Los amantes del género policíaco tienen una nueva cita con Filmin, una plataforma que siempre ha sabido que fondear en aguas del canal de la Mancha conlleva realizar buenas capturas. En ese género de proporciones oceánicas que es el crime & mistery han pescado, sin abandonar las costas británicas, clásicos modernos como Endeavour (Colin Dexter & Russell Lewis, 2012-?), greatest hits como las aventuras completas del Poirot (1989-2013) interpretado por David Suchet y han lanzado sus redes sobre títulos tan atrayentes como Informer (Rory Haines & Sohrab Noshirvani, 2018) o The Victim (Rob Williams, 2019) que abordan el macrogénero desde distintas ópticas y que quizá sean los exponentes más relevantes de una larga lista de notables importaciones.
El pasado 28 de abril estrenaron una de sus últimas adquisiciones, la miniserie The Bay, creada por el dramaturgo irlandés Daragh Carville y por el experimentado director Richard Clark (Doctor Who, Outlander), en la que la inspectora Lisa Armstrong (Morven Christie) lidera la investigación que trata de esclarecer la repentina desaparición de los gemelos Dylan (Noah Valentine) y Holly Meredith (Darci Shaw), cuyo rastro se perdió tras acudir a una celebración en un club juvenil situado en la bahía de Morecambe, una localidad costera de tamaño medio situada en el condado de Lancashire, al noroeste de Inglaterra. El primer problema surge cuando la superintendente adjunta (tal es su cargo) descubre que la noche de autos (su noche libre) la pasó con sus amigas en un bar y la terminó echando un ‘quicky’ con el padrastro de los hermanos, al que se le cuelga el cartel de principal sospechoso tras recabar las primeras pruebas.
A la agente Armstrong las tribulaciones la arrastran como si la pernera del pantalón se le hubiera enganchado en la cinta transportadora de una atracción infantil y viera, con la fatalidad con que la parsimonia decora los accidentes previsibles e inevitables, como se le vienen encima el coche de los bomberos, un avión bimotor y un pequeño transatlántico. Tratará, poniendo todos los medios a su alcance, de ocultar su participación involuntaria y puramente circunstancial en los hechos, en tanto que su encuentro sexual con Sean Meredith (Jonas Armstrong) fue breve y no exculpa al fugaz amante como posible autor del secuestro, pero también porque su tangencial involucración le impediría seguir al frente de un caso que quiere resolver. Porque Lisa Armstrong es una profesional ambiciosa y un tanto individualista a la que su nuevo compañero -el bisoño Med (Taheed Modak)- le importuna y no duda en endosarle tareas menores mientras ella se ocupa de ese trabajo policial que nada tiene que ver con ser el responsable de la guardería de los familiares de las víctimas o con rellenar informes de la extensión de una antigua guía telefónica.
Sin ánimo de destripar la evolución de los acontecimientos -estamos ante una serie prolija en giros de guion que, como si estuviéramos en la novena curva de Silverstone, se reserva el mejor volantazo para el final- convendrá apuntar que hay algunas decisiones un tanto precipitadas como la detención de Sean en el primer episodio cuando no se han hecho apenas averiguaciones relevantes en su contra, o la huida de Holly del hospital (episodio 5) con una vigilancia policial digna de estar organizada por el inspector Lassard (¿no se acuerdan del gran George Gaynes?) o ese otro momento en el que, en el callejón trasero de la comisaria, Med informa a Lisa de que está al corriente de su falta y, en ese mismo instante, Jess Meredith (Chanel Cresswell o la reina del show), la esposa de Sean, aparece en escena para descubrir todo el pastel (a eso se llama forzar la verosimilitud nivel goma de los pantalones de Charles Barkley retirado). No es necesario profundizar más, baste decir que en The Bay las casualidades son demasiado recurrentes aunque ello no ha impedido que el público británico haya seguido la serie masivamente (7 millones de espectadores, ahí es nada).
El dinero es lo primero
En una teleficción que se toma excesivas libertades para encarrilar la resolución de un misterio a la que se llega atravesando caminos repletos de trampas, de señales equívocas y de indicaciones malintencionadas, lo más relevante no está en saber quién hizo lo que hizo, ni siquiera en por qué llegó a tal extremo, lo importante en The Bay son las circunstancias secundarias, contextuales. A poco que uno preste atención al modo de vida de los personajes se dará cuenta de que, independientemente de la clase social a la que pertenecen, los núcleos familiares en los que se inscriben están sometidos a una presión económica -de distinta índole- que les asfixia y, para ello, y en varias ocasiones, la puesta en escena escora a los actores dentro del encuadre, situándolos en uno de los extremos, marcando una lateralidad que señala ese desequilibrio vital provocado por las urgencias monetarias que se traduce en fricciones y rupturas emocionales, como se observa en la conversación final entre Lisa y su hija Abbie en la que los espejos y la angulación de la cámara mostrarán las disensiones entre ambas, diferencias que han de ser superadas antes de retomar su relación (es una lástima que el rigor de algunas composiciones sea más excepción que norma).
Tomaremos a las tres principales familias protagonistas como ejemplo. La inspectora Lisa Armstrong vive con sus dos hijos adolescentes Abbie (Imogen King) y Rob (Art Parkinson), y con su madre (Lindsey Coulson) que acaba de iniciar una nueva relación sentimental y quiere, ya pasados los 60, emanciparse de nuevo. Lisa está volcada en el trabajo y no tiene tiempo para sus hijos, la abuela se encarga de llevar la casa y se ocupa de unos jóvenes con las hormonas y las ansias de rebelión hinchadas como el Hindenburg, que se meten en complicaciones poco inocentes (la inconsciencia y el ardor bien pueden descalibrar una brújula moral apenas estrenada). Entre la necesidad de mantener a la progenie, su fuerte sentido de la responsabilidad y sus ansias por conservar (o mejorar) su estatus profesional, Lisa tiene totalmente abandonadas sus labores maternas (y filiales). Vive para su trabajo.
Los Meredith son low-class. Jess tuvo a los gemelos con su primer marido, ha tenido otros dos hijos con Sean y está a la espera de un quinto. En su pequeña casa conviven los cinco además de su madre. Ella no trabaja y su esposo se dedica al noble pero precario oficio de la pesca. La falta de recursos y la multiplicación de las ramas de un árbol genealógico que no para de crecer hacen que Sean busque ingresos extras completando oscuros encargos y que el tiempo de atención para con la nueva generación sea insuficiente. Él se pasa el día entre el puerto y los pubs y a ella no le da la vida. Conclusión: tampoco se enteran demasiado bien de a qué dedican el tiempo sus hijos.
Por último, tenemos al concejal Hesketh (Roger Barclay), al que podemos incluir en la clase alta de Morecambe, y a su hijo Sam (Louis Greatorex). A pesar de contar con sobrados ingresos para llevar una vida más holgada, el representante político pasa horas en su despacho y emplea todo su tiempo en servir a la ciudad y, al igual que los anteriores padres de familia, no tiene de la más remota idea de qué hace su vástago cuando sale del instituto. Otro workaholic -de distinto pelaje- que no dedicará ni un segundo a tareas que le aparten de conservar su privilegiada posición.
Una aproximación estética a The Bay nos enfrenta a no pocos problemas -más adelante expondremos algunos- pero conviene apuntar que, si uno busca consonancia entre las composiciones visuales y la situación de los personajes, el mejor encaje se produce cuando los realizadores (Robert Quinn y Lee Haven Jones) filman la cotidianeidad de los Meredith. No solo por lo descuidado de la vivienda -solo hace falta ver el pequeño jardín de la entrada- sino por las composiciones abigarradas que denotan la falta de espacio para convivir en unas condiciones mínimas de comodidad. El plano que viene justo a continuación es un claro exponente: el reencuadre mediante el uso de la puerta reduce aún más un espacio recargado de objetos y con esa línea diagonal que forman los cuerpos de los tres personajes, casi superpuestos, con la agente ‘separando’ a un matrimonio y adelantando una ruptura que está a punto de llegar.
Pero el trabajo formal no destaca por su congruencia. No hay tantas secuencias como la que acabamos de citar y, a menudo, nos encontramos con una planificación difícil de justificar desde un punto de vista dramático como sucede, por ejemplo, con estos dos planos consecutivos del cuarto episodio que ilustran una conversación entre Lisa y Sean en la que la superintendente le revela que sabe que ha torturado a uno de los sospechosos del caso. En esa tensa charla entre ambos se pasa del encuadre A al B por corte directo: la brusca aparición de ese cenital no parece obedecer a ningún objetivo dramático y a lo largo de toda la secuencia la realización va cambiando de emplazamientos como si temiera aburrirnos filmando una conversación con un par de planos (si hay muchos planos parece que no paran de pasar cosas). Esa decisión anula la tensión del encuentro -nos aleja del foco- no facilita la lectura e implica un desbarajuste de la focalización (del punto de vista) que quizá diera para un par de sesiones de psicoanálisis con el director (¿quiere hacernos ver la omnipresencia policial? ¿Los cambios constantes de posiciones, angulaciones y escalas son un trasunto de esas cámaras de seguridad indispensables para resolver el caso y de las que se habla en esa platica? ¿No hay que sobreinterpretar mucho para llegar a este tipo de conclusiones?).
De hecho, el uso del dron y de las tomas aéreas son marca de la casa en una serie que le saca partido al hermoso paisaje costero que retrata (a veces de manera insistente) para, en todo caso, contraponer esas imágenes de postal en las que aparecen la zona de la bahía y el llamado Lido con aquellos barrios que nunca verán en los folletos turísticos que se reparten en la Tourist Info local. Esa doble cara -de la ciudad y de los personajes- hace que uno quiera llegar al final de The Bay para saber dónde está la línea divisoria que separa la luz de la oscuridad.