Si la semana pasada hacíamos referencia al aluvión de estrenos que inundaría nuestras pantallas este enero, aprovechemos el último post del mes para repasar los arranques de algunas de las series que han llegado en las últimas semanas. Nota aclaratoria: el que está en fase de pruebas soy yo, no los pilotos.
1- Evil. SyFy.
El último proyecto de los creadores de The Good Wife se estrenó el pasado 13 de enero en el canal Syfy (que está disponible en los servicios de televisión y streaming de Movistar, Vodafone TV, Orange TV, Sky España, Telecable, Euskalter y R). Sin abandonar su querencia por los dramas legales, Robert y Michelle King se embarcan aquí en una aventura de corte sobrenatural en la que Kristen Bouchard (Katja Herbers), una psicóloga que trabaja para la fiscalía, se une al equipo formado por un sacerdote en fase de formación, David Acosta (Mike Colter) y su ayudante Ben Shakir (Asif Mandavi), algo así como la versión superdotada del Tim Taylor (Tim Allen) de Un chapuzas en casa. La serie parte de la idea de que la línea que separa la locura de las posesiones demoníacas es tan fina que uno nunca puede estar seguro de si se enfrenta a un asesino en serie con trastorno de la personalidad o al primo hermano de Azazel. De ahí que se imponga la formación de esta entente multidisciplinar cuya labor no es otra que la de averiguar si los casos que se les presentan son bulos orquestados por una mente perversa, fenómenos explicables científicamente o -acabáramos- episodios paranormales que van del milagro a la infiltración satánica en cuerpos ajenos.
Los King aplican algunas de las fórmulas que los han convertido en ídems de las networks estadounidenses -los diálogos hilarantes y mordaces, el tempo que fija la música de Dave Buckley, los estilizados títulos de crédito- en un mundo en el que se le otorga carta de naturaleza a lo sobrenatural. Desde el primer momento, la argumentación sobre una posible posesión demoníaca se trata con total normalidad en la corte de justicia y se fijan las bases para que lo que vendrá a continuación sea posible. Nótese que los King no buscan crear un universo alternativo sino que le sacan punta a una cotidianeidad en la que los ciudadanos consumen a diario programas como Ghost Hunters -que se cita en el piloto- y en la que la fe se convierte en un arma contra la precariedad (solo hay que ver la situación de la protagonista: profesional liberal no creyente, con cuatro hijas, un marido ausente que se dedica al alpinismo y un préstamo estudiantil que todavía no ha pagado y cuyo vencimiento puede terminar en desahucio).
Si la parte argumental se resume en el proceso de desacreditación de un serial killer que afirma estar poseído por un espíritu y en el padecimiento de terrores nocturnos por parte de la doctora Bouchard -se le aparece un demonio de nombre George- lo más interesante de este primer episodio dirigido por Robert King estriba en cómo la (posible) presencia de lo paranormal -sintetizada en la mefistofélica figura de Leland Townsend (Michael Emerson)- también se apropia de las imágenes: a medida que el capítulo avanza y la situación de la psicóloga protagonista se torna más inestable -¿veo un demonio? ¿estoy siendo víctima de un complot? ¿el seminarista de ébano me ha encendido la libido como si fuera Vigo en Navidad? - la cámara empieza adoptar posiciones poco convencionales, dibujando escorzos y colocándose en ángulos imprevisibles, como si el mundo en el que vivía la doctora Bouchard estuviera perdiendo la consistencia que impone la planificación clásica.
2- El visitante. HBO España
Otra serie que también se estrenó el 13-E. Y no es una serie cualquiera, es Richard Price adaptando a Stephen King. ¿Que quién es Richard Price? Se lo explico rápidamente. Además de un novelista duro como los pectorales de Idris Elba (autor de libros que van de Clockers a Los impunes) y un consumado guionista (El color del dinero) fue uno de los escritores clave en el desarrollo de The Wire, además de creador-adaptador de la gran The Night Of. Price, que viene de escribir seis episodios de The Deuce, se ha encargado de adaptar la, de momento, antepenúltima novela del prolífico escritor de Maine (tras El visitante, King ha publicado Elevación y El instituto).
El piloto, digámoslo ya, es abracadabrante. Frankie Peterson, un niño de 11 años, aparece brutalmente asesinado en el bosque aledaño a la ficticia Flint City (Oklahoma). Las investigaciones llevadas a cabo por el detective Ralph Alderson (Ben Mendelsohn) concluyen, sin apenas margen de error, que el culpable es Terry Maitland (Jason Bateman), profesor de literatura y entrenador del equipo infantil de beisbol. Sin embargo, los testigos oculares que lo sitúan en el pueblo durante la noche en la que se cometió el crimen (una profesora que lo vio recoger al chaval, una niña que se cruzó con él cuando salía del bosque, el propietario de un tugurio que hablo con él y vio la sangre que ensuciaba el dorso de su chaqueta) y las imágenes de videovigilancia que certifican tales hechos no suficientes para encausarlo puesto que el entrenador Maitland, a través de su abogado Howie Salomon (Bill Camp), demuestra que pasó esa misma noche en Cap City, donde asistía a una conferencia para profesores. Sus compañeros de seminario, las imágenes del circuito cerrado de televisión del hotel en el que se alojó y sus huellas así lo corroborarán. Pero, entonces, ¿cómo es posible que estuviera en dos sitios a la vez?
En ‘Fish in a barrel’ (1.01) no importan tanto los diálogos cortantes o la pétrea interpretación de un Mendelsohn roto por dentro -perdió a su hijo- en busca de una expiación a costa de terceros. El piloto se abre con una sucesión de tomas aéreas y cenitales de carácter descriptivo: nos muestran un entorno apacible, el humilde centro de la ciudad de un pequeño pueblo de los Llanos Centrales, rodeado de verdor y salpicado de edificios bajos y casas unifamiliares. A ese encadenado de planos le sucede otro tomado a ras de suelo: vemos el asfalto y los bajos de una furgoneta y una panorámica de 90 grados nos mostrará la sangre que mancha la puerta lateral del vehículo. Todo eso mientras suena el adagio del concierto para piano Nº 23 K-488 de Mozart.
Ese cambio de emplazamiento -del cielo al suelo- provoca, a su vez, un choque de escalas y tensa la relación entre las imágenes. Como en el arranque de Terciopelo azul (David Lynch, 1986) sabemos que algo no anda bien en Flint City. A lo largo del episodio, dirigido por el propio Jason Bateman, las decisiones visuales enrarecen los ambientes: el travelling hacia delante -del salón a la cocina- para filmar el desayuno familiar de los Maitland (como si un intruso invisible se colara en la casa), la yuxtaposición de planos cenitales y tomas a ras de suelo (el partido de béisbol), la casi total ausencia de composiciones limpias (con objetos que intermedian entre los personajes y el ojo del espectador) y la desasosegante música de Danny Bensi y Saunder Jurrians, nos indican que algo extraño sucede, que los hechos que ni la policía, ni los familiares de la víctima ni el propio acusado son capaces de explicarse quizá hayan sido causados por ‘otra cosa’ que, tal vez, brote de las entrañas de la tierra (los recurrentes planos basales, con la cámara pegada al pavimiento, me invitan a creer en esa posibilidad).
3. Giri / Haji. Netflix.
Traducida como Deber/Deshonor este thriller británico estrenado por el gigante del streaming el pasado 10 de enero es una de las gratas sorpresas de este inicio de 2020. Y lo es por varios motivos. En primer lugar, por su desacomplejada mezcla cultural: bajo el pretexto de participar en un curso sobre procedimientos policiales, el detective Kenzo Mori (Takehiro Hira) es enviado a Londres para investigar el asesinato de un miembro de la Yakuza. Allí se aliará con un chapero con más tablas que el atrecista de El gran miércoles (diva total Will Sharpe) y con la profesora del seminario, Sarah Weitzmann (impecable Kelly MacDonald) para sacar algo en claro de un asunto que amenaza con romper la estabilidad que apacigua a los clanes mafiosos de Tokio.
A partir de este planteamiento, el guion de Joe Barton no renuncia a ninguna de las posibilidades que él mismo se brinda. La primera media hora del piloto se desarrolla en Tokio y está completamente hablada en japonés. La serie se toma su tiempo a la hora de describir cómo vive Mori, cuál es su situación familiar y qué tipo de vínculos dominan las relaciones entre policía y Yakuza. Tras aterrizar en Heathrow la serie hablará inglés e irá combinando constantemente los dos idiomas. Ese choque idiomático -que el departamento de promoción explota al máximo- y cultural también se traslada al terreno de lo estético. Si Barton apuesta por el mestizaje lingüístico y geográfico, tampoco teme jugar con los cambios continuos de localización -la acción desencadena consecuencias en Londres y Tokio- y de tiempo y eso afecta a la impronta visual de la serie. En el piloto dirigido por Julian Farino (El séquito, Ballers) cada vez que volvemos al pasado y Mori recuerda la relación con su hermano Yuto (Yosuke Kubozuka),pieza fundamental en todo este embrollo, el formato se altera y pasamos de un 16:9 al panorámico (no he encontrado los ratios de aspecto exactos) de manera que la pantalla se estrecha y los hermanos quedan como atrapados por ese accidentado pasado (cuando Kenzo recuerda a Yuto con cariño no varía el tamaño, se pasa al blanco y negro). Pero la hibridación va más allá y recurre a la animación cuando algún personaje introduce una narración en tercera persona referida a los protagonistas: el tipo del bar contando cómo llegó Yuto a Londres. El arsenal formal -y la adopción de modos de representación de ambas geografías- es copioso y Farino demuestra cierto talento a la hora de utilizar recursos como el split screen para separar a Kenzo de su esposa: si, normalmente, la pantalla partida se emplea para unir a dos personajes situados en geografías distintas -pienso en Cary Grant e Ingrid Bergman en Indiscreta- aquí la conversación telefónica entre el marido desplazado y la mujer obligada a cuidar de una familia numerosa e imposible no les une sino que los aparta más, algo que Farino refleja colocando a los personajes de espaldas, aumentando el grado de división que ya sugieren los diálogos y que refuerza ese tabique oscuro que abre en dos el fotograma.
4. Perdida. Antena 3
De entre el ramillete de estrenos de las cadenas generalistas españolas -Néboa, Vivir sin permiso, El pueblo- nos quedamos con Perdida, la nueva serie producida por el grupo Atresmedia y creada por Natxo López, Ruth García y David Oliva que se estrenó el pasado día 14 (y que también se puede ver a través de ATRESplayer PREMIUM). Lo más interesante de su episodio inicial es su narración desestructurada: Antonio Santos (Daniel Grao) ingresa en una cárcel colombiana tras ser detenido transportando cocaína en su estómago; 13 años antes, su hija Soledad desaparece sin dejar rastro (lógicamente, los dos hechos están relacionados). Es cierto que los subrayados musicales y unas decisiones visuales excesivamente enfáticas -esos flashbacks que insisten en retratar el litoral valenciano como una postal de tienda de souvenirs muy en la peligrosa línea de El embarcadero- deslucen un tanto una apuesta dramática que rehúye la resolución de un misterio -esto no es un ¿qué habrá pasado con la niña?- y se centra en la motivación de unos personajes marcados por un suceso que ha destrozado sus vidas. Desde el final del piloto sabemos qué ha sucedido con Soledad y lo que nos importa son otras muchas cosas: saber cómo su padre ha hecho lo que ha hecho -tras Gigantes, Grao sigue en un muy buen estado de forma-; ver cómo reaccionará la escasa familia que le queda (su madre, su exmujer) cuando descubran qué es lo que ha hecho; preguntarnos qué hace la policía con un caso que se reactiva tras más de una década en vía muerta, …
Perdida, que en su vertiente carcelaria recuerda por momentos a El marginal (Sebastián Ortega & Israel Caetano, 2016), se sostiene gracias a la astucia de unos guiones que, más allá de los giros argumentales, están repletos de personajes llenos de contradicciones que surgen cuando la consecución de sus objetivos es justificación suficiente para vadear cualquier obstáculo, ya sea de orden moral o práctico. El buen trabajo de casting que hace uno se crea a una tipa como Angelita (volcánica, como siempre, Adriana Paz) hace el resto. Su duración -45 minutos por capítulo- también ayuda.