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Vergüenza supone un punto y aparte en la ficción serial española. En primer lugar, porque es la primera producción propia de una plataforma radicada en nuestro país cuyos estándares para calibrar el éxito nada tienen que ver con los de las televisiones generalistas. Eso supone, para empezar, que nos enfrentemos a una comedia con diez capítulos de 25 minutos de duración, algo impensable en el contexto anterior a la aparición de Movistar Plus.
Para sus dos creadores, Juan Cavestany y Álvaro Fernández Armero, esta serie cuyo piloto se grabó hace 9 años (han leído bien) “no se ha podido hacer hasta que no ha cambiado el panorama televisivo. Escribimos y rodamos el piloto por iniciativa propia, haciendo una serie que a nosotros nos gustaría ver, para luego tratar de venderlo. Gustó a TVE pero en aquella época no sabían ni a qué hora programarlo ni para qué público. Posteriormente Canal+ se interesó por él, justo cuando produjo Crematorio y ¿Qué fue de Jorge Sanz?, pero la cosa no fructificó”.
Así que el aterrizaje de Movistar Plus supone un cambio de las reglas del juego: “En un panorama en el que el cine siempre está en situación crítica, esto es como entrar en un territorio nuevo en el que todo es posible, o al menos eso parece. Hay mucha demanda de ficción televisiva y es, además, una ficción que está marcando las tendencias y los hábitos de consumo a nivel mundial. Todos los que hemos empezado a hacer series con Movistar Plus nos decimos que esto es demasiado bueno para ser cierto y nos preguntamos cuánto va a durar. Pero bueno, nosotros hemos hecho la primera, la hemos hecho como nos habían prometido tanto en términos técnicos como en términos creativos y cumpliendo con el rigor que se nos exigía. La competencia es dura, pero ahora mismo hay mucha demanda de televisión/cine consumido en casa por canales distintos y con otros ritmos”. Cavestany dixit.
Pero esta no es la única novedad que implica el estreno de Vergüenza, puesto que, además, ha sido la primera en competir en un festival internacional de cine de clase A como es el de San Sebastián. Lo ha hecho en la sección Zabaltegi, peleando contra películas como L’amant d’un jour, hasta la fecha último largometraje de Philippe Garrel, o The Square (Ruben Östlund, 2017), Palma de Oro del pasado Festival de Cannes. Para Cavestany “esto es algo insólito. Estás orgulloso de ser el primero y a la vez cagado porque es un pase muy peculiar, son cuatro horas... Puedes ver una película de cuatro horas o de tres horas y media, pero esto es otra cosa, porque arranca y acaba cada 25 minutos. Para nosotros es un misterio y para el festival creo que es un experimento, pero creo que en el futuro va a ser así, va a haber más series en festivales”.
Su elección no obedece a una moda o a un capricho del comité de selección: refleja una tendencia inequívocamente contemporánea y, además, rebosa calidad por los cuatro costados. Porque Vergüenza es una serie que, a partir de su argumento matriz –una pareja formada por un fotógrafo de bodas que aspira a dedicarse a la fotografía artística y una administrativa que pronto deja de serlo, ambos con un talento innato para meter la gamba– resume un país (más que una situación) que siempre está dispuesto a excavar en el pozo de sus miserias en busca de alguna veta ignota. Cuando uno piensa que ya no se puede caer más bajo, que es imposible abochornarse más, siempre aparece una oportunidad para ampliar el radio de acción del sentido del ridículo. Y si no aparece, se crea.
Aunque el estilo visual atenúe el extrañamiento que impregnaba esa cumbre del cine español reciente que es Gente en sitios (Juan Cavestany, 2013), ahí sigue la capacidad para sacar petróleo de la cotidianeidad, para hacer estallar los tópicos y que la brea supure hasta enlodarnos. Porque Vergüenza, que para quien esto firma es no tanto una crónica de actualidad como un estudio antropológico, es una serie incómoda. Aquí no estamos ante –ahí va esa muletilla que tanto nos gusta usar a los críticos– una radiografía de la sociedad española, aquí nos las vemos con algo mucho peor: con un autorretrato. Que Jesús ‘Paquete’ Gutiérrez (Javier Gutiérrez: brutal) sea un concentrado a partes iguales de maldad y supina estupidez no impide que nos sintamos identificados en algún momento. Y lo que es peor, que sus cuestionables actuaciones nos hagan partirnos la caja nos convierten en seres tan deplorables como él (iba a escribir hijos de puta, pero me he contenido).
Entre carcajadas van apareciendo la precariedad laboral, el machismo atávico, el cainismo inextinguible, la incultura general y generalizada, el profundo desconocimiento de lo ajeno lucido con orgullo, el uso del deporte como válvula de escape de nuestras frustraciones, la celebración festiva como parche temporal para olvidar la desgracia permanente… Todo eso está ahí, entre las risas que a veces proceden del slapstick más puro –Núria (Malena Alterio) golpeándose contra una puerta que no ve– al deje surreal (esa visita al ginecólogo en el capítulo 7), de la burrada escatológica (la vomitona en el episodio 6) o la broma regionalista a la desarticulación del chiste rancio (poshumor del bueno).
Si hay gags de todas las formas y colores, otro tanto sucede con las citas. En el almacén referencial hay hueco para al cine noventero, Vito Sanz mediante; para los Monty Python, los hermanos Farrelly o Blake Edwards; para Ricky Gervais, Louis C. K. o Larry David y, cómo no, para la tradición esperpéntica española (de Valle-Inclán a Azcona). Pero sin duda, el rasgo fundamental de Vergüenza se encuentra en la prolongación de las situaciones (el alargamiento de los planos le confiere un tempo particular que provoca la desazón en un espectador que solo desea que la secuencia acabe para dejar de reír agónicamente) y en el uso de escenarios reales que la alejan de la dictadura del set que gobierna cualquier sitcom al uso (su estructura, con tramas transversales que no buscan la autoconclusión en cada capítulo, tampoco remite a ese género serial).
A poco que se excave, las lecturas extraíbles de esta mina a la que bajamos cada día –probablemente sin saberlo– son incontables. El potencial metafórico asusta, incluso si las interpretaciones son impertinentes y no se corresponden con la voluntad de los creadores. Extrapolen lo que leerán a continuación a nuestra realidad (pluri)nacional: un matrimonio que no puede tener hijos y se convence de que adoptar, en el fondo, es una bendición porque así el primogénito no tendrá sus genes; un protagonista inútil, machista y xenófobo que trata de mantener el control de todo y de todos tergiversando la realidad; una pareja perdida por una carretera secundaria y ese “no sé ni dónde estamos” pronunciado por Núria o la demoledora frase “en este país al que tiene talento se le arranca la cabeza”. Cuando la vean, acuérdense de todo esto.
NOTA AUTO(r)BIOGRÁFICA
Mi educación narrativa se forjó antes en la televisión y en las novelas que en el cine. Crecí viendo David el gnomo, El maravilloso viaje de Nils Holgersson, D’Artacan y los tres mosqueperros, Campeones y, sobre todo, Bola de Drac. Después llegaron El gran héroe americano, El coche fantástico y El equipo A. También me tragaba, en compañía de mi abuela Rosa, Dinastía, Falcon Crest, Cristal y Abigail. Puede que por eso me gusten tanto el vino y las mujeres con carácter. Y fue precisamente a través de mi abuela como establecí, sin saberlo, mi primer contacto con la teoría de los autores, aunque en aquellos momentos hubiera sido más probable que le adjudicara el nombre de André Bazin a un extremo del Olympique de Marsella que a un estudioso del cine. Y todo porque las tardes de los fines de semana tocaba “una de vaqueros”. Algunas las grababa el vídeo JVC cromado que compró mi tía cuando nadie tenía un vídeo y menos cromado. No sé cuantas veces reprodujimos El Dorado (Howard Hawks, 1966). Sé que es la película que más veces he visto en mi vida.
Esa formación audiovisual bastarda fue engordando a base de quintos, pinchos de tortilla y libros de David Bordwell y Kristin Thompson, de Rick Altman, de Gaudreault y de Gubern y hasta alguno de Derrida (que tampoco jugaba en ningún equipo francés). La cuestión es que, entre libros, revistas y películas y más películas (y menos series), uno fue aprehendiendo aquello del canon autoral y, poco a poco, trataba de separar el grano de la paja, poniendo a Ridley Scott en un cesto y a Lars Von Trier en otro o un cuarto y mitad de John Huston en el primero y lo que sobraba en el segundo. Y cuando la televisión se convirtió en una cosa seria –bueno, cuando la convirtieron en una cosa seria los que no habían visto el capítulo final de David el gnomo– esa política también empezó a aplicarse, porque una cosa es lo que hace David Simon y otra muy distinta lo que hace Shonda Rhimes.
Y entonces llega Vergüenza. Y con ella, esa tentación: la de dar el hachazo divisor. Porque para la crítica Juan Cavestany es un autor, pero Álvaro Fernández Armero no. Y es muy fácil detectar los rasgos de estilo del director de Microondas (2015) en esta serie: el patetismo casi épico, la desesperanza, el absurdo cotidiano, la extemporaneidad… Qué fácil sería recurrir al pedigrí de Cavestany –y a las evidentes conexiones con sus filmes precedentes– para buscar un argumento de autoridad que dé lustre a este debut en la ficción serial de Movistar Plus. Pero todo deja de resultar fácil cuando los creadores toman la palabra. “Se puede asociar a Gente en sitios o Esa sensación porque son películas que están recientes, pero esta serie es anterior y el concepto de vergüenza también está en las películas de Álvaro. El gag del pedo en el coche de Nada en la nevera (1998) podría estar perfectamente aquí”, apunta Cavestany. “El personaje de Candela Peña en Las ovejas no pierden el tren (2014) tiene bastante de esa vergüenza ajena, es un tema que siempre ha estado presente en los dos”, apostilla Fernández Armero.
Pero la cuestión temática no es la única que refuerza la tesis de la autoría compartida. Es tan evidente la mano del realizador de Dispongo de barcos (2010) en la creación de determinadas situaciones, como la del firmante de Todo es mentira (1994) a la hora de marcar el flujo visual de la serie. Su trabajo en producciones generalistas, desde El síndrome de Ulises a Allí abajo, le han servido para dominar el medio y para fusionar, cuando el proyecto lo ha permitido, lo mejor de ambos formatos: “Cuando eres un director de encargo te dan el guion y lo ruedas, aunque puedas hacer algunas consideraciones al respecto y te escuchen. Eso no tiene nada que ver con una serie propia. Además, en el día a día esto ha sido más parecido a la mecánica que se sigue en el cine, no solo por el ritmo de trabajo sino también por cómo hemos planificado las semanas de rodaje: se ha rodado por escenarios, no por capítulos. Pero también hay que señalar que, por ejemplo, ahora en las películas es muy frecuente llevar dos cámaras, algo propio de la televisión. Es decir, que la televisión bebe del cine pero el cine también bebe de la televisión”.
Y claro, aunque uno no sea un extremo habilidoso (ni siquiera un rey del arabesco teórico) como Bazin o Derrida, si te dejan la pelota botando a un metro de la línea de gol, tienes que meterla. ¿Están diciendo ustedes que la hibridación ha llegado? “Ya estamos en ella”, señala Cavestany. “Quiero pensar que existen motivos por el que la experiencia del cine sigue siendo necesaria. Pero la hibridación ya está aquí. Fe de etarras (Borja Cobeaga, 2017) se ha asumido que era una serie de Netfilx; The Young Pope ¿qué es? ¿Es televisión? No lo sé... Lo que está claro es que la televisión ha dejado de ser un género menor”.
En fin, no me extiendo más. Si no tienen miedo a los espejos, el 24-N llega Vergüenza. Ya saben: stay tuned.