A lo largo de la semana el Festival de Málaga-Cine en Español ha acogido la presentación exclusiva de la segunda temporada de Gigantes, la serie dirigida por Enrique Urbizu que Movistar + estrena hoy mismo, y la premiere de Instinto, la producción que Bambú ha creado para la plataforma española y que estará disponible a partir del 10 de mayo. También se pudo ver Cuéntame cómo pasó ('El año de la serpiente'), primer capítulo de la vigésima temporada dirigido por Óscar Aibar (El gran Vázquez, Platillos volantes) y escrito por Joaquín Oristrell (Novios, Hablar), pero me parecería muy atrevido por mi parte ponerme a analizar una serie que no he visto jamás, así que eso lo dejaremos para aquellos que, de verdad, están familiarizados con la longeva producción de TVE.
Gigantes. Temporada 2. Episodios 1 y 2
El infierno de Gigantes es un infierno naranja, de caparazón de bombona de butano y de llamas de pico de mirlo que brotan como si miles de bandadas de pájaros de caucho se posaran sobre el asfalto de Madrid y nos miraran de frente mientras sus bocas arden. El de Gigantes es un infierno que huele a azufre y a sangre seca, a esquina de cajón cerrado o a ataúd de segunda mano. Enrique Urbizu toma los mandos de esta segunda y última temporada que se mantiene fiel a las claves estéticas y a los presupuestos dramatúrgicos fijados en los primeros seis episodios. La narración cortante, marcada por las continuas elipsis; las cuidadísimas composiciones, siempre pendientes de la posición y la ubicación de los personajes dentro del plano así como de la altura de la cámara para fijar las relaciones (principalmente de poder) que se establecen entre ellos; la creación de una serie de motivos visuales que van repitiéndose, de manera sutil, a lo largo de los 86 minutos que duran estos dos primeros capítulos o el crescendo dramático, marcado por unos índices de mortalidad inauditos en la ficción española, siguen ahí.
La temporada inaugural terminaba con una masacre en una solitaria nave industrial gaditana, con dos de los hermanos Guerrero, Tomás (Daniel Grao) y Daniel (Isak Férriz), enfrentados por heredar el trono que su padre Abraham (José Coronado) había dejado huérfano. En mitad de ese duelo fratricida quedó Clemente (Carlos Librado), el pequeño de una estirpe de contables especializados en cuadrar sus libros con la aritmética de la violencia, el único que quiere drenarse esa sangre cuya llamada solo conoce el número de la venganza. La nueva entrega arranca con el trío de hermanos separados -Daniel huido, Tomás tratando de poner en orden sus negocios y su vida familiar y Clemente buscando la calma junto a Lorena (Ariana Martínez) – y una colección de enemigos al acecho que ni Froilán frente al claustro de profesores de su instituto. Los neonazis que quieren devolverle el golpe a Tomás; los gitanos que buscan resarcirse tras ver como su poblado era arrasado por los Guerrero; la policía que trata de capturarlos; el CNI, en connivencia con el cártel colombiano, que tiene intención de reordenar la situación eliminando los cabos sueltos y ese Cesar Borgia vestido de Lorenzo de Médicis que mercadea con arte mientras le pide a Tomás la cabeza de Daniel para que las aguas vuelvan a su cauce, como si el crimen organizado se rigiera por los mismos valores que una confederación hidrográfica.
Sin ánimo de estropearles las numerosas sorpresas que depara el arranque de esta 2T de Gigantes -tiempo habrá para hablar de ella al completo- si resulta interesante señalar que el equipo de guionistas no ahorra en la aplicación de la pena capital a personajes relevantes (ya sucedía en la 1T) o que Urbizu sigue atizándole al sistema empleando recursos únicamente visuales (la reunió entre Tomás y Ortiz -Roberto Enríquez- en la última planta de un hotel desde cuyas ventanas se ve Moncloa).
De hecho, el director vasco acuña un par de motivos recurrentes que deberían tener suma importancia en los episodios restantes. El primero hace referencia al mar y al sacrificio. La temporada arranca con la emisión de un documental sobre el llamado meridiano de los caballos (una zona en el Atlántico con viento nulo que, en los tiempos en los que se navegaba a vela, obligaba a lanzar animales y víveres por la borda para aprovechar la más mínima brisa) y tanto en el episodio 1 como en el 2, aparecerán obras de arte en las que un mar embravecido y aquellos que lo sufren serán los protagonistas.
La segunda idea visual que salpica esta primera hora y media de Gigantes está relacionada con la cárcel, con el encierro. Tomás y Sol (Yolanda Torosio) reencuadrados tras el cristal de su galería de arte como si estuvieran cautivos en una pecera; Carmen (Sofia Oria), la hija de ambos, recluida en su casa, encerrada en una prisión lujosa, idea que se refrenda gracias al aprovechamiento de un pequeño enrejado de forja que corona un murete; la reja de la puerta que da acceso a la casa de la inspectora Márquez (Elisabeth Gelabert) y ese plano que la encarcela mientras charla con Ortiz en el portal; el travelling de seguimiento sobre Daniel en su regreso a Madrid, con un vallado de por medio… Urbizu, sin caer en el subrayado, siempre de manera muy sutil, parece plantearnos dos alternativas sobre el futuro del clan: el sacrificio de algunos para que otros puedan subsistir o el trullo.
En definitiva, como siempre en el director de Todo por la pasta (1991), el rigor de la puesta en escena es irrebatible. Ahí está, por poner solo un ejemplo, la planificación de la conversación entre Tomás y Don Marcello (Andrea Tidona), el marchante de estupefacientes napolitano, con Sol al fondo, en un encuadre que tiene hasta tres planos de profundidad y que señala, sin énfasis, como el supuesto intermediario se interpone en el futuro de un matrimonio que ha de sumar a la separación (la física dentro del propio plano como correlación del alejamiento sentimental entre ambos) los obstáculos que les coloca el destino. Tiempo habrá para seguir analizando decisiones de este tipo. Esto solo es el aperitivo.
Pero, además, Gigantes sigue mostrando orgullosa su bastardía genérica: a la tensión inherente a los melodramas familiares clásicos puede sucederla una secuencia entresacada de una heist movie (Tomás dando esquinazo a la policía) o planos que remiten al western más estilizado (pienso en la segunda mitad de los años 60 y en realizadores que van de Sergio Sollima a Gordon Douglas pasando por Richard Brooks), sin perder ni un ápice de naturalidad. A la coherencia formal que aplica Urbizu -sustentada en el gran trabajo fotográfico en 2:35 de Unax Mendía y en el diseño de producción de Manuel Ludueña – y a la adrenalínica progresión dramática ideada por Miguel Barros y Michel Gaztambide (aunque discutiremos sobre un par de ‘casualidades’ en el cierre del capítulo segundo), hay que añadir la brillantez de un reparto que, en una función coral como esta, no permite que ninguna voz suene fuera de tono. Ya saben que hoy tienen una cita.
Instinto. Temporada 1. Capítulos 1 y 2
El infierno de Instinto es un infierno de brújula rota en mitad de un mar de neones, de mal pedo entre una muchedumbre de carnaval; el infierno de saberse perdido sin saber cómo ni porqué en un dónde nebuloso en el que el soft porn, el folletín y el techno-thriller retozan en una cama redonda imposible, ridícula, insatisfactoria.
Marco Mur (Mario Casas sin subtitular) es un empresario hecho a sí mismo a punto de presentar su proyecto estrella, Ciclón, el automóvil del futuro. Es un tipo hosco y con problemas para comunicarse (esto no pretende pasar por un comentario cínico). Su hermano José (Óscar Casas), padece una enfermedad mental y está recluido en un centro moderno e integrador, con Carol (Ingrid García-Jonsson), su cuidadora, siempre muy pendiente de él y dispuesta a probar métodos alternativos aun cuando tenga que contravenir las normas. Marco le hace visitas periódicas pero espaciadas. Hasta aquí su biografía diurna. Por las noches se dedica a quemar energía, a combatir el estrés laboral y sus problemas para socializar -es un ser disfuncional- con actividad física. Lo mismo desgasta las zapatillas corriendo unos cuantos kilómetros que se pone a punto haciéndose los 1500 libres en la piscina que tiene en su ático. Pero no le basta. Lo suyo es el triatlón. Así que después de correr y nadar, le toca montar… pero no en bici. Prefiere visitar un night club de alto standing con una carta de servicios sexuales que parece diseñada a cuatro manos por el marqués de Sade y Helmut Newton puesto de ácido. Tríos, BDSM, partidas de ping pong tailandés sin pelota (lo entenderán cuando lo vean), mucha máscara, mucho cuero y mucha cadena. Y más fibra que en un anuncio de All-Bran, porque, señoras y señores, Mario está cañón. Después de hacerse la dieta del alcachofa para El fotógrafo de Mauthausen, el gallego se ha puesto ciego a hidratos, ha hecho más horas de gimnasio que Stallone y Schwarzenegger juntos en 1984 y la cosa le ha cundido: más que un cuerpo es un mapa de músculos, una guía de Lonely Planet que te descubrirá partes de tu anatomía que no sabías ni que existían (yo sigo sin creerme que tenga las mismas cosas que este chico… y solo hablo de cintura para arriba). En resumen, hay mucho que enseñar y ni Carlos Sedes ni Roger Gual, los dos directores de la serie a razón de 4 capítulos cada uno, se andan con remilgos. Si son veganos, absténganse. Si lo que les molaba de Spartacus no eran las luchas, puede que Instinto sea su serie.
Más allá de eso, los guiones de Ramón Campos, Teresa Fernández Valdés y Gema R. Neira no dan jamás con la tecla: ¿estamos ante un thriller sobre un robo de secretos industriales?, ¿es una historia de superación personal, de búsqueda de la humanidad de alguien que lo tiene todo menos afecto y que es incapaz de sentir nada que no sea animadversión hacia lo que le rodea?, ¿o es acaso un intento por explorar los límites de tolerancia sexual dentro del nuevo panorama televisivo? Dos episodios después, todavía no sé de qué va la serie; las tramas principales son tan dispares, tienen tan poco en común las unas con las otras, que ni el modelo todavía no inventado de la Thermomix lograría ligarlas (no hemos hablado de la aparición de la madre, Lola Dueñas, que volverá a la vida de Marco para revolverla un poco más). La realización bascula entre el efectismo y el espanto, para comprobarlo solo hace falta ver las primeras apariciones del personaje interpretado por Dueñas o el uso asfixiante de una música que amenaza con acompañarnos hasta el baño si paramos un capítulo para ir a mear. Todo está sobrexplicado y, aun así, la sensación de desnorte persiste, por no hablar de las soluciones arbitrarias, como esa secuencia en la que, bajo la lluvia, Marco acompaña a Eva (Silvia Alonso) hasta su supuesto hotel. Ella, la nueva y ambiciosa directora de I+D+i de la empresa, tiene la intención de seguirle: baja del deportivo, Marco arranca y, ¡pam!, la repentina aparición de un taxi precederá al consabido siga a ese coche. La nueva teleficción de Movistar + se debate entre lo caprichoso y lo forzado -ese plano de Eva con las piernas abiertas frente al portátil mientras trabaja- y, al final (aunque en realidad solo sea el principio), a Instinto solo cabe concederle el mérito de igualar en despropósitos a El embarcadero, algo totalmente inesperado viniendo de los creadores de Fariña o de ficciones generalistas correctas y solventes (de Gran Hotel a Velvet). Cosa del diablo, probablemente.