A pesar de que, en los últimos tiempos, series de producción española como Gran Hotel, Vis a Vis o El Ministerio del Tiempo habían tenido buena acogida —y buena venta— fuera de nuestras fronteras, hace cinco años era del todo impensable imaginar una escena como la que se vivió hace poco más de una semana en la Piazza Affari de Milán.
Frente al edificio de la bolsa lombarda se levanta, orgullosa, esa peineta escultural que el artista Maurizio Cattelan diseñó en 2010 y que debía permanecer durante dos semanas en el epicentro del barrio financiero de la ciudad. Sin embargo, y a pesar de las quejas del sector económico, la presión social logró que la obra, que lleva por título L.O.V.E. (libertà, odio, vendetta, eternità), siga hoy levantándole el dedo medio a los máximos exponentes del neoliberalismo.
Ese simbólico “jodeos” que el creador patavino plantó en el medio de la plaza de los negocios milanesa fue aprovechado por la campaña promocional de la nueva temporada de La casa de papel para ahondar en esa veta antisistema de la que presume la serie creada por Vancouver Media. A la mano de Cattelan se le unió el cuerpo de uno de los atracadores, con ese mono rojo y la careta de Dalí que lo convierten en una figura simbólica: el universalizador anonimato que le otorga la máscara nos invita a pensar que todos podemos ser él (algo que ya sucedía, por otra parte, en los cómics de V de Vendetta escritos por Alan Moore e ilustrados por David Lloyd).
La casa de papel ha alcanzado un grado de identificación con la audiencia sin precedentes en la historia de la teleficción española y la multitud que se congregó, precisamente, en la Piazza Affari para ver el preestreno de esta tercera entrega no solo no ha sido un fenómeno aislado —en Málaga se llenó la playa de la Misericordia— sino que, en realidad, es la consecuencia lógica de un proceso que se inició cuando la teleserie creada para Atresmedia dio el salto a Netflix y vio cómo, remontaje previsto mediante, la comunidad de fans crecía a nivel planetario (de Colombia a Arabia Saudí) hasta convertirse en la serie en habla no inglesa más vista de la historia del gigante del streaming. Álex Pina había logrado lo imposible.
La nueva temporada de 8 episodios que se estrenó el pasado viernes (19 de julio) quizá pueda ser explicada a partir de esas dos constantes arriba mencionadas; esto es, su popularidad y su (presunta) crítica al orden establecido. El nuevo equipo de guionistas, comandado por el citado Álex Pina y Javier Gómez Santander, secundados por Luis Moya y Juan Salvador y con las intervenciones puntuales de Ana Boyero (2 episodios), Almudena Ramírez (2 episodios), Alberto Úcar (1 episodio), Emilio Díez (1 episodio), David Barrocal (1 episodio) y la también productora Esther Martínez Lobato (1 episodio), ha tratado de reproducir los patrones arquitectónicos que sirvieron para levantar las dos primeras entregas y que tan bien conectaron con el público.
La cosa es como sigue. Tokyo (Úrsula Corberó) como guía del relato: su voz en off narra los hechos desde un futuro que desconocemos (a no ser que el cuento nos lo cuente un muerto, sabemos que ella ha sobrevivido al atraco). Alternancia de tiempos: la historia está construida, principalmente, en dos tiempos; el referido a la preparación del golpe y el que se centra en su ejecución. Con el público ya familiarizado con la estructura, se allana el terreno para ir sembrándolo de digresiones y saltos cronológicos que permiten jugar con las expectativas e introducir plot twists. Tono épico: desde la construcción de los personajes hasta la (sobre)interpretación de los actores, pasando por la estética hagiográfica de un sinnúmero de planos o el uso de la música, todo conduce a una visión épica del (segundo) robo más grande jamás contado. Crítica sistémica: si en las dos primeras temporadas el desfalco de la casa de la moneda se nos presentaba como la respuesta violenta a los desmanes perpetrados por los creadores de la crisis, ahora los “ladrones del pueblo” reventarán el Banco de España como contramedida para rescatar a Río (Miguel Herrán) y denunciar delitos de Estado, empezando por la tortura institucionalizada. Constante actualización temática: el auge del feminismo, la lucha contra el patriarcado o la homofobia, la irrupción de veganos y animalistas, todos esos temas de actualidad (y algunos más) caben en los ocho episodios de la 3T de La casa de papel. En Vis a Vis, Álex Pina ya puso en primer plano determinados temas de la agenda feminista y aquí esa batería (ampliada) de temas a tratar está muy presente.
En el apartado de novedades hay que anotar las evidentes mejoras de producción: ahí está esa multiplicación e internacionalización de escenarios a la manera ‘bondiana’ que ayuda a que el conjunto respire, rompiendo con la (casi) única localización de las temporadas precedentes; o el pago de royalties por la infinitud de canciones —del Who can it be now? de los Men at Work a La deriva de Vetusta Morla— que atestan la banda sonora. Esa inyección de capital procedente de Netflix seguramente habrá servido, también, para incorporar a nuevos actores como Najwa Nimri, Fernando Cayo o Rodrigo de la Serna, las tres grandes novedades del cast de la presente entrega. Con todo, lo más llamativo de esta 3T es la inclusión del fan como pieza clave en el desarrollo del relato. Los creadores han establecido un juego metalingüístico de doble dirección. Por un lado, se le entrega al seguidor lo que quiere ver —esto es, se repiten los esquemas de la 1T y 2T— y, por otra parte, se refleja en el interior de la serie esa aura fenomenal que ha adquirido. Al igual que La casa de papel tiene sus supporters por todo el globo, sus protagonistas, supuestos émulos de Robin Hood, son admirados por la población. De este modo, esa concentración a la que hacíamos referencia en la Piazza Affari para acudir a un preestreno al que mucha gente asistía con el dress-code impuesto desde la ficción, se reproduce en la propia trama, con esa muchedumbre apelotonada frente al Banco de España apoyando a sus héroes y protestando contra la actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado. Los guiños al fandom son numerosos y van desde esa artimaña publicitaria con la que todo empieza —los zeppelines lanzando dinero para provocar el caos bien podrían ser una campaña promocional— a líneas de diálogo del estilo “yo solo veo series” pronunciada por el rehén que se presenta como Miguel Fernández Talanilla de Totana, Murcia (Carlos Suárez) u otras en las que los secuestrados se confiesan como fans de sus secuestradores —“lo viví pegada a la televisión, os conozco”— creando así una línea empática con los espectadores que también siguieron aquel primer asalto por Antena 3, primero, y por Netflix, después. La secuencia al son del You’ll never walk alone (episodio 2) insiste en esa comunión entre la serie y sus fans recurriendo al tema de Rodgers y Hammerstein que cada fin de semana corea una de las aficiones futboleras más fieles del mundo: la del Liverpool.
Verosimilitud vs coherencia
En síntesis, la tercera temporada de La casa de papel nos sitúa frente a un nuevo golpe maestro —el robo del oro contenido en la cámara subterránea del Banco de España— cuya finalidad es, en realidad, salvar a Río, que ha sido detenido por las autoridades después de contravenir las normas de seguridad impuestas por El Profesor (Álvaro Morte) y usar un teléfono satelital para contactar con Tokyo, que abandona el refugio caribeño en el que convivían un tanto harta de las palmeras y la monogamia.
Apelando a la camaradería, El Profesor logra reunir a su antiguo equipo —un puñado de milmillonarios esparcidos por el mundo— que deciden dejar de vivir como dioses para jugarse la vida por su excompañero (!): ya se ve que los atracos unen mucho. Como ya hemos señalado con anterioridad, el asalto al banco está diseñado del mismo modo que el que tuvo lugar en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. El tiempo dedicado a la preparación del operativo se multiplica por dos: el primer diseño se remonta a 5 años atrás, lo que permite recuperar al personaje de Berlín (Pedro Alonso), sin duda uno de los puntales de la serie; mientras que la verdadera preparación del asalto se sitúa 77 días antes de la entrada en el banco. Esas dos cronologías se intercalan con el robo y, puntualmente, se hacen incisos relativos a ese pasado idílico en el que vivían algunos personajes antes de volver a las andadas (la idea del paraíso perdido por culpa de la naturaleza kamikaze de los miembros de la banda es una idea muy presente). Ese andamiaje, perfectamente anclado en la sala de edición y reforzado por una banda sonora enfática, dota a la serie de un ritmo trepidante que, además, se ve mejorado por una duración media de 45 minutos por episodio. Creo que Álex Pina ha aprendido mucho con el cambio de paradigma que ha experimentado la producción de ficción serial española: algunos de los grandes aciertos de Vis a Vis (mejoras rítmicas gracias al acorte de duración, inclusión de temas de actualidad, Najwa Nimri unchained) vuelven a aparecer en La casa de papel.
Y es precisamente esa velocidad la que, en no pocas ocasiones, nos impide ver que el armazón no es tan sólido como parece y que a poco que uno lo zarandeé, empieza a tambalearse. Creo que estaremos de acuerdo en que La casa de papel no es una serie realista y que exige cierta suspensión de la credulidad para comulgar con según qué cosas: como bien apunta el crítico Fausto Fernández estamos más cerca de un exploit de serie B —convenientemente revestido de una pátina de qualité industrial— como Siete hombres de oro (Marco Vicario, 1965) y El gran golpe de los siete hombres de oro (Marco Vicario, 1966) que de la seriedad de clásicos del género firmados por Jules Dassin o Jean-Pierre Melville. En ese sentido, quizá su arranque sea lo más notable de este tercer número de latrocinio ilusionista. La 3T comienza con un plano secuencia de Arturo Román (Enrique Arce) subiendo a un escenario para venderse como ejemplo de héroe a un audiencia entregada -oigo el ¡falso gurú! de Noemí Argüelles desde aquí. Vemos a alguien representado un papel, haciendo pasar por verdadero algo que es más falso que el izquierdismo de Pedro Sánchez (pura puesta en escena). Esa clave sirve para descifrar una serie en la que todo es un engaño constante, una gran mascarada: desde el Plan Alcatraz hasta el astuto ardid ideado por la inspectora Sierra (Najwa Nimri), desde los tramposos saltos temporales (ese ’10 minutos antes’ del capítulo 6) hasta la difusión de fake news para desarticular una posible revelación de secretos de estado. Hasta ahí todo en orden: no ‘emosido’ engañados (o sí) pero nos han avisado. Desde el minuto uno.
Pero una cosa es la verosimilitud y otra la coherencia interna en relación con el mundo que han diseñado los guionistas. Unos ejemplos: si nuestros Dalís han entrado con una tanqueta del ejercito (que solo lleva personal) y un URO MAT 18.16 (un camión ligero de carga) al banco, ¿de dónde salen la antecámara para regular la presión, el horno, los extractores y todo el instrumental necesario para fundir el oro, más las ametralladoras de gran calibre y los sacos para hacer de parapeto? Está bien que la serie se esfuerce por dar verosimilitud a los procesos a base de explicarlos —soldar la antecámara, fundir el oro— y que ese didacticismo se torne creíble porque lo vemos; es como si los guionistas se hubieran aprendido a pies juntillas las lecciones americanizantes contenidas en los monólogos de Goyo Jiménez y no se hubieran limitado sólo a escribir las cosas sino a mostrarlas: “no lo digo, lo hago”. Pero esa lógica se quiebra cuando no respetas tus normas, cuando has mostrado mil y un planos de francotiradores, otros tantos de un cordón policial sin precedentes y luego haces que Arturo se cuele en el banco como si todo el mundo se hubiera ido a tomarse un kit-kat. Todo ese make-believing cae como un castillo de naipes —o como una casa de papel— cuando los mandos policiales saben que han sido hackeados y tras tirar los móviles a una papelera y señalar que no puede usarse ningún equipo que no haya pasado los últimos seis meses dentro de una caja… siguen utilizándolos (hay que suponer que, tras una breve elipsis, se han cambiado todos los equipos, se han habilitado nuevas redes y el ejército de hackers de la banda ha cogido vacaciones. Y eso es mucho suponer).
Estas cuestiones de coherencia interna también afectan al comportamiento de los personajes. ¿Es lógico que, en una banda profesional que ha sido capaz de robar 1.000 millones de euros, una de sus integrantes se emborrache en el momento clave por un desengaño amoroso? ¿Entra dentro del orden propuesto por la ficción que Denver (Jaime Lorente) se ponga a darle clases de ligar a Miguel Fernández Talanilla de Totana, Murcia en el punto álgido del atraco? ¿Está capacitada Nairobi (Alba González) para detectar un infarto y recuperar a un paciente en un pis pas? ¿Y Tokyo o Helsinki (Darko Peric) para limpiar una retina ocular de esquirlas de vidrio para las que, en principio, hacía falta una operación con láser (según la propia serie)? Y una última cosa, ¿de verdad un equipo de operaciones especiales, los Navy Seals hispanos, está tan fondón? Si es que estoy por opositar…
¿Una serie antisistema?
Está cuestión, que parece asumida por una gran mayoría, no deja de sorprenderme. Una cosa es que la banda de ladrones juegue con el descontento de la población (la crisis, los rescates a los bancos, la corrupción, etc.) y que la serie se haga eco de esa situación y otra bien distinta —y expresada por los personajes— es que aprovechen esa coyuntura para trincar mil millones y tirarse a la bartola. Estamos ante una ficción temáticamente oportunista más que oportuna, que utiliza determinados resortes vinculados a la actualidad para desarrollar sus tramas. En esta ocasión le toca el turno a los oscuros secretos de estado (¡que se guardan en el Banco de España!) o a la tortura como un deporte ampliamente practicado por los estados-nación. Pero no hay una reflexión de fondo respecto a estos asuntos -por más que fomenten el debate en redes… bueno, en redes se debate todo- porque La casa de papel no es una serie de Aaron Sorkin: tampoco le busquemos tres pies al gato.
Ahora bien, quizá lo más llamativo sea la inclusión de cuestiones cuya importancia no impide sospechar que quizá solo sean una moda. Si en materia de feminismo las temporadas precedentes ya marcaban su posición, aquí se asienta directa —hay discusiones airadas sobre misoginia y comportamientos machistas— e indirectamente (el papel de la damisela en apuros lo representa … un hombre). Sin embargo, cuando con la sutileza de una bola de demolición empiezan a golpearte con controversias animalistas, debates sobre la homofobia, chácharas en torno al veganismo y otros asuntos similares, da la sensación de que a los guionistas se les ha impuesto una agenda de temas a tratar y que estos van surgiendo de manera poco orgánica porque “es lo que toca”. Si lo pensamos, las tazas o las camisetas que decora Mr. Wonderful también buscan conectar con aquellos temas que forman parte de la conversación social sin necesidad alguna de ahondar en ellos. ¿Hasta qué punto La casa de papel reflexiona -con cierta seriedad- sobre todo esto? ¿Es acaso esa su intención o solo son un vehículo para seguir quemando trama y establecer vínculos con una audiencia afín a esa agenda? Más nos valdría pensar sobre estas cosas antes de calificar la serie y, por extensión, de terminar exigiéndole una profundidad discursiva mayor de la que jamás propuso.
Hipérboles para qué os quiero
Hablábamos del tono épico que preside la obra y que, lógicamente, afecta al diseño de caracteres y a las interpretaciones que se les demanda a los actores. Todo aquí es hiperbólico: los discursos, las pausas dramáticas, la gesticulación o el tono de voz. Y en esa tesitura —que podrá gustar más o menos, pero es la que se fija desde el inicio— no todos los interpretes salen igual de bien parados. Rodrigo de la Serna y Jaime Lorente sacan al bicho que llevan dentro y demuestran que lo de ir pasados de vueltas es lo suyo: más intensos que un termo de ristretto. Najwa Nimri ya demostró en Vis a Vis que el traje de hija de puta le sienta como un guante y aquí sube la apuesta haciendo de inspectora embarazada —de hecho, se nos presenta primero a su barriga y después a ella— y destroza unos cuantos clichés (feminismo y maternidad también entran en el capítulo de ‘temas de actualidad’). Otro tanto le sucede a Fernando Cayo, al que la mala hostia castrense le sale con tanta facilidad como la barba: su coronel Tamayo blasfema estupendamente, da lustre a expresiones muy queridas por mí como “la madre que parió a Panete” y tiene algunas de las mejores réplicas de la temporada.
Digamos que esta 3T parece pensada para que el Al Pacino de Scarface con suministro de cocaína ilimitado interprete todos los papeles. Y no todo el mundo es Tony Montana. No es fácil salir airoso con tanto speech de por medio. Si De la Serna es Joel Grey en Cabaret, Úrsula Corberó y Alba González quieren ser Liza Minnelli. Su divismo —el de ellas y el de ellos— está fuera de toda duda, pero mientras Tokyo se parapeta tras la voz en off —y se luce sin necesidad de declamar en las escenas del striptease y la borrachera— Nairobi tiene que hacer frente a no pocos parlamentos en los que la espontaneidad de su actuación (muy presente en los diálogos y las interjecciones: ¡manteca colorá!) se pierde en favor del recitado. Le pasa también a un Pedro Alonso excesivamente afectado en su remodelado papel de atracador renacentista. Por el contrario, Hovik Keuchkerian (Bogotá), curtido en el mundo de la stand-up comedy, no necesita cargar las tintas para soltar sus parrafadas. El resto del elenco sigue pegado a los parámetros interpretativos fijados desde el inicio.
En conclusión, estamos ante una temporada que potencia todo aquello que funcionó en su primera fase —incluido su cliffhanger final: en realidad es una temporada en dos partes— y que, aparentemente, cuenta con más recursos que derivan en más escenarios, más actores conocidos y un diseño visual orquestado no se sabe si por Migue Amoedo o por el creador de la cuenta de twitter One Perfect Shot (en el capítulo tres, un ligero contrapicado encuadra de izquierda a derecha a Bogotá, Nairobi —que es la que habla— y Helsinki, que están situados delante de la escalinata con la ventana del banco detrás y los rehenes a sus lados: una estampa que parece sacada de la vidriera de una iglesia y que refuerza la idea de santidad que envuelve a estos ladrones-héroes). La casa de papel es un divertimento pluscuamperfecto en el que no hay nada dejado al azar, ni siquiera la imaginación de los espectadores. El bosquejo de cada plano, la colocación de la música, la intensidad impuesta desde la mesa de edición… Todo nos guía en una dirección, la misma que antes recorrieron sagas como la de James Bond —a la que se cita en varias ocasiones— y películas como La Roca (Michael Bay, 1996) o Con-Air (Simon West, 1997): el entretenimiento. Un pasarratos —y no lo entiendan peyorativamente— como nunca se había hecho en este país. Lo imposible no fue tal.