En Quiz, el guionista James Graham obtiene carne de ficción de primera calidad a partir del siempre laborioso procesado de hechos reales. Esos acontecimientos que el escritor y dramaturgo británico repasa concluyeron en la condena por estafa del mayor del ejército británico Charles Ingram, de su esposa y de Teckwen Whittock, acusados de elaborar una alambicada estrategia que les valió para llevarse el millón de libras con el que el popular concurso televisivo ¿Quién quiere ser millonario? agraciaba a aquel que respondía correctamente a las 15 preguntas que se le formulaban.

La miniserie de tres episodios que Movistar + emitió entre el lunes y el miércoles de esta misma semana y que ahora puede verse on demand en la misma plataforma, arranca con una secuencia reveladora: la primera imagen que veremos será una toma frontal del objetivo de una cámara de televisión, seguida de un ligero travelling de retroceso que nos mostrará a un pequeño ejército de reporteros; tras un corte directo, un movimiento de grúa encuadrará, desde las alturas, a los soldados de la prensa y cuando las cámaras de TV giren para enfocar al matrimonio Ingram, que tal y como nos informa la voz en off está llegando a las dependencias judiciales, el director Stephen Frears replicará ese trazado desde una posición más elevada para mostrarnos a los encausados entrando al juzgado de Southwark. Esa breve introducción, rematada por la frase de Pablo Picasso “sabemos que el arte no es verdadero; el arte es una mentira que nos hace ver la verdad”, supone la confluencia perfecta entre los dos elementos que conformarán está teleficción (la televisión y los tribunales) y viene a anticiparnos que, en la sala, las cosas se resolverán como en el concurso.

Antes de enfangarnos en cuestiones analíticas, referidas principalmente a la labor de Stephen Frears, sería conveniente resaltar el savoir faire de Joseph Graham para modelar historias extraídas de la realidad: en el último año, su firma está detrás de la película Brexit (Toby Haynes, 2019), que comparte con Quiz esa fusión de vértigo y cinismo que parece emponzoñar nuestro presente, y de ‘Tywysog Cymru’, sexto capítulo de la tercera temporada de The Crown y uno de los grandes hitos televisivos de 2019; sin olvidar que ya escribió Coalition (Alex Holmes, 2015) a propósito de las elecciones británicas de 2010. Recordemos, también, que Quiz es una adaptación de su propia obra teatral (estrenada en 2017), a su vez libremente inspirada en el libro Bad Show: The Quiz, The Cough and The Millionaire Major de James Plaskett y Bob Woffinden.

Las virtudes del libreto de Graham no son pocas. Brilla especialmente en su aproximación crítica y respetuosa tanto al medio en el que se desarrolla el relato (la televisión) como al formato (los concursos) que da lugar al fraude. La miniserie distribuida en su país de origen por ITV (canal que lanzó ¿Quién quiere ser millonario? y que, por lo tanto, albergó el escándalo… que luego rentabilizó con un documental) asume el poder de la televisión como creadora de iconos de la cultura popular sin por ello anular la opción de desentrañar su funcionamiento, de inventariar sus trucos, de mostrarnos a los hombres y mujeres corrientes que se esconden detrás del fulgor de los focos y el brilli-brilli del confeti. Que el protagonista se contemple a sí mismo en la pantalla de su televisor como pareja de baile de su esposa, los dos danzando al son del Who wants to be a millionaire compuesto por Cole Porter para la película Alta sociedad (Charles Walters, 1956) da fe del influjo que el medio posee sobre un usuario que lo ve como el objeto en el que proyectar sus fantasías.

Ya en los créditos del primer episodio se nos ofrece un repaso histórico de los concursos que, a lo largo de los años, han ocupado las casas de los telespectadores británicos; veremos, también, cómo se crea un programa de televisión, cómo se hace un pitching y cuales son las fases que han de superarse antes de que se emita regularmente (por ejemplo, la presentación de un piloto); nos colaremos en el interior del plató para ver cómo se orquesta un show y, mediante la cita enrevesada, se reverenciaran grandes éxitos catódicos como Prime Suspect o Pop Idol -sus carteles están colgados a la entrada de los estudios- al tiempo que se sintetiza la idiosincrasia híbrida de la serie: aquí también hay un ‘principal sospechoso’ que, además, se ha convertido en un ídolo del pueblo. Cuando el concurso sea ya un éxito (llegó a verlo 1/3 de la población británica), su cartel estará al lado de los anteriores en la entrada al set.

Graham es plenamente consciente de la ascendencia que poseía la televisión en la época en la que se ubican los acontecimientos (1997-2003) y del gran predicamento alcanzado por este tipo de shows. La influencia del medio a la hora de moldear nuestra visión del mundo es tal que el drama asume sus modos, se deja contaminar por su estética y por su ritmo, aplicando dos máximas que pueden escucharse en el episodio final: “la justicia es entretenimiento” y “escucha siempre a la audiencia”. Pero ¿cómo logra el director de Los timadores (1990) que sigamos la vista como si estuviéramos viendo el concurso?

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QUIZ Official Trailer (HD) Michael Sheen

Pero, antes de entrar en materia, hagamos una pausa. El segundo episodio se ocupa, casi en su totalidad, de la participación de Ingram (Matthew Macfayden) en el concurso. Esto es, asistimos a una recreación. La realización de ¿Quién quiere ser millonario? es bastante simple: combina un plano general en picado del plató, primeros planos frontales del presentador y el concursante e imágenes de su acompañante. La tensión surge gracias a su propia dinámica (el siempre efectivo todo o nada) y de la reconocible música compuesta por Keith Strachan. Frears reconstruye el show modificando leve pero significativamente estos elementos y añadiendo otros dos: apuntes extraídos de los informes del caso y contingencias inherentes al desarrollo de un programa de TV.

Frente al estatismo que impone la estética del concurso -los planos son idénticos- el director británico aumenta la tensión aprovechando la sintonía del programa y acortando las escalas. Así, para los planos de Ingram y el presentador Chris Tarrant (Michael Sheen) se alterna la frontalidad y el contrapicado (más tensión) y al participante se le va aprisionando a partir del uso de primeros planos sin profundidad de campo y de un progresivo oscurecimiento de las luces del plató (cuando el concurso empieza, vemos al público situado detrás de Ingram difuminado por la falta de foco, luego ese segundo término del plano irá cogiendo una tonalidad azul para, finalmente, terminar en negro).

El director de Negocios ocultos (2002) manipula las expectativas de la audiencia provocando interrupciones en la diégesis al margen de las que realmente sucedieron (el programa se prolongó durante dos días y hubo una inolvidable parada para la publicidad antes de confirmar el acierto definitivo) y lo hace introduciendo las eventualidades que sobrevienen durante la emisión del concurso: el trabajo de la regidora, el parón para colocarle el micrófono a Charles, las conversaciones internas entre los miembros del equipo, la llamada de aviso al productor… Como ya se avanzaba en la secuencia inicial de la serie -en la que una cámara filma a otra cámara desde un estadio superior- el punto de vista que adopta la narración permite quitarle al show cualquier barniz de glamour y llevar el relato más allá de la mera réplica.

El tercer aspecto a tener en cuenta pasa por la inclusión de determinados sucesos que, indefectiblemente, proceden de la investigación que en su día se hizo sobre el caso y que inciden, primero, sobre la (re)filmación del concurso -esos planos que ponen en relación a los supuestos conspiradores, sobre todo el que sitúa a Ingram en el primer término del cuadro y Tecwen Whittock (Michael Jibson) en el segundo (lo tienen justo arriba)- y después en la ralentización de la trama que, al dilatarse con esas excursiones que el guion emprende para perseguir a Adrian Pollock (Trystan Gravelle) intentado que su móvil tenga señal para transmitir las respuestas, logra incrementar el suspense. Hay que indicar que la construcción del ritmo se basa, en gran parte, en la intercalación de dos líneas temporales, la que se ocupa de los hechos previos al inicio del proceso (que incluyen la supuesta preparación de la trama) y la que se sitúa en el presente narrativo y tiene por objeto el juicio (dividida en tres partes muy claras: el primer episodio para el fiscal, el segundo para la defensora y el tercero para el careo final).

Stephen Frears pone a su servicio el formato game show y lo recubre de ficción para proponer, de una parte, un estudio sobre el funcionamiento del medio y, de otra, para conseguir que una trama cuyo desenlace el espectador ya conoce no pierda ni un punto de interés. El truco está en que se nos enseñan los engranajes que ponen en marcha ¿Quién quiere ser millonario? pero no aquellos que permiten hackearlo: puede que Ingram, su esposa y Whittock estén haciendo trampa, pero no sabemos cómo demonios la hacen.

En el juzgado como en la televisión

Después de esta pausa, vayamos al juicio. Para tratar de explicar esta aproximación hay que prestar atención a todo lo que dice la defensora Sonia Woodley (Helen McCrory), alguien que siempre habla en términos de narrativa, comunicación y entretenimiento. La abogada -y Frears- tienen claro que a lo largo de la vista aplicarán las mismas reglas que en la televisión. En lugar de participantes habrá testigos, tendremos preguntas y, al final, habrá un ganador. El realizador hace que tanto el fiscal como la defensa parezca que, en determinados momentos, miren a cámara cuando se dirigen al jurado en un gesto que ya hemos visto anteriormente durante la celebración del concurso (hay una identificación formal). La declaración de Chris Tarrant está filmada como el propio concurso: con esa grúa que introduce el show seguida del plano del que pregunta y el contraplano del que responde (aunque aquí hay travelling de acercamiento sobre el presentador, personaje sobre el que recae la presión). Otro tanto sucede con la comparecencia de Whittock, que parece estar dirigida desde una mesa de realización: plano de la abogada de la defensa, plano del testigo, plano de reacción de Paul Smith (el presidente de Celador, productora del programa, interpretado por Mark Bonnar). A poco que uno se fije observará que las posiciones de cámara son muy similares a las del concurso que, recordemos, servían para enfocar al presentador, al concursante y a su acompañante, situada en las gradas igual que aquí sucede con Smith.

Memoria y montaje

En uno de los elocuentes discursos con que la abogada Sonia Woodley ilustra al jurado (que, recuerden, somos nosotros puesto que las decisiones de puesta en escena nos sitúan en su lugar cuando ella habla); en una de esas alocuciones, decíamos, la encargada de la defensa viene a explicarnos que la memoria, al igual que un programa de tv, una serie o una película, se rige por las normas de la edición. Para corroborar su tesis solo hace falta poner atención en la estrategia de la acusación. En una labor deconstructiva que recuerda tanto a la que el fotógrafo encarnado por David Hemmings realiza en Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966), como a la del experto en vigilancia Harry Caul (Gene Hackman) en La conversación (Francis Ford Coppola, 1974) o a la del sonidista interpretado por John Travolta en Impacto (Brian De Palma, 1981), los técnicos de la productora depuran el sonido de las grabaciones hasta crear un master (la famosa Cinta G) en el que se determina que los investigados alteraron el resultado del concurso comunicándose mediante toses (!). Y aquí surge una pregunta legítima que Quiz lanza: ¿escondían las imágenes y los sonidos una realidad que, a primera vista, éramos incapaces de ver (como en las películas antes citadas)? O, por el contrario, ¿ese aislamiento de las ondas sonoras reconstruye, alterándolos, unos hechos que nunca sucedieron tal y como se cuentan pero que aceptamos dada su atrayente excepcionalidad? Como dice la propia Woodley, la versión de la cadena ajusta la realidad a un interés y proporciona un entretenimiento mayor que la ordinaria verdad que ella defiende: que un tipo lerdo, nervioso y timorato tuvo su día de suerte.

Quiz se mantiene fiel a esa disyuntiva y no resolverá nuestras dudas, porque está más interesada en dilucidar como se construyen determinados discursos –“el mercado de la verdad está cayendo” se escucha en el episodio final- en la tristemente asentada era de la posverdad que en averiguar qué es lo que realmente sucedió (v.g.: el plano final). De hecho, y atendiendo a las fechas en las que se forjó lo que ya es sin duda una leyenda catódica, que el famoso programa tuviera lugar justo el día anterior al atentado de las Torres Gemelas lo sitúa en el momento histórico en el que la distorsión de la realidad empezó a ser ley como bien demostraría la posterior intervención comandada por el ejercito estadounidense, con apoyo del Reino Unido y España, en Irak (¿se acuerdan de las armas de destrucción masiva que, diecisiete años después, siguen sin aparecer?).

Ludopatía

Es cierto que la miniserie alojada en Movistar + dedica gran parte de su metraje a explorar las prácticas de la extensa comunidad de fans que ¿Quién quiere ser millonario? generó. Un fandom reactivo que no se conformaba con disfrutar del programa, sino que, impelido por su esencia competitiva, creo amplios círculos de aficionados cuya asociación tenía por objetivo hacerse con el bote del concurso. Lo que aquí nos interesa no es tanto examinar su modelo organizativo -que da pie a no pocos instantes cómicos- sino detenernos en los comportamientos adictivos que pudo provocar, como ejemplifica el caso de Adrian Pollock. De manera tangencial, si se quiere, Quiz aborda la compulsión en la que deriva la afición por un juego (en este caso basado en el conocimiento) en el que media el dinero. A casi nadie se le ocurriría comparar el show que aquí en España presentó Carlos Sobera con los problemas que proliferan alrededor de las casas de apuestas y, sin embargo, en la teleserie de Graham & Frears distinguir a Pollock de un ludópata es imposible. Queda en el aire una reflexión subliminal sobre las consecuencias del juego y sobre la libre difusión de contenidos relacionados con él (programas, publicidad, información). Por meter el dedo en llaga y ensanchar más nuestro horizonte de preocupación: ¿están dentro del mismo saco las casas de apuestas (físicas y on-line), las loterías estatales (!) y los concursos televisivos?

Coda final

Terminemos valorando como se merece el talento de Frears a partir de dos composiciones tan diferentes como expresivas. En la primera, situada en el episodio piloto, veremos a Paul Smith sentado en el interior de la cabina de control. Por teléfono le comunican los fantabulosos datos de audiencia del programa (16 millones de espectadores). Detrás de él se alinean dos filas de monitores, los cables serpenteando entre las cajas metálicas. El cristal de la cabina refleja parcialmente el plató que se sitúa a sus pies. Mediante esta breve imagen breve, Frears describe la omnipotencia de Smith, alguien que controla el exterior (ha creado un formato de éxito) y el interior (el desarrollo del programa); el tipo que mueve los hilos (en este caso, los cables).

Reservemos el mejor plano para el final. Cuando todo ha acabado y se ha dictado sentencia, Charles y Diana Ingram (Sian Clifford) abandonarán la sala de lo penal en la que se ha celebrado la vista. Antes de salir del edificio, se detendrán frente a la puerta. A pesar de los pesares, Diana le dirá a su marido que es “un hombre asombroso”. Frears encajona a los dos personajes entre los marcos de la puerta y no borra los reflejos que emborronan el cristal. Aunque han eludido la cárcel, el caso no ha acabado para ellos, quienes, todavía hoy, siguen inmersos en un torrente de apelaciones que buscan revertir el veredicto inicial. Como indica esta imagen paradójica, su libertad es relativa y el marido asombroso ha perdido el juicio, el trabajo y la reputación.

Nada mejor que cerrar esta entrada con un golpe de efecto. Aquí tienen, íntegro y comentado, el programa en el que se fraguó el (supuesto) fraude.

Charles Ingram Fraud Scandal | REAL FOOTAGE | Who Wants To Be A Millionaire?