La zona. Contra todo riesgo
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En La caja 507 (Enrique Urbizu, 2002), Rafael Mazas (José Coronado) se pasa media película buscando unos documentos que jamás podrá encontrar, porque, al contrario de lo que él cree, no están en posesión de los atracadores del banco que los custodiaba, sino en las manos del director de la sucursal. Sin embargo, no era ese el mayor problema que se buscaba el guion escrito a cuatro manos por el propio Urbizu y su más estrecho colaborador, Michel Gaztambide, sino el hecho de poner en conocimiento del espectador que el objeto de la persecución era inalcanzable, que el ex policía convertido en mamporrero de la mafia jamás iba a dar con los papeles. Esa decisión, la de querer jugar con las cartas boca arriba, implicaba correr un riesgo muy elevado: que el público se desentendiera de una trama cuyo desenlace conocía prácticamente desde el inicio.
Desde su construcción, La Zona no le va a la zaga a la hora de lanzar órdagos a la que, para quien esto suscribe, es una de las películas fundamentales del cine español contemporáneo. Estamos ante un noir de tintes postapocalípticos, con el inspector Héctor Uría (Eduard Fernández) reincorporándose al servicio tres años después del incidente ocurrido en el reactor nuclear de una (ficticia) central situada en tierras asturianas. Aquella catástrofe provocó la creación de una zona de exclusión, completamente aislada para evitar riesgos de contaminación radioactiva, en la que ocurre un macabro asesinato. La evolución lógica –uno tiene la tentación de decir que canónica– de esa trama principal sería la de ir acumulando pistas hasta dar con el criminal. Sin embargo, los hermanos Sánchez-Cabezudo revelan su identidad a la primera de cambio y juegan, como los buenos tahúres, mirando cara a cara a la baraja (riesgo número 1: la audiencia sabe quién es el ‘caníbal’).
La tercera producción de la nueva hornada de series de Movistar + maneja con soltura varios referentes en función de los diferentes misterios que plantea. Al whodunit mencionado en el párrafo anterior hay que sumarle el de la caza y captura de un grupo de hombres que huye a través de los bosques que rodean la central. Recuperando el motivo fundamental de El malvado Zaroff (Irving Pinchel & Ernest B. Schoedsak, 1932), asistimos a una persecución marcada por un doble desasosiego: el de los fugados, cuya inferioridad de condiciones no invita a pensar en el éxito de la empresa a la que se han visto abocados; y el del espectador, que hasta el penúltimo episodio no sabe de qué ni porqué esos tipos corren como alma que lleva el diablo (riesgo número 2: el público se ve obligado a seguir unos acontecimientos de los cuales desconoce su origen).
El último de los ejes argumentales lo constituirían todas las vicisitudes relacionadas con la aparición de un nuevo brote radioactivo, detectado por la doctora Julia Martos (Alexandra Jiménez), que iniciará una investigación por cuenta propia ante la pasividad general. Esa búsqueda estará marcada por una escritura a la contra, es decir, por los continuos obstáculos que los guionistas le colocan a la médico para que encuentre información: nadie quiere hablar con ella, sus responsables la condenan a vacaciones forzadas y los encargados de limpiar la central la animan a desistir (riesgo número 3: una de las encargadas de buscar respuestas no las obtiene… y el espectador tampoco).
El mecano
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Para que las piezas encajen, los autores de Crematorio recurren al flashback como herramienta cohesiva. Durante los primeros episodios, la mirada al pasado se antoja un truco facilón, como si la moviola que remite a la época previa al accidente sirviera para sortear el complejo problema que plantea explicar el pretérito únicamente con las imágenes del presente (algo que, creo, la serie consigue sin necesidad del flashback). Sin embargo, esos pequeños viajes a un tiempo anterior adquieren todo el sentido en el capítulo 7, aquel en el que la serie resuelve todas las cuestiones planteadas no con uno, ni con dos sino con hasta tres flashbacks montados de manera alterna que recolectan toda la información que, hasta ese episodio que podría funcionar de forma autónoma, permanecía en fuera de campo. El gran acierto narrativo de La Zona consiste en mantener la tensión durante 6 episodios a pesar de que a) sabemos quién es el serial killer; b) hay gente que no sabemos por qué hace lo que hace (perseguidores y perseguidos); c) intuimos una conspiración pero desconocemos hasta dónde llega y a quién implica; d) no sabemos qué diantres ha pasado en la central; e) hay personajes capitales como Aurelio Barrero (Sergio Peris-Mencheta) que duran menos que un jefe de prensa de Donald Trump.
De no haber enchufado el modo flashback desde el minuto uno, el episodio siete no hubiera funcionado, corría el riesgo de percibirse como una anomalía, como un muro que se levanta en mitad de una narrativa lineal e interrumpe abruptamente su lógica. El guion se preocupa muy mucho de justificar cada decisión –ese falso deus ex machina de Zoe Montero (Alba Galocha) rescatando a Uría… bien explicado minutos después– e incluso en uno de los diálogos explica la propia estructura ‘arqueológica’, reconstructiva, de la serie: “impresiona oírtelo contar todo seguido” le dice el periodista a la doctora Martos. De eso se trata, de juntar todas las piezas y ordenarlas.
El 'locus'
Los críticos no solemos prestar atención a asuntos que, erróneamente, consideramos prosaicos y a los que solo se atiende cuando nos ocupamos de determinadas películas o series de género. Me refiero a cosas como el vestuario o el maquillaje (por no hablar del sonido, no escuchamos un carajo… bueno sí, las bandas sonoras, que son muy chulas). La Zona daría para escribir un tratado sobre localizaciones. Casi nunca nos fijamos en eso. En el trabajo de localizar. Está muy bien que quien se inventa un argumento piense en un mundo determinado. Sobre el papel todo es perfecto. Imaginas un bosque frondoso como el de la jungla de Depredador (John McTiernan, 1987). Luego una gasolinera abandonada teletransportada desde los fotogramas de Mad Max (George Miller, 1979). Y te acuerdas, y los escribes, de esos edificios que el tío Paco construyó durante el desarrollismo. Lo viejo y lo salvaje cohabitando en un presente inventado. Imaginarse todo eso es fácil. Y es gratis. Pero esto no es una novela. Ni siquiera es un cómic. Aquí hay encontrar todo eso. Y ahí –y permítanme que sea también prosaico– La Zona lo peta, porque consigue que el paisaje –la atmósfera– sea un personaje más y ayude a contar.
La selección de espacios (esa piscina abandonada; esa persecución entre los laberínticos bloques de pisos que parece extraída de Gomorra), la fotografía de Daniel Sosa (sacando bola en los cenitales y tirando de delicadeza en las distancias cortas), el fichaje del meteorólogo de Seven (David Fincher, 1995),… Todo ello, reforzado por esa puesta en escena angustiante (la iluminación, los ángulos de cámara, sobre todo en el segundo tramo de la temporada) ideada por Jorge Sánchez Cabezudo y Gonzalo López-Gallego, termina por formar un compuesto indisoluble que refuerza una historia sobre el comportamiento del ser humano en un mundo en decadencia, sobre cómo se organiza y qué está dispuesta a tolerar una sociedad con tal de salir del fango.
Las patillas
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Volvamos al tándem Urbizu-Gaztambide y a La caja 507. No son demasiadas las películas (o las series) que son capaces de cincelar una cara en nuestra memoria, que hagan que el rostro de un personaje no nos abandone. Te acuerdas de que aquella actriz hizo tal papel, de lo bien que estaba Darín haciendo de sí mismo en el último éxito argentino estrenado en España, pero de las caracterizaciones, ni hablar. Y no se crean que para entrar en el terreno casi vedado de lo inolvidable hay que irse a extremos almodovarianos (Miguel Bosé en Tacones Lejanos), que también vale; basta con un sencillo toque distintivo. El aspecto de Coronado, con ese corte de pelo a cepillo, su indumentaria negra y la chaqueta verde, las gafas de sol sobre el rostro pétreo… No te olvidas así como así de Rafael Mazas como tampoco de olvidas del Santos Trinidad de No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu, 2011). Un chismorreo: el personaje de Mazas tenía que parecerse físicamente a Héctor Cúper, aquel entrenador argentino que llevó al Mallorca a la gloria y que parecía el hermano cabrón de Joe Pesci; pero una mala teñida acabó quemándole el pelo a Coronado y hubo que cambiar modelo. Fin del cotilleo.
Todo esto viene por las patillas de Héctor Uría. Dos patillas como el delta del Ebro. Ni una cara postiza como Pacino en Dick Tracy (Warren Beaty, 1990), ni convertir tu metabolismo en una montaña rusa como Christian Bale. Simplemente un “Eduard, déjate dos patillacas de un palmo”. Y ya está. Listo. Un look para la eternidad. Hablando de actores, no hace falta un congreso de hermenéutica para convenir que Alexandra Jiménez –es actriz que se prueba otras vidas sin dejar de ser ella misma– interpreta que es una barbaridad. O que la normalidad con la que Manolo Solo se transforma en un policía de a pie –sin grandes gestos, con nula afectación– contribuye a inyectar realismo en una atmósfera que fácilmente podría resultar inverosímil. Por no hablar de la aspereza verbal y los modos desmañados de Luis Zahera y ese escupir las frases como si en lugar de una lengua tuviera un fusil de asalto. High level, amigos.
La conspiración
Y después de este sorbete para desempalagar, los polvorones (y una mistela, o mi abuela se enfada). No sé si ustedes se encuentran entre uno de los tres tipos de personas en los que se divide la humanidad. Primero tenemos a los que no han visto los documentales de la serie Zeitgeist. Luego, de entre los que se han cagado de miedo con las tesis que ahí se exponen, los que han terminado por creérselas y, finalmente, los que piensan que Peter Joseph es un ‘flipao’ de la vida que ha visto demasiadas películas (e igual hasta alguna serie). La trilogía formada por Zeitgeist (Peter Joseph, 2007), Zeitgeist: Addendum (Peter Joseph, 2008) y Zeitgeist: Moving Forward (Peter Joseph, 2011) es como la macro-teoría de la conspiración hecha documental. Y en un determinado momento de La Zona, la portavoz de la asociación de víctimas producidas por el incidente nuclear, abre esa puerta a la interpretación alternativa: ¿y si todo fue mentira? ¿Y si hace 3 años no murió nadie? ¿Y si nuestros seres queridos están vivos? ¿Y si todo fue una conspiración orquestada por las autoridades? Una batería de preguntas que se apoya, cómo no, en vídeos que están colgados en la red y que cuestionan lo sucedido. Como Zeitgeist (aquí os dejo la primera parte entera).
Leo Zeitgeist en clave hiperbólica, como si los indicios recopilados fueran hinchados con anabolizantes hasta convertirlos en algo que no son. Es el reflejo aumentado de una realidad dura, pero no tan implacable. La producción de Movistar + funciona, también, en esa línea. Que la conspiración que alimenta la desesperación de los familiares de los fallecidos no exista no significa que no haya un contubernio de otro tipo. Una de las constantes del noir es señalar lo que está podrido en la sociedad y los hermanos Sánchez-Cabezudo lo saben. Y apuntan con su índice a la connivencia entre empresarios (impagable el Fausto Armendáriz de Juan Echanove), políticos y jueces. Por eso, desde su aproximación genérica, La Zona funciona como metáfora de una país desahuciado en el que los trabajadores son (y se dejan ser) explotados porque la otra opción es la nada, en el que el dinero es el único dios verdadero y por él se trafica, se mata y se muere; en el que ‘la empresa’ (esa entidad intangible) y las instituciones estarán dispuestas a barrer con todo con tal de que la cuenta de resultados sea positiva; en el que, a pesar de la globalización, rige la ley de la frontera; en el que el cinismo –Pau Durà for president– ha derrotado cualquier atisbo de humanidad.
Detrás de una premisa propia de la ciencia-ficción que parece situarnos fuera de nuestro tiempo, late un crudísimo análisis sobre la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Una manera de ver el mundo que resume una línea de diálogo (“Señor Delegado, objetivamente esto es un pozo de mierda y usted es un cabrón”) y un plano final en el que el temor por lo que les dejamos a los que vendrán y la esperanza de que ellos hagan algo mejor se funden en el rostro de un inconmensurable Eduard Fernández.