación recae sobre esos EMMY que siempre se olvidan de la serie que a mí me gustaba y nominan esa bazofia que ni siquiera he visto. Pero aquí no estamos para inventariar agravios sino para analizar la cosecha desde otra perspectiva. Con todos ustedes, las candidatas a mejor comedia y a mejor drama (entre junio de 2016 y mayo de 2017).

Comedia. El ánimo de ofender.

Modern Family. Esta comedia familiar inocua y con moralina al final de (casi) cada capítulo vuelve a formar parte, un año más y ya van ocho temporadas, de las elegidas. La incuestionable química actoral y el talento para el gag del equipo de guionistas comandado por Steven Levitan y Christopher Lloyd no oculta la simpleza de una propuesta que convierte la estética del falso documental en un recurso inmotivado y la disfuncionalidad familiar -matrimonio gay, interracial, diferencia de edades,…- en un rareza cool. Diferentes sí, pero con pasta.

Black-Ish. En la sección de risas permitidas figura también Black-Ish, la comedia afroamericana de Kenya Barris que, lejos de incomodar enarbolando la bandera de la controversia racial sigue la senda marcada por El príncipe de Bel-Air. Anthony Anderson y Lawerence Fishburne rayando a gran altura no logran disimular ese tufillo acomodaticio que lleva al show de la ABC a marcarse un laudatorio a los estudios Dinsey en el episodio inaugural de su tercera temporada. Es el establishment, tíos.

Atlanta. Al sur, muy lejos de la corriente dominante, está Atlanta, sin duda la gran revelación cómica de la temporada. Aquí la sonrisa no nace de la condescendencia, nos reímos con (y no de) las desdichas de la nueva generación de afroamericanos que trata de sobrevivir en el seno de un sistema asfixiante (de ahí está esa planificación que empareda a los personajes). La música como vía de escape y como camino al éxito, los suburbios, la violencia… Podría recordar a The Wire -también hay sofá- si no fuera por su desprejuiciado sentido del humor y por un afán rupturista que alcanza su cénit en el capítulo séptimo, B.A.N. (Black American Network). Donald Glover es una de las mejores cosas que le ha pasado a la televisión este año.

Master of None. Menos ácida en su mirada crítica hacia el entorno pero con un refinamiento formal sin parangón en la teleficción actual -estamos ante una serie manierista- Master of None crece en su segunda temporada. Baste como ejemplo el episodio inaugural (The Thief) en el que para narrar el exilio voluntario de Dev (Aziz Ansari) en Italia se invoca el espíritu de De Sica, Fellini y Antonioni (pero también el de Nanni Moretti). Una señal de la libertad con la que sus creadores, el propio Ansari y Alan Yang, iluminan cada capítulo. Una serie en la que lo que puede ser asumido como un relato biográfico se vuelve universal (y a veces -y por eso- te rompe).

Unbreakble Kimmy Schmidt. Estamos ante una serie subtextual en la que lo obliterado es más importante que lo que se expresa. La creación de Tina Fey y Robert Carlock exige conectar con un humor excéntrico que, por otra parte, se ajusta a la necesaria estrategia de supervivencia de su protagonista. Y es que, never forget, la serie comienza con Kimmy (Ellie Kemper) y sus hermanas siendo rescatadas de un búnker donde han permanecidos secuestradas por un fanático religioso durante 15 años. Que Kimmy altere la realidad para hacerla asumible -esos colores- y que, como dice el propio Carlock, “a veces cuente las cosas como si fuera La vida de Pi”, no impide que el trauma vaya, poco a poco, aflorando. El regreso del Reverendo Wayne (John Hamm) y la aparición de la gran estrella televisiva de esta season 2016-2017, Laura Dern, en el episodio clave de la tercera temporada, así lo corroboran. Eso sí, enganchar con la propuesta no es fácil: los personajes están tan alienados -y las formas van en consonancia- que a veces da la sensación de estar viendo una serie protagonizada por androides (y no me refiero a los robots que aparecen continuamente).

Silicon Valley. He aquí la ficción que, tras cuatro gloriosas temporadas, sigue con su ardua labor de poner en jaque las contradicciones de la economía neocapitalista desde dentro. Su estructura de montaña rusa que siempre acaba en descenso a un abismo con suelo de granito le permite mostrar el absurdo (o los absurdos) del sistema: cómo tener un garaje dentro de un garaje. Los cuatro nerds que, entrega tras entrega, siguen perdiendo su sueño y su tiempo para crear la aplicación que les haga multimillonarios no cejan en su empeño. Y durante esa odisea neocon aparecen el arribismo, la provisionalidad, la volatilidad de esta nueva economía virtual, la inseguridad personal, la incapacidad para establecer relaciones sociales, el aislamiento, la explotación laboral, la especulación… Y frente a todo este sinsentido, destellos de lucidez que indican que, en el fondo, no se trata de dar con la solución correcta para hacerse rico, sino de “descubrir la respuesta incorrecta con la que puedas convivir”. Palabra de informático. Háganle caso.

Veep. La ex presidenta del gobierno de Estados Unidos, Selina Meyer (Julia Louis-Dreyfus), está de visita diplomática en Tblisi (Georgia). En una recepción, acompañada por la observadora internacional Minna Häkinnen (Sally Phillips), le sirven una gran fuente de caviar.

(Minna) -Una cucharada de este caviar pagaría un aerogenerador para un pueblo…

(Selina) -Ya, ¿pero de verdad queremos que ese pueblo tenga electricidad?

Ese es el nivel. No existe en la actualidad una serie que mire con tanta irreverencia el submundo de la política. Y es que esta sátira creada por Armando Iannucci no solo es soez –sus chistes de índole sexual son tan aberrantes como disfrutables- incorrecta y vehemente, además es inmisericorde. Nadie, absolutamente ninguno de los habitantes del universo geopolítico norteamericano (e internacional) se escapa al manguerazo de vitriolo. En esta sexta temporada que arranca con una panorámica del paisaje después de la enésima batalla perdida por Meyer y su séquito -fue derrotada en las elecciones a la presidencia y trata de rehacer su vida un año después- la ambición y la incompetencia de esta troupe de trepas y lameculos alcanzan cotas de una miserabilidad desternillante. Si no fuera porque, en la realidad, quien ocupa el puesto que tanto ansía Selina es Donald Trump, la cosa no tendría tanta gracia. Veep es imprescindible porque está pasando.

Guiños cómicos

Sólo hemos hablado de las series nominadas a mejor comedia para evitar que el scroll de su ratón se desintegre. Sin embargo, no estaría demás señalar unas cuantas (también nominadas en otras categorías) cuyo interés va más allá del brillo de los premios. Obligado es citar Girls, cuyo cierre consagra a Lena Dunham como una de las grandes creadoras del momento por su valentía a la hora de exponerse (y exponernos) y por su talento para dejarnos clavados con ese mural generacional tan certero y complejo como poco condescendiente.

Otro tanto sucede con Transparent, en la que Jill Soloway navega por los meandros de la sexualidad mientras fotografía a personajes cargados de complejidad, infelices y perdidos. El deambulo de Maura (Jeffrey Tambor) por ese bazar abigarrado en el episodio Elizah se antoja como una metáfora perfecta de la serie. Sigo sin tener claro que esto sea una comedia.

Y por último, no querría dejar sin mencionar Baskets, ese acercamiento a lo marginal que va del slapstick macabro a Tod Browning. Una comedia frigorífica que congela la sonrisa hasta convertirla en una mueca mientras vemos a un aspirante a clown darse golpes hasta sangrar, a sus compañeros de performance chutándose lo primero que pillan o, esta vez sí, a una familia disfuncional con una carga de problemas que darían para 23 temporadas de En terapia.

 

Drama. De The Queen a Lady Macbeth 

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Imagen de los protagonistas de The Crown[/caption]

The Crown. He aquí la apoteosis netflixiana. Una producción pluscuamperfecta: la ambientación y unos diálogos tan estilizados como punzantes recuerdan a Downton Abbey; la mezcla entre Historia e historia(s) está perfectamente armonizada y el retrato en claroscuro de la familia real británica no permite que las sombras ahúmen el brillo de los Windsor. Su construcción es tan sólida como Buckingham Palace, uno no sabe si John Lithgow es Winston Churchill o al revés y su capítulo cuarto se podría estudiar en clase de historia y clase de realización. Y sin embargo, que Peter Morgan me perdone, creo que si algún dramaturgo español escribiera una serie como esta sobre los Borbones, Juan Carlos I estaría encantado… y eso me resulta perturbador. En España y en Inglaterra. ¿Será la erótica de la monarquía?

Better Call Saul. Et voilà una serie por la que nadie daba un céntimo. Un spin-off: poca inventiva. De Breaking Bad: supera eso. Total: va a ser un desastre. Pues bien, demostrado que nuestra capacidad adivinatoria no tiene nada que envidiar a la clarividencia de los fabricantes de sondeos electorales, toca decir que Vince Gilligan (y Peter Gould) saben más que nosotros. De escribir series, al menos. La tercera entrega de Better Call Saul sigue fiel a esa estética de la frontera que esquina a unos personajes situados en los límites de la ley. Encuadres forzados y angulaciones imposibles -sí, vale, como en Breaking Bad- para tipos que se saltan las normas y viven entre USA y México. Sin embargo, los creadores de la producción de AMC van depurando su estilo: huyen de lo explicativo, dejan que la escritura visual sustituya al diálogo y obligan al espectador a masticar la carne argumental antes de tragarla. Toda la trama de Mike (Jonathan Banks) es un buen ejemplo. Además, las líneas narrativas van acercándose a los momentos previos a la irrupción de Walter White sin prisa pero sin pausa y los grandes secundarios de Breaking Bad van ganando peso en una serie que vuela sola, sin necesidad de meta.

Westworld. Un diseño de producción apabullante. Un elenco actoral que parece querer robarse todos los Emmy que quedan por repartir hasta que Trump y Kim Jong-un celebren juntos el cumpleaños (habrá fuegos artificiales). Profundidad discursiva sobre temas como la inteligencia artificial (obvio) pero también sobre el control del propio destino, cuestión relevante cuando son las mujeres las que asumen el principal papel en esta revolución de LA máquina contra EL hombre. Todo eso está. Pero también hay un guion que va dando vueltas sobre sí mismo como una peonza que pretende alargar su relación con la verticalidad. Las tramas van y vienen, se enrevesan para oscurecer unas líneas narrativas que son menos complejas de lo que quieren parecer y que, sobre todo, pueden resolverse mucho antes.

The Handmaid’s Tale. Una serie que forma parte del núcleo de una polémica que me interesa especialmente. La ficción del qué frente a la ficción del cómo. ¿Nos interesa por lo que nos cuenta o por cómo lo hace? Sin duda, el valor de la producción de Hulu está antes en el original literario de Margaret Atwood que en su realización, plagada de subrayados, insistente como pocas a la hora de reforzar su mensaje. Su atmósfera opresiva, el goteo de información que da cuenta de cómo se alcanza ese estado no ya heteropatriarcal sino directamente dirigido según una sharia machista y las interpretaciones de Elisabeth Moss e Yvonne Strahovski, juegan a su favor; su puesta en escena machacona y unos cuantos personajes con menos aristas que la cabeza de Kojak, en su contra.

Stranger Things. Hace tiempo ya dije lo que pensaba sobre el boom televisivo de la pasada temporada. Sigo pensando lo mismo. Es esto: Stranger Things es entretenida. Muy entretenida. Y de una factura irreprochable. Y en esa disfrutable sesión de ocho capítulos, The Duffer Brothers, que tienen nombre de DJ’s, samplean sin complejos y con estilo al Spielberg director (ET, Encuentros en la tercera fase, Tiburón) y al Spielberg productor (Los Goonies, Poltergeist), a Cronenberg y a Carpenter; al Sam Raimi de Posesión Infernal y al James Cameron de Aliens; al Ridley Scott de Alien, al Wes Craven de Pesadilla en Elm Street y, verbal y argumentalmente, al George Lucas de El imperio contraataca. También hay espacio para clásicos menores de la primera mitad de los ochenta como Ojos de fuego, Viaje alucinante al fondo de la mente e incluso Comando, sin olvidarnos de dos joyas del cine juvenil como Exploradores, de Joe Dante, y Cuenta conmigo, de Rob Reiner. Vale, todo eso está y la serie divierte tanto si se (re)conocen sus referentes como si no; ahora bien, la perspicaz yuxtaposición de imágenes no pasa de ser una molona sesión de remember. Los buenos DJ, como Tarantino, aprovechan la obra de otros para facturar un discurso nuevo que va más allá de la nostalgia y propone, por ejemplo, desde una historia alternativa del cine (Kill Bill) a una Historia alternativa desde el cine (Malditos bastardos). No tengo nada más que decir.

House of Cards. A estas alturas de la tragedia -quinta temporada, no lo olviden- ya solo queda sitio para el patetismo. Lady Macbeth y Yago -o sea, los Underwood- siguen tirando de carisma para mantener viva una serie en la que la verosimilitud es un secundario de The Walking Dead. Todos son muy malos, todos conspiran, las tramas van asfixiándose unas a otras y todo es tan hiperbólico (tanto que me ha obligado a escribir tan hiperbólico) que resulta estomagante. Es como ir a un buffet libre en el que solo sirven torreznos. La indigestión de maldad es tal que, y lo confieso abiertamente, aún no he podido terminar la temporada. La terminaré. Ya saben que los torreznos son adictivos.

This is us. Como Crash (Paul Haggis, 2004), pero en serie. Diseñada para que, tras el último giro de guion, todo quede atado y bien atado (aunque para ello unos cuantos gatos se hayan tenido que disfrazar de liebres). La estructura no es nueva, lo de las vidas cruzadas ya lo hizo alguien antes mucho mejor y soy de los que opinan que el almíbar ni siquiera combina bien con el melocotón. Como comerse un kilo de Mon Cheri. Sin agua.

Los olvidados

No figuran entre las elegidas, pero aspiran a una longevidad mayor, desasida de los caprichos mercadotécnicos e industriales que rodean toda ceremonia de galardones. The Americans, que acumula cuatro candidaturas, es lo opuesto a esa aproximación nostálgica al pasado que muestran Stranger Things o Glow. Los 80 que vemos en la serie de Joe Weisberg -como los de Halt and Catch Fire o los de la segunda temporada de Fargo- no despiertan un sentimiento de añoranza. Aquí, antes que nada, hay una voluntad de escrutar el pasado, de desenterrar el origen que nos ha llevado, tres décadas después, a estar donde y como estamos: la era Reagan al descubierto. La madurez de la serie de FOX es tal que se permite una quinta temporada completamente anticlimática, en la que una calma tensa invade cada capítulo, como si los 13 episodios que la componen solo fueran el preludio de la catástrofe que está por venir. La guerra fría va a arder.

Y para terminar, LA SERIE. The Leftovers. Tres temporadas para reflexionar, a partir de una premisa propia de la ciencia-ficción, sobre la pérdida, el duelo y el (sin)sentido de la vida. Damon Lindelof y Tom Perrotta han construido un relato que, lejos de buscarle una explicación o lo que de ninguna manera la tiene (la muerte), trata de ir sembrando dudas sobre la religión, las creencias y las maneras de lidiar con lo inevitable cuando nos sobreviene inesperadamente (lo mismo la repentina desaparición del 2% de la población que un infarto). El órdago que plantea es tal que en su último episodio exige al espectador un acto de fe para que decida la verdad del desenlace.

Su valor es incuestionable. El uso de las elipsis dentro de una estructura minada de agujeros que pide constante actividad mental en el que observa; la importancia del sentido del humor dentro de una serie que una y otra vez orbita sobre grandes temas; Carrie Coon en un papel (y con una interpretación) que justifican una carrera o la negación de la imagen -en lo que podríamos denominar un peculiar uso del fuera de campo- como territorio fecundo en el que el que mira debe decidir si crece la posibilidad de otro mundo o si lo que nos cuenta Nora (Carrie Coon) es una mentira yerma, invitan a apostar que estamos ante un clásico.

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Un momento de The Leftovers[/caption]

Petit-Fours. Deep Water 

Y después de este atracón de EMMY, algo para desempalagar. El pasado 2 de julio Sundance TV estrenó la mini-serie australiana Deep Water. La investigación de una serie de asesinatos de homosexuales en las playas de Bondi (Sidney) y su conexión con otros casos sin resolver que se remontan al final de la década de los ochenta, lleva al terreno de la ficción unos hechos que realmente ocurrieron. Lo más interesante de este thriller de formas convencionales radica en cómo pone sobre el tapete una serie de temas que, todavía hoy, siguen siendo tabú: la homofobia y los crímenes vinculados a ella, el pasotismo de las autoridades a la hora de investigar agresiones y asesinatos cometidos contra la comunidad LGTBI o las dificultades para asumir/revelar la identidad sexual en según qué entornos, desde pertenecer a una familia religiosa (musulmana en este caso) a ser una estrella del deporte,… A pesar de sus torpezas de guion -la chapucera presentación del asesino en el último capítulo- resulta interesante ver cómo, en un mundo plagado de cámaras no solo el mal consigue permanecer fuera de los radares de vigilancia sino que, además, la multipantalla se convierte en una herramienta para cometer atrocidades: en este caso, una aplicación de citas sirve al serial killer para dar caza a sus víctimas. El móvil como señuelo y como localizador. Les dejo, voy a comprarme un Nokia 3310. La próxima semana, más. Stay tuned.