En el último tercio de Aniquilación (Alex Garland, 2018) la bióloga Lena (Natalie Portman) concluye que el meteorito que ha impactado en la Tierra está provocando una metamorfosis en el planeta, está “haciendo algo nuevo”. El científico que la interroga le pregunta en qué consiste esa transformación, qué es ese algo nuevo, a lo que su colega le responde “no lo sé”. La segunda película de Alex Garland, distribuída por Netflix y estrenada por la plataforma el pasado 12 de marzo, adquiere un interés repentino si se piensa desde la teoría de la imagen aplicada al actual contexto audiovisual. Esta lectura subtextual permite elucubrar conclusiones que trascienden el análisis formal de una propuesta irregular y deslavazada que contiene sus mejores ideas en esa parte final (del ataque del oso en adelante, para entendernos).
El cambio inexorable al que hace referencia la doctora interpretada por Portman está basado en la refracción. El cuerpo extraño que ha colisionado contra la Tierra funciona como un prisma que refracta (y reflecta) cualquier elemento, desde la luz o el sonido hasta el ADN (humano, animal o vegetal), lo que le permite descomponerlos y recomponerlos a su antojo. Lo que se produce es una reformulación del genoma a partir de genomas existentes que se injertan formando nuevos seres: un ciervo con ramas en lugar de cuernos, plantas con forma humana, etc. Substituyan genoma por imagen y detectarán que la propia película aplica ese mismo modelo genético: Aniquilación va sumando obras precedentes (Stalker, Alien, Un viaje alucinante al fondo de la mente, La cosa,…) para engendrar ‘otra cosa’.
Ahora bien, creo que estas consideraciones van más allá de la propia película y pueden ser observadas como una suerte de cuadro médico de un panorama audiovisual en constante evolución del que desconocemos su estadio final. Para quien esto firma, el momento crucial del film de Garland se produce cuando Lena observa, a través de una cámara, lo que le ocurrió a Kane (Oscar Isaac). En ese instante, asistimos a la sustitución de la imagen original por su simulación; esto es, una imagen superficialmente idéntica pero esencialmente distinta. Aunque veamos lo mismo, algo ha cambiado y ¿acaso no es eso lo que está sucediendo con el cine y la televisión? (Tampoco es baladí que la doctora golpeé a ese alienígena que replica la forma con la cámara: es alguien que se apropia de un imaginario del que ella forma parte).
Sigamos pensando en Netflix. Desde un punto de vista industrial, la plataforma VOD recompone una genética industrial que hace unos años parecía inmutable: produce, distribuye y exhibe sus creaciones, amén de otras producciones externas que incluye en su catálogo (es decir, funde tres sectores que estaban separados y crea “algo nuevo”). Hace no tanto tiempo, Aniquilación hubiera tenido su estreno en salas de cine. En marzo de 2018 la hemos visto en nuestra televisión, en nuestro ordenador, en una tablet o en el móvil. Hemos visto una película, pero no la hemos visto igual.
En una entrevista concedida a Uproxx a propósito del lanzamiento de Mute, el realizador Duncan Jones señalaba que "hubo un momento en que las películas de presupuesto medio, de 20 a 40 millones de dólares, tenían el apoyo de las divisiones independientes de los estudios, pero ahora eso ha desaparecido. Solo Netflix, Amazon o Apple están dispuestos a afrontar ese tipo de proyectos. El problema es que a veces duele darte cuenta de que nunca habrá un gran estreno en sala de cine de tu película, de que no tendremos la oportunidad de mostrarla en una pantalla gigante… Ni siquiera se podrá editar en blu-ray". El cambio del paradigma en la exhibición que constata el director de Moon (2009) se deriva, a su vez, de una transformación del modelo productivo: esas películas de presupuesto ‘medio’ ideadas bajo un ideario que se aparta de la normativa fijada por los grandes estudios están siendo producidas, mayoritariamente, por las plataformas.
De momento, y a poco que uno buceé en el catálogo de Netflix lo percibirá, el riesgo no es el denominador común ni de sus producciones ni de sus adquisiciones (tampoco la calidad: la propia Mute o Bright son buen ejemplo de ello). Ahora bien, de las declaraciones de Jones y de las imágenes de Aniquilación se colige que las plataformas son o pueden convertirse en el suelo sobre el que germinen películas y/o series sustentadas en la libertad creativa de sus autores. A lo largo del cierre del film, Garland mezcla sin temor tropos propios de la ciencia-ficción y del fantástico, pero también del anime, del cine experimental y de la performance. Asistimos, una vez más, a la metabolización de retóricas visuales procedentes de géneros dispares que cristalizan en un artefacto que, más allá de su discutible calidad, refleja el signo de estos tiempos. Un artefacto que, hoy por hoy, encuentra su espacio natural en una plataforma (que, ojo, lo produce-distribuye-exhibe). Y, lo más importante, un artefacto que NO es único en su especie.
Piensen en Algo muy gordo (2017). La comedia imposible de Carlo Padial, producida por Zeta Cinema y On Cinema 2017, compitió en la sección Nuevas Olas del Festival de Sevilla antes de su estreno convencional en salas el 10 de noviembre de 2017, acumulando 17.274 euros de recaudación y 2.635 espectadores según datos del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Netflix adquirió sus derechos y la incluyó en su catálogo el pasado 1 de marzo. La inclasificable película del autor de Taller Capuchoc (2014) documenta el proceso de rodaje de una comedia mainstream con efectos especiales protagonizada por Berto Romero que jamás se completará. Padial y Romero desarticulan los mecanismos propios del género y sulfatan cualquier brote cómico, como si la risa fuera un recuerdo imposible de reproducir, como si la falta de gracia (su ausencia) testimoniara la presencia anterior de las carcajadas.
Construida sobre el vacío (de decorados, de efectos e incluso de director), Algo muy gordo supone otro reto sistémico. Encarada desde la libertad más absoluta, no ha hallado acomodo dentro de la lógica tradicional y solo en Netflix ha podido prolongar su existencia. Su condición híbrida –falso documental, ensayo metalingüístico, comedia deconstruída- la aleja de los parámetros estándar y, como Aniquilación, su etiquetaje resulta demasiado complicado como para que entre a formar parte de la cadena de montaje por la que circulan Tomb Rider, La tribu o El insulto, por citar tres estrenos recientes de muy distinto pelaje pero fácilmente acotables.
Sé que no se les ha olvidado que esto es un blog sobre series de televisión. Y también barrunto que habrán notado que, hasta ahora, solo hemos hablado de películas, seguramente para dar rienda suelta a mi onanismo mental sobre la coyuntura audiovisual contemporánea. La siguiente cuestión versaría sobre si en el mundo de la teleficción (de plataforma) se dan, también, este tipo de producciones, marcadas por la libertad creativa y la hibridación, susceptibles de ser examinadas como los primeros resultados de un modelo que, parafraseando a la doctora Lena, está haciendo algo nuevo que todavía no sabemos lo que es (recuerden que hablamos de casos muy concretos y que, en ningún caso esta es la tónica general). La respuesta a esta pregunta es (o podría ser) Wormwood.
Que un cineasta como Errol Morris haya desarrollado su último proyecto en Netflix reflejaría la apertura de un espacio creativo para realizadores a los que cada vez les cuesta más penetrar en las estructura del antiguo régimen audiovisual (y Morris no es cualquiera, es alguien que puede apuntarse el tanto de haber salvado una vida haciendo una película: rastreen y, sobre todo, vean The Thin Blue Line).
Morris, cuya heterodoxa concepción del documental le convierte en un director sin par, examina en esta mini-serie de 6 episodios la muerte de Frank Olson, un ingeniero químico que trabajaba para la CIA, fallecido el 28 de septiembre de 1953 tras “saltar” o “caer” de la habitación 1018A del Hotel Statler. A partir de las investigaciones iniciadas por Eric Olson, el hijo mayor de la víctima, el autor de Donald Rumsfeld, certezas desconocidas (2013) elabora un collage en el que las entrevistas, el material de archivo y la reconstrucción ficcional del pasado se mezclan para desentrañar un caso reabierto hasta en dos ocasiones (1975 y 1994) pero, sobre todo, para capturar el estado de permanente obsesión que embarga al primogénito.
Morris se apropia de la técnica del ‘Mind’s collage’ desarrollada por el propio Eric Olson –psicólogo clínico, para más señas- y entrevera, jugando con un montaje que fomenta la libre asociación, materiales, texturas y estilos. Es tremendamente interesante el tratamiento que da a cada formato. Existe una cita directa a Retorno al pasado (Jacques Tourneur, 1947) –“I think I'm in a frame…I don't know. All I can see is the frame. I'm going in there now to look at the picture” - en la que se insta a profundizar en los hechos para alcanzar un grado de comprensión que, sin embargo, jamás será satisfactorio: a mayor conocimiento, más dificultad para establecer conclusiones. Morris parece sustentar toda su estrategia formal en esa premisa. Filma a Olson desde todos los ángulos, reflejando su interés por aproximarse a los hechos desde tantas perspectivas como le sea posible, pero también como si deseara hallar un resquicio que le permitiera colarse en esa mente torturada (el uso de la split screen es magistral). El archivo jamás aparece limpio: la materialidad de la película siempre se hace evidente y las entrevistas extraídas de televisión quedan expuestas mediante el uso de la pantalla partida (a un lado la imagen ‘neta’ y al otro el aparato de TV emitiendo esa misma imagen) mostrando cuanto de constructo tiene lo que estamos viendo, pero también cuanto de elaboración puede tener el caso investigado. Por eso, cuando Morris rememora los 9 días precedentes a la muerte de Frank Olson lo hace desde la ficción, dirigiendo una película protagonizada por Peter Saasgard y Molly Parker que por momentos parece un melodrama clásico (p.e.: la secuencia de la preparación del dry-martini en el quinto episodio). Por establecer una comparación: es como si Andrew Jarecki, en lugar de haber rodado Todas las cosas buenas (2010) y haber realizado después The Jinx (2015), su documental sobre Robert Durst, en cuya biografía se basaba la ficción anterior, hubiera hecho solo una película mezclando los dos formatos.
El director de Tabloid (2010) aprovecha cualquier recurso para añadir capas de significado a la obra: para él tienen el mismo valor los informes confidenciales que las pertinentes citas a Hamlet (Laurence Olivier, 1948), Martin Lutero (Irving Pinchel, 1953) o El mensajero del miedo (John Frankenheimer, 1962). Si bien es cierto que esos recursos operan a niveles diferentes, no lo es menos que dotan de mayor complejidad a un conjunto que aborda temáticas tan peliagudas como el uso de armas químicas por parte del ejército norteamericano a partir de la guerra de Corea o la experimentación, con LSD y otras drogas, llevada a cabo por la CIA incluso con sus propios empleados (no hablemos ya de los enemigos del estado). Y sí, pensar en JFK (Oliver Stone, 1991) es del todo coherente. De hecho, aun cuando Eric Olson está firmemente convencido de que su padre fue asesinado por los servicios de inteligencia de su país, en lo que supondría una conspiración comparable a la que planea sobre la muerte de Kennedy; Errol Morris, consciente de que la verdad que rastrea no puede ser demostrada, plantea un final múltiple para la parte de ficción y la clausura con el plano de una limpiadora pasando el aspirador por los pasillos del hotel Statler (en una clara alusión al CIA style). Por otro lado, en la última entrevista, situará a Eric Olson en un extremo del encuadre, arrinconado por una mancha borrosa (la figura del entrevistador fuera de foco) que remite a un proceso y a un sistema tan díficiles de definir como efectivos en su tarea de disuadir y trastornar al investigador: un hombre aplastado por su obsesión.
Como hemos visto, a nivel de puesta en escena, la última película-serie (como la ha definido el crítico Jaime Pena) de Morris no difiere de sus anteriores creaciones cinematográficas, si bien la duración (258 minutos) le permite ahondar en la investigación de un caso que arrancó en 1953 y se prolonga hasta nuestros días. Volviendo a la hipótesis que abría este post, podemos convenir que en Wormwood el genoma cinematográfico y el serial se funden para crear otro ejemplar mestizo que solo podemos observar desde el otro lado de la multipantalla (una multipantalla que ya no incluye la sala de cine).
Entiendo Aniquilación, Algo muy gordo y la mini-serie de Morris como metáforas del estado actual de la industria audiovisual, un sector cuya evolución constante no sabemos qué nos deparará pero en el que cada vez es más difícil establecer clasificaciones: ni en cuanto a formatos (¿Wormwood es una película o una serie?) ni en cuanto a géneros (¿es la película de Padial una comedia o sólo una comedia?) ni en cuanto a disciplinas (¿no es Aniquilación, también, una performance filmada?); ni siquiera podemos catalogar a partir del soporte o del modelo de consumo; si fuera así Good Time (Safdie Bros., 2017) sería una TV Movie.
Sea como fuere, las plataformas pueden consolidarse como el ágora en el que diferentes creadores desplazados por la vieja industria puedan dar a conocer obras que, por el simple hecho de apartarse de los condicionantes impuestos por el antiguo sistema, pueden jugar con otros códigos, experimentar, romper barreras… No lean esto como una loa a esta modernidad, sino como un desiderátum, pues antes que nada hay que asumir que esto son casos excepcionales en el seno de un catálogo diseñado a partir del cruce de datos, lo que conlleva no pocos peligros (uniformización, locura por la novedad, la desaparición del cine clásico, etc.)
En fin, llamadme soñador (y bohemio, también me podéis llamar bohemio), pero me gusta pensar que Netflix (y Movistar y HBO y…) ofrece una posibilidad –ESA posibilidad- para que cada año podamos amargarnos felizmente con una película-serie como la de Errol Morris.