En La casa de las flores (2018-2020), el director y guionista mexicano Manolo Caro disponía sobre la pantalla de nuestras televisiones una colección de estampas extraídas de un formato tan popular como el culebrón y las decoraba con motivos propios de la comedia de enredo al tiempo que actualizaba sus recurrencias argumentales, abriéndolas a la normalización de las relaciones LGTBIQ+ con la ardiente y complicada relación que mantenían Julián de la Mora (Darío Yazbek Bernal) y Diego Olvera (Juan Pablo Medina), pero también con ese equívoco encubierto por el propio título de la serie, referido tanto a la florería regentada por Virginia de la Mora (Verónica Castro) como al cabaret de idéntico nombre cuya titularidad correspondía al marido y en el que actuaban, exclusivamente, mujeres trans. En la primera temporada había una gozosa perversión de los códigos que le daba la vuelta a la versión latina de la soap opera como si en el reverso de un calcetín modelo ejecutivo se escondiera un festival de colorines y cenefas pespunteadas por el diseñador de Desigual.
Con Alguien tiene que morir (2020), Caro y los guionistas Monika Revilla y Fernando Pérez aplican una fórmula similar no ya a un género (o quizá sí, luego lo veremos) sino a una época (España, 1954), inoculándole esas preocupaciones temáticas que ya aparecían en su anterior trabajo para Netflix. Esta miniserie de tres episodios, estrenada el pasado 16 de octubre, arranca con el regreso a casa de Gabino (Alejandro Speitzer), el hijo de Gregorio Falcón (Ernesto Alterio), un cargo intermedio en la Dirección General de Seguridad, y de Mina (Cecilia Suárez), mujer de la clase pudiente mexicana, país al que mandó a su hijo diez años atrás, en plena posguerra española. El contexto histórico nos sitúa en el periodo de consolidación del nacionalcatolicismo con el cierre de la etapa autárquica, la inyección de capital norteamericano a cambio de la instalación de bases militares en territorio español y la tímida incorporación a diferentes organismos internacionales (se integró en la ONU en el 55); esto es, la dictadura funcionando a pleno rendimiento y, tras los cambios geopolíticos del momento, tolerada (y respaldada) por Estados Unidos en su cruzada contra el comunismo.
El entorno familiar termina de perfilar el biotopo en el que Caro quiere introducir determinados agentes modificadores relacionados con la represión sexual. Gregorio Falcón es un miembro destacado dentro del organigrama del régimen y su esposa ultramarina es una mujer obediente y sumisa (tanto que las violaciones intramatrimoniales son habituales). Sin embargo, la jardinera encargada de podar el árbol genealógico no es otra que la autoritaria y recalcitrante Amparo (Carmen Maura), la madre de Gregorio, una viuda que perdió a su marido en un accidente de caza. El retorno al hogar de su nieto, quien acude acompañado de Lázaro (Isaac Hernández), un bailarín al que presenta como su amigo mexicano, hará que el escudo heráldico de tan noble linaje se agriete y que el pasado oculto vuele hasta el presente como un huracán devastador e incontenible. La vuelta de Gabino coincide con el interés de sus padres en concertar una boda con Cayetana (Ester Expósito), hija de un industrial del calzado con quien Gregorio ha establecido un provechoso negocio facilitándole mano de obra barata -le proporciona a presidarias para que trabajen por un plato de arroz- a cambio de llevarse parte de los beneficios de la compañía.
Ese tropo dramático propio del melodrama -el hijo díscolo que vuelve a casa y lo pone todo como el demonio de Tasmania suelto por el Ikea- se desarrolla, principalmente, en dos espacios: la casa-torreón de los Falcón y el club de tiro en el que la oligarquía franquista pasa sus horas de asueto descerrajando perdigonazos a pichones indefensos. Manolo Caro, arquitecto de formación, cuenta con un imponente diseño de producción a cargo de Clara Notari (directora de arte de Dolor y gloria, por ejemplo) y de un no menos impecable vestuario obra de Paola Torres (también presente en el último filme de Almodóvar y en las producciones recientes de directores como Álex de la Iglesia o Rodrigo Sorogoyen y ganadora de un Goya por 1898: los últimos de Filipinas). Desde el punto de vista de la recreación histórica, Alguien tiene que morir consigue introducir al espectador en aquel ambiente carpetovetónico (en consonancia está la fotografía acerada, en tonos azules y grises, de Ángel Amorós), en la que lo reaccionario de la ideología dominante encontraba sus ecos decorativos en esas estancias colmadas por muebles de maderas oscuras como el alma de un comisario de la brigada político-social y en las paredes vestidas con retratos de hombres adustos y engalanadas con trofeos cinegéticos, colecciones de muecas fúnebres de animales pillados a traición por un proyectil desaprensivo. En un ecosistema regido por el orden, la estratificación social, el respeto inveterado a la autoridad, el racismo y el clasismo, introducir una especie exótica que altere los ritmos establecidos por las leyes del Movimiento es una premisa tan golosa como una bandeja de Ferrero Rocher portada por un mayordomo sacado del casting de la Isla de las Tentaciones (ya me entienden). ¿Cómo evolucionará un injerto de (supuesto) romance homosexual envuelto por el aire rancio que emplasta el invernadero que fue la España de mediados de los cincuenta?
No es casual que Caro sitúe la historia en 1954, cuando la reforma de la Ley de Vagos y Maleantes, fechada el 15 de julio de aquel año, incluyó como categoría delictiva a los homosexuales que, tras ser detenidos, debían “ser internados en instituciones especiales y, en todo caso, con absoluta separación de los demás”. En esa atmósfera opresiva, marcada por la persecución de todo aquello que se apartara de la doctrina implantada por el Caudillo y tutelada por las fuerzas de seguridad y la iglesia católica, la escasez de escenarios cobra cierto sentido y responde a la cerrazón del régimen, a ese repliegue que, en el 54, empezaba a suavizarse. Un último apunte sobre este asunto: el hostigamiento, lógicamente, se amplía a las cuestiones ideológicas y toda la trama referida al marido republicano de Rosario (Mariola Fuentes), la chacha de los Falcón, incide en esa cuestión.
Para el desarrollo de esta historia, el realizador tapatío se ha rodeado de su compatriota Monika Revilla, con la que ya trabajó en La casa de las Flores, y del guionista español Fernando Pérez. La elección de esos dos acompañantes es significativa, en el caso de la primera porque prolonga el desarrollo de temáticas que ya estaban presentes en su colaboración anterior, y en el del segundo porque viene de participar en la creación de Arde Madrid (Paco León & Ana R. Costa, 2018) cuyos acontecimientos se desarrollan en el Madrid urbano de 1961 (uno tiende a suponer que Pérez posee conocimientos adquiridos sobre la España de finales de los 50 y principios de los 60). El nexo entre la facción mexicana de la función y el aporte español no es otro que Paco León, actor en la primera y creador de la segunda. De hecho, el mejor giro de guion de la serie se produce al final del primer episodio, cuando descubrimos el engaño provocado por nuestros propios prejuicios -y hábilmente manejado por los guionistas- que asocian la homosexualidad a la figura del bailarín.
Sin embargo, ni el cuidadoso embalaje ni la presencia de tótems de la interpretación como Carmen Maura o Ernesto Alterio, ni la incorporación de las más nuevas y rutilantes estrellas nacionales como Ester Expósito o Carlos Cuevas, ni el esforzadísimo trabajo de dicción de Cecilia Suárez, consiguen que la Alguien tiene que morir se sostenga. Decíamos al inicio de esta entrada que Caro aplica su fórmula -coger un género hipercodificado y derramar una mirada queer sobre él- a una época muy concreta y apuntábamos que, quizá, también hacía referencia a un determinado tipo de películas. En este caso, la figura de un cineasta capital en la historia del cine contemporáneo español como Carlos Saura parece encontrarse detrás del juego de espejos metatextual que propone Caro. El final de esta miniserie que no alcanza los 150 minutos está directamente inspirado en el de una obra tan fundacional como La caza (1966) y los ecos de títulos como Cría cuervos (1976), La prima Angélica (1973) o El jardín de las delicias (1970) están presentes en el tratamiento del espacio (sobre todo la primera). La distancia sideral que separa los filmes citados del cineasta aragonés y la propuesta que presenta el director de La vida inmoral de la pareja ideal (2016) es que, mientras en aquellas películas el discurso crítico sobre el franquismo se articulaba alrededor de una sucesión de sutiles metáforas, aquí todo resulta escandalosamente evidente.
Cuando se quiere señalar que Alonso (Carlos Cuevas) es homosexual, la luz que cae sobre él mientras se ducha en unos vestuarios se intensificará y sus compañeros de equipo hablarán sobre lo que les repugnan “los maricones”. Allí donde Saura mezclaba, sin solución de continuidad, sueño (o recuerdo) y realidad para tejer atmósferas no por más vaporosas menos temibles, Caro opta por el subrayado de unos conflictos que ya se ha esforzado por clarificar, colocando unos insertos chirriantes, de estética chillona que, por desgracia, no aportan matiz alguno a lo que se nos viene contando. Cuando incurre en la metáfora visual -los pichones a los que les cortan las alas para que así sean más fáciles de cazar- también necesita el refuerzo del diálogo, alejándose aún más de la fineza de un Saura que logró diseccionar la realidad de su tiempo huyendo del realismo más elemental.
No es necesario entrar a valorar la nula evolución de roles como los de Amparo o Gregorio para impugnar el guion o la escasa entidad que presentan subtramas como la de la criada, su marido encarcelado y el hijo de ambos, por no hablar de que los personajes siempre parecen estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Como un castillo de naipes bajo un secador de casco cae el libreto de Alguien tiene que morir no ya por todo lo anteriormente dicho, sino porque no se aviene con su propia lógica interna. El clímax final -y a partir aquí van a caerles spoilers como si les disparara con un Thompson- es el ejemplo perfecto. En primer lugar, porque la unión de las dos tramas hace que se estorben. Las dos suceden en el club de tiro, una en el interior (Gregorio y Amparo van a ajustar cuentas a propósito de la muerte de su padre y marido, respectivamente) y otra en el exterior (Mina y Lázaro consuman su amor prohibido), pero están intercaladas de tal manera que se van poniendo la zancadilla la una a la otra, de modo que no hay un montaje paralelo significante, sino una innecesaria prolongación de los desenlaces.
En cuanto a la lógica de los acontecimientos, es muy extraño que Lázaro, al que las autoridades persiguen en tanto supuesto amante de Gabino, se recluya en el club de campo al que asisten todos aquellos que desean ponerle los grilletes. Por si eso no fuera suficiente, Lázaro y Mina se entregan a copular en el bosque aledaño al club como si Arias-Salgado, por entonces Ministro de Información, hubiera anunciado el fin del mundo para dentro de cinco minutos. Que uno entiende de calenturas, de pasiones aplazadas y efervescencia hormonal, pero lo de ponerse a darle al fuelle justo al lado de los que te quieren invitar el reality estrella de la época (el garrote vil) igual es demasiado. Si, además, tras el orgasmo simultáneo de los amantes ella pone la guinda con una frase made by Danielle Steel (“Ya no hay vuelta atrás, no me voy a arrepentir nunca”) el combinado es perfecto, como un daiquiri a base de sirope de fresa.
Tampoco terminan de justificarse las motivaciones de algunos personajes, como el caso de la matriarca que, previo al shoot’em up final (aquello acaba como el rosario de la aurora), revela que se cargó a su marido de un tiro para librarse de su tiranía, del cansancio de vivir en una jaula de oro. Que luego ella se comporte exactamente igual, reproduciendo los mismos patrones que denuncia cuando, supuestamente, ha actuado violentamente en aras de su emancipación, se antoja difícil de asimilar. Otra cosa es que a Carmen Maura nos la creamos hasta vendiendo aspiradoras. Así que salvo por la hermosa música compuesta por Lucas Vidal (y a pesar del barroco uso que de ella se hace en el montaje), la nueva apuesta hispanohablante del gigante del streaming solo puede verse con conocimiento de causa, asumiendo que uno puede sentir placer con los disparates más insospechados y sintiéndose un poco culpable por citar al que quizá sea el más afilado (y afinado) cronista cinematográfico del franquismo. Sí, nos referimos a Carlos Saura.