Series para la cuerentena: mira lo que veo
Enric Albero nos deja una lista de series que están disponibles en alguna de las múltiples plataformas al alcance
Me lo pensé mucho a la hora de escribir este post (a estas alturas habrá como 3.457 similares) pero, al final, asumiendo el estado de excepción en el que vivimos terminé por convencerme (soy un titán de la autojustificación) de que tenía cierto sentido desplegar para vosotros el catálogo de las series que estoy viendo desde que empezó este maratón de obligados ejercicios espirituales, sin importar que sean estrenos o no.
Todos los títulos que aparezcan a continuación están disponibles en alguna de las múltiples plataformas al alcance de su tecnología (lo del bolsillo ya es otra cosa) y todas ellas han sido vistas total o parcialmente (esto es un work in progress) por el abajo firmante durante la última semana.
1- ZeroZeroZero (Roberto Saviano, Stefano Sollima, Leonardo Fasoli & Marucio Katz, 2019) Amazon Prime Video
He aquí uno de los últimos estrenos de la plataforma desarrollada por ese gran almacén virtual que es Amazon (se puede ver completa desde el pasado día 6). Se trata de la adaptación del penúltimo libro de Roberto Saviano, un autor que ha ido viendo cómo su bibliografía, desde que allá por 2008 Mateo Garrone elevara aún más la popularidad de su seminal Gomorra, trascendía la esfera literaria para adaptarse como un suave guante a las exigencias audiovisuales del presente. Si su último libro, La paranza dei bambini (aquí Pirañas: los niños de la Camorra) ya fue llevado al cine por Claudio Giovannesi y Gomorra puede presumir de ser una de las mejores series italianas de la historia, con ZeroZeroZero uno tiene la sensación de asistir a un intento de internacionalización del modelo Gomorra: la serie (el juego con los espacios en relación con la psicología o el estado de los personajes que tan bien se observa en el tercer episodio; Mogwai buscando un música que genere las mismas sensaciones, sin abandonar su estilo, que las de Mokadelic, etc.). Con la base del equipo que hizo de Gomorra un referente de la serialidad contemporánea -Sollima y Fasoli- y con la incorporación de realizadores de cierto prestigio como Pablo Trapero (Mundo Grúa, El Clan) o Janusz Metz (Borg McEnroe), se dibuja un mapamundi del narcotráfico y se trazan las líneas que unen a productores/vendedores (México), distribuidores (Italia) e intermediarios (Estados Unidos). Sin abandonar el manantial del que bebe la obra de Saviano -cuyo epicentro se mueve, en este caso, de Nápoles a Calabria, de la Camorra a la ‘Ndrangheta- aquí se amplía el cambio de visión para que podamos ver la red del tráfico de cocaína al completo. En realidad, asistimos a un híbrido entre la obra previa del escritor napolitano y El poder del perro de Don Winslow o, por irnos a la teleserialidad, entre Gomorra y McMafia (James Watkins & Hossein Amini, 2018). Con unos altísimos estándares de producción, un reparto que incluye rostros como los de Gabriel Byrne o Andrea Riseborough y un alambicado atlas de relaciones comerciales que vienen a demostrar que la farlopa es uno de los grandes motores de la economía mundial, ZeroZeroZero cautivará a los adictos a la narcoficción (o sea, a mí) si bien adolece de un grave problema: en esta función coral es imposible empatizar con alguno los personajes protagonistas, así que no te importará demasiado que los torturen o que les tiroteen cuando las cuentas no cuadren o los pagos no lleguen a tiempo (en Gomorra esto no pasa). Quizá esto nos sirva para comprender cuán difícil es escribir una ficción protagonizada por antihéroes: ZeroZeroZero está ahí para recordarnos la imponencia de Los Soprano (David Chase, 1999-2007).
2- El último gran robo (Jeff Pope & Terry Winsor, 2019). Filmin
Esta mini-serie británica de cuatro episodios que estrenó Filmin a finales de febrero está basada en un hecho tan real como curioso: el atraco, perpetrado por cuatro hombres de avanzada edad, de un depósito de seguridad situado en Camden durante la Semana Santa de 2015. Y no fue un robo cualquiera sino el más grande la historia de Inglaterra: se llevaron 18 millones de euros entre dinero, joyas y demás pertenencias extraídas de las 73 cajas de seguridad que reventaron en un asalto en dos tiempos (el primer intento les salió mal -se les rompió el gato hidráulico- pero volvieron al día siguiente con uno nuevo: eran vacaciones). La serie es un despiporre. Primero, porque el guion lo firman dos tipos experimentados como Jeff Pope (nominado al Oscar por el guion de Philomena) y Terry Winsor (alguien al que le van los robos: de Fool’s Gold a Hot Money) y un director no menos curtido en estas lides como Paul Whittington (Mrs. Briggs, The Widower, El crimen de Liverpool). La combinación entre heist movie y comedia geriátrica funciona a las mil maravillas: la experiencia criminal se ve entorpecida por los achaques propios de la edad, cuando no es la diabetes es la próstata o la artritis. En segundo lugar (y casi por encima de todo), está el reparto. Una panda de viejos cascarrabias encabezada nada más y nada menos que por Timothy Spall (habitual del cine de Mike Leigh) y con otros veteranos de la escena como David Hayman, Kenneth Cranham o Alex Norton (cuando les veáis las caras los reconoceréis como a alguien de la familia, aunque no acertéis a adivinar en qué película o serie les habéis visto). El equilibro entre la seriedad que se le presupone al robo y la comicidad que brota de las tensiones que van surgiendo entre los personajes (unos seres fuera del tiempo en el que viven: ladrones analógicos en un mundo digital) hace que un planteamiento del todo inverosímil avance si titubeos (recuerden que el código de circulación de la realidad no aplica en la ficción, cuyo régimen sancionador penaliza la más mínima incongruencia).
3. Dirty Money (Alex Gibney, 2018). Netflix
A Alex Gibney le va la marcha. Por sus nada complacientes documentales han pasado Lance Armstrong, James Brown, Steve Jobs o la mismísima iglesia católica. Aquellos que hayan frecuentado la obra del realizador neoyorquino ya sabrán que si se ponen a ver la segunda temporada de Dirty Money que Netflix lanzó el pasado 11 de marzo les pasarán las siguientes cosas: a) se pondrán de mala hostia con todos y cada uno de los casos que aparecen y que se resumen en “unos pocos haciendo dinero a costa de muchos”; b) se verán abrumados por un alud de datos y testimonios; c) cinematográficamente no descubrirán nada nuevo, pero los temas les atraparán a no ser que sean de esos que tienen tanto dinero que ha dejado de preocuparles; y d) acabarán notando esa musiquilla que busca manosear sus sentimientos, como si las historias en sí no despertaran la suficiente empatía. Gibney, que dirigió el piloto y que figura como productor ejecutivo, le traspasa su método creativo al resto de directores que, en esta segunda entrega, analizan casos de fraude como el de la Wells & Fargo (que después de verlo todavía sigamos confiando en los bancos es un misterio que no acertaré a comprender), las supercalifragilísticas fortunas como la del que fuera primer ministro de Malasia (economista para más señas) Najib Razak, la oscura figura del yernísimo Jared Kushner (casado con Ivanka Trump) o la instalación de una planta de fabricación de plásticos en una pequeña ciudad de Texas. Es el neocapitalismo, amigos.
4. Exit (Oystein Karlsen, 2019). Filmin
Los cuatro magos de las finanzas que protagonizan esta serie noruega bien merecerían un episodio en Dirty Money. Acaban de sobrepasar el linde de la treintena y con los dos pies metidos en el coto de la madurez descubren que la vida es una cacería monótona de la que ya se han cobrado todas sus piezas: “Seguramente tienes muchos sueños, como viajar a diferentes sitios o comer en restaurantes de tres estrellas. Caminar por los Andes, comprarte un barco, un buen reloj, (…) tener sexo con una supermodelo. Yo hecho todo eso. Todo. Antes de tener tu edad, ya había hecho todo eso. Y después, ¿qué pasa?”. Esta teleserie nace de las entrevistas que Oystein Karslen y su equipo mantuvieron con varios jóvenes corredores de bolsa de Oslo. Esa recolección de testimonios le ha servido para crear una ficción que se articula en dos niveles. Por una parte, está la recreación de esos encuentros en las que los personajes, que parecen posar para un reportaje en Forbes, responden a las preguntas de un periodista. El segundo nivel pasa por relatar el día a día de cuatro tipos que necesitan hacer “cualquier cosa que les aleje de la vida cotidiana y de la monotonía. Pueden ser unas rayas, una botella de vino o cualquier cosa, pero necesito librarme del zumbido gris del infierno socialdemócrata”. Hablamos de personas psicológica y socialmente alienadas por el dinero, incapaces de sentir empatía por sus supuestos seres queridos (sociópatas de manual con todos los malos -istas detrás que uno pueda imaginar: machistas, racistas, etc.); hombres que se perciben como intocables, vaciados de alicientes, consumidores compulsivos de drogas (cocaína principalmente, aunque no le hacen ascos a ningún químico), alcohol, prostitución y casi cualquier cosa que les venga en gana porque, simple y brutamente, pueden pagarla. Toda moralidad les resbala: pueden darle una paliza a una pareja de paseantes que les ha reñido por mear en la calle; pueden olvidar decirle a una esposa, angustiada por su deseo de maternidad, que se hicieron la vasectomía antes de conocerla para que ella arrastre un sentimiento de culpa irrefrenable; pueden soplarle un suspiro de farlopa a su amigo en coma tras un intento de suicidio,… No le busquen matices a Exit (al menos en sus cuatro primeros episodios… y es cierto que a partir del quinto la cosa empieza a cambiar): el retrato es demoledor, cáustico y aterrador. Jordan Belfort y Patrick Bateman verían esta serie bebiéndose una botella de La Tâche con una línea continua más larga que la de la Ruta 66 pintada en la mesa y la nariz en modo aspiradora.
5. Homeland (Alex Gansa & Howard Gordon, 2011-2020). Movistar +
Estoy encelado con la última temporada de las aventuras de Carrie Mathison (Claire Danes). Las series de televisión pueden rearmarse a sí mismas durante su transcurso. Sometidas como están a tantos avatares (un actor que se despide, un guionista que en lugar de escribir líneas las pinta, una huelga, un director con aires de Cecille B. DeMille) sus niveles de calidad pueden bajar de una temporada a otra (piensen en Dexter a partir de su cuarta temporada o Héroes tras la huelga de guionistas). Homeland es un caso curioso: tras una primera temporada magnífica, con la sombra de El mensajero del miedo (John Frankenheimer, 1962) planeando sobre toda la trama, la serie entró en barrena y cuando lo que no molestaba era la familia Brody, molestaba el tratamiento estereotipado de los países de la órbita musulmana o que el trastorno bipolar de Carrie fuera utilizado a conveniencia, como si la serie asumiera la patología de su protagonista. Habituada al constante reseteo, la teleficción creada por Howard Gordon y Alex Gansa, vuelve al ruedo con una nueva elipsis (y van…), un cambio de presidente y una Carrie en fase de recuperación tras un largo cautiverio en manos rusas.
Si ya en la séptima entrega el equipo de guionistas hurgaba en la realidad más inmediata -las relaciones Trump/Putin- para obtener material, en esta temporada final se anticiparon al acuerdo de paz firmado por Estados Unidos y los talibanes el pasado 29 de febrero. Homeland empezó a emitirse justo seis días antes de que en Doha se rubricara ese pacto y el resorte que activa su trama principal no es otro que ese alto el fuego que promete poner fin a la guerra más la larga en la que ha intervenido Norteamérica. A una serie que fue acusada -y con razón- de ofrecer una visión reduccionista de las comunidades musulmanas, estos procesos de reescritura a los que se ha visto sometida le han sentado muy bien: al igual que ya sucedía en The Americans (Joseph Weisberg, 2013-2018), aquí se habla muy claramente del tipo -y la duración- de las relaciones entre Estados Unidos y los talibán, de su intervencionismo continuado en la región sin importar quien haya gobernado y de sus continuos errores estratégicos: “desde el 11-S lo hemos hecho todo mal” afirma Saul Berenson (Mandy Patinkin). Como no quiero aguarles la fiesta -la cosa todavía va por el sexto episodio- les diré que aquí el acuerdo termina como una paloma (de la paz) extraviada en un concurso de tiro al blanco. Quédense con el buen trabajo de guionistas como Chip Johanesen y Patrick Harbinson que se marcan un episodio cuarto que debería exigir la colocación de un desfibrilador en los salones de sus casas. Tensión genuina, con el terreno bien preparado -soltando pistas sin concluir nada sobre quiénes pueden ser los culpables de lo que sucederá- y alargando las secuencias como si quisieran provocarnos un infarto en esta época de urgencias colapsadas. La temporada va como un tiro: la acción de corte bélico (ese ‘rescate’ del helicóptero) y el thriller de espías salpicado de drama geopolítico funciona a las mil maravillas porque los acontecimientos se encabalgan sin que nadie sepa quién está moviendo los hilos de lo que parece ser una (nueva) conspiración trasnacional. Ya les digo que yo me quedo hasta el final.
6. Justified (Graham Yost, 2010-2015). Amazon Prime Video
No la verán en ninguna de esas clasificaciones de lo mejor de la década (esa que aún no ha terminado). Ni falta que hace. Cuando esa oxicodona serial que es Bosch (Eric Overmeyer, 2014-?) se me termina, suelo echar mano al cajón de analgésicos a ver qué me encuentro. Y Amazon de surtir al personal saben un rato, así que lo mismo me administro unos miligramos de The Shield que regreso al condado de Harlan para ver a mi colega Rylan Givens (Timothy Olyphant). La primera temporada ha durado un suspiro (otra vez). ¿Qué por qué me gusta tanto? Es fácil. Para empezar, cuando suena el ‘Long hard times to come’ de los Ganstagrass ya estoy bailando. Añádanle que la serie es puro Elmore Leonard. Y yo adoro a Elmore Leonard. Y además Elmore Leonard, que se quedó flipado tras ver la primera temporada, nos regaló las historias para cuatro capítulos antes de que una apoplejía le diera pasaporte. Justified redimensiona las posibilidades de un relato corto como ‘Fire in the hole’ en el que se basa (aunque el personaje de Raylan ya estuviera presente en otras novelas del escritor de Nueva Orleans); los diálogos (punzantes, malintencionados, negros, cargados de dobles sentidos) te obligan a ir al Ikea a comprar marcos baratos (“¿Dónde estabas, mujer?” / “En el parking haciendo mamadas por dinero”/ “¿Pagabas o te pagaban?”); el rollazo que tiene Raylan -ese Stetson extemporáneo, esos andares, esa mirada socarrona- ya lo quisieran las tres cuartas partes de los protagonistas de cualquier ficción pasada, presente o futura (¿les he dicho ya que a mi santa le gusta MUCHO esta serie?); el puto Walton Goggins bordando un personaje que pasa de ser un supremacista blanco a un hombre de Dios (todavía no tiene claro si del Dios del Nuevo Testamento o del Antiguo), … En realidad, todos los personajes tienen un carisma infrecuente (desde Arlo Givens al jefe Art Mullen) y eso por no hablar de ellas, de la atractiva, terca y pueblerina Ava Crowder (Joelle Carter) o de Winona Hawkins (Natalie Zea), la ex de Raylan casada en segundas nupcias con un agente de la propiedad inmobiliaria pusilánime y con miopía visionaria. Este híbrido entre procedimental y western, plagado de rednecks, traficantes, fachas e hijos de puta sin escrúpulos es la única serie -repito, la única- en la que los giros de guion hacen que mi santa suelte un grito en cada capítulo. Un grito que sustituye a un “pero qué coño” cada vez que sucede algo inesperado y casi siempre brutal. En 15 días nos la zampamos (yo por segunda vez). Fijo.
7. Avenue 5 (Armando Iannucci, 2020). HBO España
He aquí el prospecto de contraindicaciones ideal para superar una crisis. En un futuro quizá no tan lejano, un crucero espacial para nuevos ricos del siglo XXI sufre un accidente durante una reparación y modifica su trayectoria, de manera que es posible que tarden tres años en regresar a la tierra: esto no es como desviarse en el Mediterráneo. Parejas desunidas que todavía creen en las vacaciones como un adhesivo infalible, matrimonios receptores de un regalo envenenado con tarifa de todo incluido (también los desastres), propietarios de líneas navieras que sustituyen el conocimiento por el dinero o capitanes modelo Schettino sin posibilidad de escape (impagable Hugh Laurie) conforman una fauna cruceril que no se aleja demasiado de la que uno se puede encontrar si se paga una travesía acuática durante el verano.
Es cierto que Avenue 5 es quizá la menos mordaz de las series creadas por Iannucci y su equipo, pero aún así ver el despliegue de soluciones que ejecuta una tripulación con las entendederas de un niño de 3 años con dosis extra de Atarax o las reacciones de una masa enfurecida y aborregada dirigida por su autoproclamada líder Karen Kelly (Rebeca Front) sigue abriéndome una sonrisa. En el fondo, los temas del showrunner británico siguen estando ahí: la irresponsabilidad de los dirigentes, la ductilidad de los subalternos, el desconocimiento y la furia del pueblo… Y esas frases embreadas como un ladrón de ganado pillado en falta en el lejano oeste: “we kill problems like we kill babies”. El ritmo de la serie de HBO no es el de Veep ni el de The Thick of It porque la propuesta es diferente -ojo a ese desfase de treinta segundos entre las emisiones que surgen de la nave y las de el centro de mando en la tierra- y busca una comicidad más pausada en la que el gag visual propio del slapstick (esos ataúdes orbitando la nave; los cambios de gravedad) tiene casi el mismo protagonismo que el verbal. A mí me vale.
8. Colombo (Richard Levinson & William Link, 1971-2003). Amazon Prime Video
Es imposible no querer al teniente Colombo. Un tipo que viste como una cama sin hacer, con un cigarro de un imposible color verdoso pegado a la mano, siempre cabizbajo, con sus interrogatorios dubitativos y sus dificultades para cruzar el umbral de una puerta después de haberse despedido sin hacer, al menos, dos preguntas más. De la longeva serie que Richard Levinson y William Link crearon a principios de los 70 -y que funcionó con regularidad hasta 1978 para después ir regresando a conveniencia- recuerdo ver, en casa de mi abuela, episodios sueltos de alguna de sus incontables reposiciones. Mucho antes de saber quien era Peter Falk -aprovechen para recuperar Maridos (John Cassavettes, 1970) o La traición de Mickey (Elaine May, 1976)- yo conocí a Colombo y ya no pude olvidarme de ese hombre que siempre mencionaba a una esposa que nunca aparecía (“pero abuela, ¿y su mujer cuándo sale?”). Después, paseando por los libros de Javier Pérez Andújar -colombófilo de pro- la curiosidad por regresar a aquel rostro de ojos estrábicos se me despertó como un gato al que le arrojan un cubo de agua. Ahora, tantos años después, la serie sigue atrapándome, quizá uno de los motivos sea que todas las casas que aparecen tienen un bar bien surtido y una barra en la que preparar mejunjes que te alivien la existencia. Razones etílicas a un lado, me fascina ver cómo una astuta dramaturgia convierte a un secundario en protagonista: no estamos ante un procedimental al uso en el que seguimos al detective mientras completa sus averiguaciones, sino que los impulsores del relato siempre son los asesinos, de manera que el hombre que da título al show aparece muy tarde -pasado el primer acto- y los espectadores tienen el misterio resuelto nada más empezar la función. Eso es tenerlos cuadrados. La gracia, pues, está en cómo la actuación de Falk hace que el espectáculo no decaiga y en cómo los guionistas se las ingenian para que nuestro teniente descubra lo que nosotros ya sabemos: el cuarto episodio (‘Marco para un asesinato’) es, en ese sentido, una virguería sin igual. Si les faltan razones, apunten los siguientes nombres: el piloto (que tienen enterito en versión original si pulsan el link) está dirigido por un jovencísimo Steven Spielberg (atentos al arranque) y escrito por Steven Bochco, los dos se convertirían en tótems del cine y la televisión en las décadas siguientes; la aparición en papeles estelares de actores como Ray Milland, Roddy McDowall, Leslie Nielsen, Ida Lupino, Vera Miles, Martin Landau, Martin Sheen, su amigo John Cassavettes o el mismísimo Johnny Cash (por citar solo algunos) o la presencia de directores como Jack Smight (Harper, investigador privado), Richard Quine (Un extraño en mi vida) o Jonathan Demme (El silencio de los corderos) por no hablar de los actores metidos en labores de realización como su colega Ben Gazzara o Patrick McGoohan (vean la serie El prisionero si la encuentran), además del propio Falk, cuyos únicos créditos como director figuran en la serie que lo hizo popular. Bueno ya era antes, pueden comprobarlo en El sindicato del crimen (Burt Balaban & Stuart Rosenberg, 1960). Una gozada.