Cuando contaba con 14 años desayunaba, comía y cenaba libros de mitología –o al menos así me recuerdo a esa edad, año arriba, año abajo–. Por aquel entonces ya era un ateo convencido, en parte gracias a unas lecciones de catequesis que me obligaban a formular preguntas para las que ningún cura jamás tuvo otra respuesta que no fuera la fe, así que cambié la Biblia por la edición en catalán del Dioses y héroes de la antigua Grecia, de Robert Graves. Puestos a emborracharse de ficción, mejor una bacanal que una comunión (tres de mis cuatro abuelos sabrán perdonarme; el cuarto es el que más ha leído, así que juego en su equipo).
En la introducción de aquel libro al que tantas veces volví, se repasaba brevemente la historia de Cronos, el titán desposeído del trono por tres de sus hijos, Zeus, Poseidón y Hades. Cronos era hijo de Urano, dios del cielo, y de Gaya, diosa de la tierra. Temeroso de sus vástagos, Urano los mantuvo encerrados en el cuerpo de su madre hasta que Cronos logró escapar y castrarle con una hoz que Gaya le había entregado. Convertido en señor del universo, se casó con su hermana Rea y devoró a todos los hijos que engendraron, puesto que una profecía le había anunciado que sería destronado por uno de ellos. Finalmente, Zeus logró escapar a su destino gracias a una treta urdida por su madre y terminó desterrando a su progenitor y repartiéndose su reino con sus hermanos (a él le correspondió el cielo, a Poseidón el mar y Hades el mundo subterráneo… La tierra la compartirían entre todos).
En Succession, la serie creada por Jesse Armstrong para HBO, Cronos es Logan Roy (Brian Cox), amo y señor de un emporio cuyo pilar fundamental son los medios de comunicación. Teniendo en cuenta su edad, propia de alguien que debería estar bebiendo single malts de 200 euros la copa mientras juega unos hoyos en lugar de repasando índices contables, el relevo al frente de la empresa es más que inminente. Y ahí, no se sabe si a la espera o al acecho, están sus hijos: Kendall (Jeremy Strong), principal candidato a la sucesión; Shiv (Sarah Snook), una pelirroja listísima que prepara su boda con el pusilánime Tom (Matthew Macfadyen), Roman (Kieran Culkin), que también quiere su parte del pastel, y Connor (Alan Ruck), totalmente al margen de los negocios familiares. Cuando todo parece indicar que el viejo Logan le entregará la vara de mando al que parece ser su retoño más preparado, un infarto cerebral romperá la cadena de previsiones. Pero el pater familias, que es más duro que William Wallace ciego de Macallan, no la palma. Se va recuperando poco a poco, pero no se desprende de sus posesiones, como si la pérdida del control sobre su cuerpo le indujera a conservar el poder sobre su imperio, como si necesitara mear en cada rincón de cada moqueta de cada planta de su enorme sede (cosa que, por cierto, hace).
Logan Roy es un ser despiadado que, como Cronos, devora a sus hijos en sentido figurado (o, quizá, no tanto). El diseño de personajes pergeñado por Armstrong es capaz de hallar la fragilidad en todos y cada uno de los componentes de una saga familiar que está por encima del bien y del mal. Gente que se rige por un código que nada tiene que ver con la legislación que determina el destino del resto de los mortales: el partido de béisbol familiar del piloto explica muy claramente cómo funcionan esas élites que el crítico Alberto Rey ha descrito como “ricos de los de verdad. De los de Brioni y no Gucci, Upper East y no TriBeCa, Santa Fe y no Aspen. El suyo es un mundo inaccesible y caníbal”. Y, sin embargo, ahí está el todopoderoso Logan, debilitado por un ataque cuyas secuelas no puede domeñar. O Kendall, un tipo diseñado para sentar su culo en el trono de oro que, no obstante, es incapaz de plantarle cara a un padre que lo tiene psicológicamente esclavizado. Y si no, agárrense a Roman, con ese trastorno límite de la personalidad, absolutamente incapacitado para desarrollar cualquier labor como directivo, miedoso y sin embargo arribista, que utiliza el sarcasmo como escudo protector o arma arrojadiza según le conviene. También está Shiv, inteligente y dura, sí, pero siempre debatiéndose entre el vasallaje y la rebelión. O Connor, un tipo totalmente alienado que lo mismo despierta ternura que ganas de cruzarle la cara. Y podría seguir, pero al final concluiríamos que son una banda de hijos de puta. Y que identificarse con ellos es tan complicado como emparejar a un armadillo con un puercoespín. Y, aun así, su escasa humanidad no nos es ajena. Y cuando el mandamás de los Roy llama al presidente de los Estados Unidos para que le deje monopolizar las televisiones locales, y la ficción se estrella contra la realidad, nuestras neuronas colapsan porque esas pequeñas identificaciones quizá no lo han sido tanto si alguien como Donald Trump, cuya biografía está tan próxima a la de Logan Roy como alejada de la de sus electores, ha llegado al despacho oval.
Mirror, mirror
Culebrón familiar en la mejor tradición –Shakespeare resuena con fuerza: de El Rey Lear a Macbeth–, thriller empresarial y sátira negrísima sobre los dueños de América, Succession tal vez haya tenido menos repercusión que otras producciones de la misma cadena con las que prácticamente ha compartido fechas de emisión, aunque contenga mayores dosis de creatividad que propuestas mucho más engoladas (léase Heridas Abiertas, sobre la que ya habrá tiempo de volver). Tal y como adelantamos tras ver el piloto en el festival Crossover, Adam McKay le imprime el brío visual que ya se viera en La gran apuesta y esa cámara nerviosa contribuye a desestabilizar un mundo de líneas rectas, de rascacielos y salones decorados por un delineante obsesivo-compulsivo; un mundo que, en realidad, está mucho menos ordenado de lo que parece. Aunque es cierto que en su parte central la serie decae y tal vez no es necesario que se duplique el intento de golpe de estado para terminar con Logan Roy jugando al dominó en un asilo de Las Maldivas, el tramo final es magnífico (y antes ya deja alguna perla como el duelo Brian Cox/James Cromwell o el vertiginoso final del episodio sexto, ‘Which Side Are You On?’). Al crescendo de los guiones que se impone a partir del octavo episodio, hay que añadirle no pocos detalles de puesta en escena que convendría no pasar por alto.
Fijémonos, por ejemplo, en el uso que se hace de los espejos. En el episodio final (‘Nobody Is Ever Missing’), Kendall informa a su padre de que participará en una opa hostil para arrebatarle su empresa. Lo hace entregándole una carta en la que se fijan las condiciones. Ese encuentro se produce en el baño de una de las habitaciones del castillo en el que se celebra la boda de Shiv. Cuando Kendall entra y se sitúa frente al patriarca, la presencia de este se duplica al reflejarse en un espejo: es un 2 contra 1. Logan Roy siempre aparece en una posición dominante frente a los miembros de su clan: bien como aquí, bien en forma de mancha que ocupa el encuadre cuando discute con su hija en el episodio octavo (‘Prague’) o en la última secuencia de la temporada, ocupando el centro del plano, como si todo gravitara en torno a él (que todo suceda en ese salón medieval no tiene nada de casual: es la viva imagen del neofeudalismo).
Pero los espejos –o, mejor dicho, los reflejos– tienen más usos en esta teleficción que ha emitido HBO España. Volvamos a esa joya pesadillesca que es ‘Prague’. En su arranque se cita la Divina Comedia de Dante –“abandonad toda esperanza”– y acto seguido la despedida de soltero de Tom se transforma en un descenso a los infiernos de todos los participantes: Ken se enfrenta al fantasma de su adicción y de sus ambiciones, Roman a su escaso talento para los negocios, Tom a su absurda e incoherente comprensión del funcionamiento de las relaciones de pareja… Y en las dos reuniones de negocios previas a la entrada en ese Tártaro de diseño, SJ Clarkson juega con los cristales y la refracción para meter a los participantes en una pecera en la que parecen estar confinados a pesar de poder poseer cualquier cosa existente en ese mundo real al que son tan ajenos.
El episodio en cuestión aún tiene más gemas escondidas: el pacto que Kendall y Sandy Furness (Larry Pine) sellan enmarcados en sendas ventanas reticuladas, como si la unión de sus manos quedara atenuada por una composición que les separa y que fragmenta la imagen (la plasmación de la desconfianza; los dos en una esquina del plano, segmentados en trozos), o el fin de fiesta, con todos los participantes filmados de espaldas y Kendall separado unos metros del resto de sus familiares, anunciando lo que sucederá en los dos episodios que restan.
Los espejos también funcionan como reveladores de una verdad que acecha más allá de las apariencias que todo el dinero del mundo puede comprar. En el capítulo nueve (‘Pre-Nuptial’), Shiv le asegura a su prometido que no ha tenido ninguna aventura con su compañero de trabajo Nate (Ashley Zukerman). En esa secuencia, su reflejo se multiplica en los espejos de la habitación (el del tocador y el del armario), como las otras caras de una personalidad que trasciende esa primera impresión de (falsa) fidelidad: como Shiv todos esconden algo (incluso el bobalicón de Greg –Nicholas Braun– aprenderá a jugar ese juego basado en la dominación, la traición y el control de la información).
Podríamos seguir hablando de la magnífica música de Nicholas Britell –clásica mezclada con electrónica, lo viejo y lo nuevo, el padre como empresario hecho a sí mismo y el hijo como parte de esa nueva hornada de ejecutivos con MBA bajo el brazo–, de esos discursos durante la boda disfrazados de falsa ironía, de la secuencia de créditos, de la inmensidad del elenco actoral (soy team Kieran), de los numerosos gestos simbólicos que recaen sobre Kendall en el capítulo final (la herida como mancha versus la impunidad, el regreso al seno del hogar atravesando un infierno para descubrir que solo le espera otro infierno) y de muchísimas otras cosas. Pero mejor acordémonos de Cronos y de que fue desterrado a una isla del Atlántico – “probablemente las Azores o quizá la Isla de Torrey, en Irlanda”– para luego regresar bajo el nombre de Saturno e instalarse en Italia (hasta que Zeus lo volvió a trincar). Ese fue el nombre que empleó Goya para la más violenta de sus Pinturas Negras y que da título a este post: tal vez ese sea el color del alma de Logan Roy, si es que la tuviera (si así fuera, cotizaría en bolsa, no lo duden).